Manual de la Constitución colapsada
Derrota de la democracia y de los derechos a través de la economía y de instituciones sin control
“Ya veis que no soy un pesimista, ni un desencantado, ni un vencido, ni un amargado por derrota alguna. A mí no me ha derrotado nadie; y aunque así hubiera sido, la derrota sólo habría conseguido hacerme más fuerte, más optimista, más idealista, porque los únicos derrotados en este mundo son los que no creen en nada, los que no conciben un ideal, los que no ven más camino que el de su casa o su negocio, y se desesperan y reniegan de sí mismos, de su patria y de su Dios, si lo tienen, cada vez que les sale mal algún cálculo financiero o político de la matemática de su egoísmo”.
Joaquín V. González, “Lección de optimismo”.
Fragmento del discurso “La Universidad y el alma argentina”,
pronunciado el 18 de septiembre de 1918 en la Universidad Nacional de La Plata.
No hay frenos ni contrapesos para el poder corporativo que sin anestesia rediseña la sociedad. La supremacía corporativa se expresa y se impone a través del poder presidencial en toda su dimensión. Las fortalezas y capacidades presidenciales para hacer reformas a gran escala siempre existieron, pero la actual alianza con el poder corporativo las habilita y una sociedad que sigue enojada parece permitirlas. Los derechos constitucionales existen en la letra de la Constitución para todas y todos, pero las corporaciones son las que controlan las instituciones judiciales, sus silencios y elásticas justificaciones. Primero derrotará los derechos con la economía, después los intentará reformar.
Para eso, una facción de la elite financiera que era marginal y radicalizada, que estuvo décadas estimulando sus ideas, centros de estudios y haciendo sus negocios con el sistema que hoy habita, muchas veces con el gobierno de turno, tomó el centro de poder para conectar con una sociedad que se siente abandonada y enojada con la clase política de manera transversal, más allá de los colores políticos.
Hay un contexto global más amplio que propició instrumentalizar las emociones desbordadas y un individualismo atomizante. Fue anterior a la pandemia, pero la pandemia lo aceleró. Ya estuvo en el Brexit, con el linchamiento judicial a Lula o con Trump. Así se logró manufacturar irracionalidad y fragmentación para hoy aplicar un plan racional, todavía único en el mundo, de rediseño de una sociedad con bronca.
La irracionalidad y la autoafirmación permiten un plan brutal pero racional de empobrecimiento. Los que la vieron hace años son los que incentivaron las guerras culturales de fragmentación social para que la sociedad, el pueblo, se empobrezca a sí mismo, con resentimiento, odio identitario y de clase, con impulsos autodestructivos y ansiedad.
Las guerras culturales pos-materiales habilitaron una guerra materialista sobre el dominio de la economía, los recursos y el Estado. Aquellos que participan en las guerras culturales de fragmentación social afirman su narcisismo patológico para negar todo lo que sucede y sucederá, y también para distraerse y entretenerse mientras se empobrecen.
Su victoria cultural principal es hacer que la política sea control y manipulación reactiva de las audiencias ansiosas, autopromoción vanidosa, marketing de distracción y la imposibilidad de decir la verdad a sus seguidores. Los extremos son los que más gritan y por ende las versiones moderadas son canceladas o se autocensuran. Cualquier narrativa se puede ridiculizar, se puede llenar de ruido y demencia digital. La ironía hipócrita es vencida por la ironía cínica. En definitiva, un gobierno del shitposting, de la confusión.
Una sensibilidad humana se performa para las cámaras mientras detrás hay cálculo y estratégica de validación, monetización de todo. Una clase política que infantiliza a votantes está cultivando audiencias, consumidores sin obligaciones, espectadores reactivos, no ciudadanos.
Las tribus sociales actuales piensan en términos de enjambre, entonces buscan imponer sus narrativas en puros términos cuantitativos, con cámara de eco y sesgos de confirmación. La veracidad depende de los likes en las publicaciones. Si hay muchos likes, es verdad. En grupos de WhatsApp se organizan patrullas para perseguir, linchar y destruir reputaciones, se festejan despidos. La cultura de la humillación y la crueldad cierra la grieta.
Los únicos que se enriquecen son los influencers del deterioro cognitivo, que están invitados a llevar todo al extremo más extremo para entretener. Hacer daño en redes es un placer porque es la forma para-judicial de castigar. A una sociedad infantilizada y pronta a ser empobrecida, la reacción al estímulo de distracción, el chisme, el rumor, las cancelaciones y la superioridad moral le da dopamina gratuita. El goce de la crueldad es parte de la autoafirmación adictiva. Mientras tanto, el bloque de poder en el gobierno rediseña el Estado, la sociedad y nos cancela el futuro democrático a todos.
La fragmentación de todo, los problemas de salud mental, el nuevo reino de las emociones explosivas, la ausencia de paciencia y templanza, el triunfo del ruido, la ansiedad como forma social de habitar el presente, que trae demencia social en la esfera pública, tienen un impacto directo en la idea de derechos, de una democracia que necesita cultivar virtudes y obligaciones, largo plazo, y en la misma cultura que requiere una Constitución. Sin realidad compartida no puede haber ley común para todos. El manual de la Constitución colapsada es un manual de supervivencia. Empezaremos por analizar los frenos y contrapesos del sistema.
DNU 70/2023: nulidades absolutas e insanables sin control
Ante la posibilidad de rechazo del DNU por la muy lenta, imperfecta y mal conformada Comisión Bicameral (no) Permanente en el Congreso de la Nación, Milei tendrá siempre la iniciativa y todo el poder que le da la Presidencia Imperial con su supremacía institucional, política y presupuestaria frente a los demás poderes y al sistema federal.
Milei puede derogar su DNU 70/2023 antes de que sea rechazado, dictar un nuevo decreto y repetir eso hasta el infinito. Puede dividirlo en cinco diferentes con leves cambios, tomar una estrategia mutante y camaleónica y dilatar todo hasta la dolarización, confiando en el colapso de todos los remedios constitucionales. Ya sea con la “competencia de monedas” u otra forma de dolarización paulatina, la situación institucional será propicia a la supremacía presidencial. Frenar la supremacía presidencial con la supremacía constitucional es la cuestión. Lamentablemente no es tan fácil.
Un Decreto de Necesidad y Urgencia como el 70/23, que altera varias centenas de artículos y deroga 40 leyes diferentes, va a cumplir tres meses de vigencia efectiva a pesar de ser evidentemente inconstitucional. Conclusión: no hay forma institucional de vetar y controlar un decreto con efecto general. Vaya pequeño detalle que se le pasó a la eminente Convención Constituyente de 1994.
Al artículo 82 de la Constitución se lo suele ignorar y debería haber sido redactado de manera diferente, atado al artículo 76 y al 99 inciso 3. Más allá de todo, controlar decretos de efectos directos es hacer una autopsia. Si el decreto decía “hágase esto, págase esto otro”, el control será abstracto y no alterará lo hecho. Ya fue hecho. El dinero no volverá, la acción no se retrotrae, el derecho adquirido fue creado por la norma ejecutiva. Decretar tiene capacidad de hacer daño irreversible.
Violar la Constitución en la historia argentina parece un buen modelo de negocios para acumular recursos económicos y políticos que con el tiempo se vuelven legales y más sutiles. Incumplir la Constitución, hacer daño sin costo alguno y hasta con ganancia, genera los peores incentivos políticos.
No hay sistema de frenos y remedios constitucionales. Había uno muy tímido pero colapsó, se simplificó a una pasividad e inercia estructural. La fragmentación de las revisiones judiciales aisladas y la ausencia de controles constitucionales sustanciales permiten que la Constitución siga siendo incumplida, ignorada, profundizando su irrelevancia.
La carencia de frenos y contrapesos al Poder Ejecutivo es responsabilidad institucional del sistema político y de un ecosistema corporativo del bloque de poder económico permanente que tampoco tiene ni quiere ningún freno, que nunca fue institucionalista en su práctica y que se arrepentirá cuando todo se vuelva salvajismo y brutalidad, guerra entre corporaciones, como hoy construye la guerra de pobres contra empobrecidos, de todos contra todos.
Los Estados entrarán pronto a ser instrumentos de las corporaciones para sus guerras a través de agencias judiciales, administrativas, de regulación y de control. La sociedad está siendo desmantelada y reconfigurada en un tercer Estado moderno, en un esquema neo-feudal, de una sociedad feudal avanzada. La teoría del Estado fallido debería incorporar nuevas categorías de análisis para adecuarse a una realidad en descomposición, en literal licuación. Una nueva teoría del Estado feudal y de los derechos segmentados según nuevos y dinámicos estatus sociales de pertenencia.
Autopsias de decretos inconstitucionales
El sistema de control de decretos es tan ridículo que el Presidente podría modificar por decreto la ley 26.122 sobre control de decretos porque el artículo 99 inciso 3 de la Constitución no se lo impide. Le prohíbe sin excepción dictar decretos en cuatro temas: penal, tributario, régimen electoral y partidos políticos. Prohibición que de todas formas los Presidentes también han violado sin sufrir consecuencias ni ser debidamente controlados. Mauricio Macri y Alberto Fernández transgredieron –en varios casos– la prohibición, uno con el decreto de expulsión de inmigrantes bajo procesos judiciales y el otro amenazando con castigar penalmente a quien violase restricciones durante la segunda fase de la pandemia.
Si el Congreso quisiera modificar la ley 26.122, el Ejecutivo podría vetarla, parcial o totalmente. Podría extrañamente intentar reglamentarla o hacer cosas para distraer. Podría judicializarla con sectores del Poder Judicial afines y neutralizarla.
Tanto la Constitución como la ley 26.122 (de 2006) permiten esas prácticas de legalidad dudosa ante sugestivas indeterminaciones, contradictorios y dislocados artículos. La pésima redacción del artículo 99 inciso 3 y de los artículos 76 y 82 de la Constitución permite estos escenarios tramposos. Todo hace pensar que la intención de la Convención Constituyente de 1994 fue dejar artículos lo suficientemente mal redactados como para después aprovechar esas lagunas legales de diseño.
En contra de lo que dice el artículo 82 de la Constitución, hay sanción ficta y el silencio del Congreso –y de la Corte– permite transgredir la Constitución de manera explícita. El DNU 70/2023 tuvo efectos directos en la economía incluso antes de entrar en vigencia; eso refleja las formas de la supremacía ejecutiva, la supremacía del Presidente y sus medidas alineadas con los poderes fácticos.
La Constitución prohíbe la sanción ficta, concepto difícil de entender: significa que prohíbe que el silencio del Congreso sea considerado como manifestación de voluntad o aprobación, pero nunca desde 1994 se cumplió esa prohibición. En el periodo 1994-2006, nadie –ni la Corte Suprema– impugnó los decretos de necesidad y urgencia y los decretos delegados con tiempo renovado/expirado dictados en ausencia del control institucional del Congreso. Y en el periodo 2006-2024, la ley 26.122 –que contradice a la Constitución– realizó un control parcial que hoy es muy claro que llegará –si llega– en forma de autopsia de ilegalidades ya vigentes, con daños irreversibles.
Vayamos a algunos casos específicos. El Plan Austral fue dictado por el DNU 1096 de Raúl Alfonsín en junio de 1985. La creación de una nueva moneda, el Austral, y la conversión de los pesos, eran parte de una batería de medidas que Alfonsín tomó a mitad de ese año bisagra para su gobierno.
En la Constitución de 1853 no existía la atribución ejecutiva de dictar decretos de necesidad y urgencia pero el Plan Austral, como plan de estabilización, fue una de las tres políticas centrales (Plebiscito de Beagle, Juicio a las Juntas, Plan Austral) que llevó al alfonsinismo a ganar categóricamente las elecciones en 1985 y a pensar posteriormente en un tercer movimiento histórico. El resto está en los libros de historia. Hablemos del decreto: el DNU de Alfonsín nunca fue contradicho institucionalmente a pesar de su obvia inconstitucionalidad. Moneda y Constitución tienen una relación muy difícil en la Argentina y hoy parece que está por llegar a su fin. El fin de un proyecto constitucional y el fin de la moneda nacional.
Todos los DNU de Carlos Saúl Menem –varios cientos antes de 1994– fueron legitimados por la Corte Suprema directa o indirectamente en el simbólico fallo Peralta (1990). ¿Qué decreto de reforma estructural, de impacto íntegro y directo en la sociedad como el 70/2023 fue controlado por la Corte de manera sustancial y efectiva? Ninguno. La Corte, de forma populista, eligió decretos anteriores al 2006 para jugar a la calidad institucional en casos como “Consumidores Argentinos” (2010); antes la misma Corte de la “mayoría automática” lo había hecho en “Verrochi” (1999), en un fallo demagógico para despejarse del mote de “Corte menemista”.
Todas las Cortes fueron deferentes a los decretos de impacto regresivo en la economía. No hay DNU comparable al 70/2023 pero los más cercanos pueden ser el del Plan Austral (1985), el del Plan Bonex (36/1990), el que estableció el corralito (1570/2001) –declarado constitucional en tiempo récord por la Corte en diciembre del 2001– y la posterior devaluación (214/2002), que fue declarado inconstitucional en el caso de la provincia de San Luis en marzo de 2003 y fue el último fallo de una Corte que mayormente se jubilaba o era enjuiciada después de enfrentamientos con el Ejecutivo.
Las declaraciones de inconstitucionalidad en 2003 eran por goteo. La inconstitucionalidad ganaba como un mar de injusticia; la “justicia” como una gota en el océano. Las injusticias son estructurales y sistémicas, las defensas contras esas injusticias son artesanales y excepcionales.
Los jueces de la Corte Suprema como asesores o como Convencionales Constituyentes son responsables de la pésima redacción de los artículos 76, 82 y 99 inciso 3 de la Constitución. Nadie en su sano juicio puede dejar de ver la contradicción abierta en estipular que algo está categóricamente prohibido en un renglón y después habilitar lo contrario con categorías ambiguas y excepciones abiertas.
Una ley del Congreso sancionada por ambas cámaras y amplio consenso partidario –incluso unanimidad– puede ser fácilmente vetada parcial o totalmente por el Ejecutivo sin dar fundamento alguno. Esa misma ley tiene múltiples formas de ser bloqueada, desnaturalizada de forma reglamentaria y administrativa, neutralizada de forma judicial y presupuestaria. Varias de las leyes que están vigentes a nivel nacional, provincial o de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires son letra muerta.
Una ley tiene muchos más controles institucionales que un decreto que puede borrar legislaciones enteras y afectar para siempre a una sociedad, su patrimonio colectivo, su futuro. El sistema de control de decretos debe ser repensado. Un decreto ordena hacer algo que muchas veces es irreversible, imposible de deshacer.
No hubo ley para regular decretos, vetos y delegaciones hasta 2006, y fue diseñada de manera imperfecta. Hoy tenemos una Corte de pocos jueces y mucho poder que debilitan a la Constitución, al Consejo de la Magistratura y al Poder Judicial. No hay Defensor del Pueblo, no hay Procurador General de la Nación nombrado –otra oportunidad perdida–, pero sobre todo estamos en una democracia sin demócratas, una república sin republicanos, en un Estado de Derecho cuyos abogados no harán nada más allá de luchar por su derecho a evitar el divorcio administrativo o la épica de tramitar jubilaciones a un jubilado que abonará al letrado con sus primeras magras y licuadas jubilaciones. Pagar por un derecho social como jubilarse –después de contribuir solidariamente toda una vida (!!)– no era la idea de los abogados revolucionarios de los siglos XVIII, XIX y XX que construyeron la Nación. La silenciosa despedida a la clase media –su fuente principal de trabajo y ascenso social– por parte de los cuerpos de representación de la profesión legal hablan de la función regresiva que cumplen para con una sociedad que le concedió poder político y prestigio social.
Incluso si el gobierno de Milei fracasa en mantener la legalidad de sus medidas, lo que se mantendrá son sus efectos: el empobrecimiento, la licuación de ingresos y la destrucción de la capacidad estatal. Se mantendrán como derechos adquiridos muchas prácticas de dudosa legalidad permitidas por el “paréntesis legal” que abre el decreto. Seguirá un proceso que fermenta más anarquía diseñada, una anomia perversa y una violencia latente en gestación y expansión.
Milei es un síntoma de un sistema político disfuncional que no quiere escuchar a la sociedad enojada. Imaginar formas de frenar la supremacía presidencial es una obligación institucional y democrática, una forma de proteger a esa sociedad enojada. Sigue pendiente escucharla y reparar el puente de confianza antes de que la fragmentación lo disuelva todo.
* Lucas Arrimada da clases de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho.
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