MAIER

Combinaba inteligencia y sencillez, algo difícil de encontrar en años de egocentrismo posmoderno

 

Luis Jiménez de Asúa fue un extraordinario catedrático español del derecho penal que debió emigrar de su Patria cuando el franquismo asaltó el poder.

Ese exilio, que fue una desgracia para el profesor madrileño, acabó por convertirse en una dicha para el derecho penal argentino. Como profesor de la Universidad de la Plata y como Director del Instituto de Derecho Penal y Criminología de la Universidad de Buenos Aires, acabó convirtiéndose en una referencia central para lo que suelo llamar la generación dorada de penalistas argentinos. Allí se inscriben los nombres de Enrique Bacigalupo, Esteban Righi, Gladys Romero, David Baigún, Eugenio Raúl Zaffaroni y Julio Maier.

Precisamente en esta semana nos ha dejado Julio Maier y esto explica el por qué de estas palabras.

Comencé mi carrera docente en su cátedra. Recién recibido gané mi concurso para ser Jefe de Trabajos Prácticos en Derecho Procesal Penal. Poco tiempo después dejé ese cargo para ser profesor adjunto de mi siempre recordado Esteban Righi.

Pese al poco tiempo que trabajé cerca de Julio Maier, fue para un instante de mi vida académica particularmente gratificante. No solo por su extraordinario saber procesal, que generosamente nos transmitía, sino por las convicciones firmes que a cada instante reafirmaba en procura de encontrarle sentido a un sistema de enjuiciamiento penal que evidenciaba las peores rémoras de la inquisición procesal.

Su acento cordobés (también su humor y berrinche cordobés) y su tono pausado hacían muy grato el escucharlo. Uno sabía que estaba oyendo a un gran maestro que además había perfeccionado su filosofía del derecho en la Universidad de Bonn.

En la figura de Maier se combinaba la inteligencia y la sencillez, algo difícil de encontrar en estos años de egocentrismo posmoderno. Aun tengo fresco en mi memoria el recuerdo de nuestro primer encuentro. Allí estábamos quienes conformábamos la cátedra que él conducía. Dedicó gran parte de su charla a rescatar los contenidos esenciales del debido proceso en un Estado de derecho. Nos estaba marcando el espacio intelectual en el que quería que nos moviéramos al enseñar la materia. Cuando el tiempo había pasado y ya estábamos tratando cuestiones vinculadas al dictado de las clases, alguien preguntó cuan importante era la asistencia de los alumnos a los cursos recordando que reglamentariamente la regularidad se perdía si no se asistía cuanto menos al 75% de las clases. “Mire —dijo con tono tan pausado y casi despreocupado—, no sé quien ha escrito que los alumnos deben oír las clases de sus profesores. Yo recomiendo no tomar lista porque hay alumnos que tal vez aprovechen más su tiempo leyendo un libro de texto que oyendo a un mal profesor. Ocúpese de hacerles importantes las clases a los alumnos sin necesidad de castigarlos con un reglamento".

Fue severo en su definición, pero su argumento me sirvió para no verificar jamás la asistencia de los alumnos a mis clases. Entendí entonces que es misión de un buen profesor saber llamar la atención del alumno solo por la calidad de la enseñanza que se brinda.

Maier fue para todos nosotros una referencia muy clara de cómo enfrentar el proceso penal respetando todas y cada una de las garantías constitucionalmente establecidas. Su apego absoluto al respeto de las reglas que gobiernan el debido proceso fue tal vez, en tiempos en que ese respeto parece haberse perdido en muchos tribunales argentinos, la mejor enseñanza que nos haya dejado.

Tres años después del retorno de la democracia en 1983, propuso una reforma muy profunda en el proceso penal que como él mismo decía “hoy llamaríamos progresista”, pero que en esencia solo buscaba instituir una nueva justicia penal en un sistema republicano de gobierno tras años de dictadura. Inspirado en el derecho continental europeo, propuso por vez primera instaurar el sistema acusatorio en la Argentina inspirándose en la legislación italiana y en la Ordenanza Procesal Penal de la que entonces era la Alemania Occidental.

En aquellos años, y en los sucesivos también, fue un severo crítico con quienes vinculaban aquel proyecto con el sistema legal de los Estados Unidos. Negaba hasta con enfado que nuestra cultura jurídica abrevara en esa fuente que, llamativamente, empezó a prevalecer recientemente entre nosotros a través de la admisión de “arrepentidos”, “agentes encubiertos” y “testigos protegidos, encubiertos o de identidad reservada” en los juicios penales.

Siempre creyó que el proceso solo era un modo de verificar lo sucedido y sobre esa base poder fundar la pena. De ese modo pretendía resguardar “el ideal de la igualdad defensiva en el procedimiento penal, pese a las desigualdades socioeconómicas de los imputados”.

En la Argentina de los últimos años, muchos de los valores centrales del derecho han sido vulnerados. Hemos visto evolucionar procesos que corrían detrás de la demanda mediática y hemos visto también arrestar gente con argumentaciones irreconciliables con la razón jurídica.

Cuando reparo en la realidad que se ha construido, suelo preguntarme qué les quedará a mis alumnos de todo lo que pretendo enseñarles. Temo que cotejen mis palabras con lo que en realidad sucede y que entonces descrean del derecho.

En poco tiempo nos han dejado algunos de aquellos penalistas de la generación dorada. Ahora se ha ido Julio Maier y ello me obliga a recordarlo. Y es por él, por sus enseñanzas, que el miércoles volveré a dar mi clase pensando que tiene sentido reafirmar la vigencia de la ley en un Estado de Derecho.

 

 

 

 

 

 

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