Magia y pérdida

Un disco del '89 levanta un espejo negro en el que nuestra época se reconoce dolorosamente

 

Este enero que pasó—el día 10, para ser exacto— significó el cumpleaños número 35 de uno de los álbumes más relevantes de los '80: New York, de Lou Reed. La fecha pasó desapercibida. Una pena, porque revisitar el disco supone más que un ejercicio en materia de nostalgia. Aun cuando New York sea una cápsula espacio-temporal perfecta—una sonda llena de elementos para reconstruir cómo fueron los '80 en la Nueva Roma—, su escucha actual produce efectos revulsivos. Es como mirarse en un espejo antiguo, creado a partir de técnicas y materiales hoy en desuso, que revela facetas de nuestro rostro que escapan a los espejos modernos.

Eso sí: es un espejo oscuro, New York. Un espejo negro (si existe la luz negra, ¿por qué no podría existir un espejo negro?), cuya característica esencial es que no te miente. En estos tiempos adictos al photoshop y a las imágenes adulteradas por Inteligencia Artificial —donde cada vez es más difícil distinguir lo real de una impostura—, esa virtud no es poca cosa.

 

Lou Reed.

 

 

¿Quién era Lou Reed en 1989? Mucha gente lo consideraba la reliquia de un pasado glorioso, cuando todavía no había cumplido 47 años. Había sido el líder de una anomalía llamada Velvet Underground, ese grano con pus que arruinó el cutis hippie a fines de los '60. Con un sonido astringente, afinidad por los métodos de la vanguardia —particularmente durante el tiempo en que compartió las riendas con John Cale— y su foco puesto en los escenarios menos radiantes de la vida urbana —las drogas, la locura, el sadomasoquismo—, Reed anticipó los '70s a través de Velvet Underground y produjo un puñado de canciones que nadie que valore la cultura rock puede pasar por alto.

Si no escuchaste cosas como I'm Waiting For The Man, Heroin y White Light / White Heat, no vas a entender nunca de dónde salieron el glam rock, el punk neoyorquino de los primeros Television y Talking Heads y el sonido industrial de, por ejemplo, Nine Inch Nails. Pero además estamos hablando de canciones que nunca quedaron reducidas a un artefacto histórico, porque siguen sonando contemporáneas —más modernas que el 90% de lo que se escucha hoy— y porque hablan de problemas que no desaparecieron, sino que se han profundizado. Para agregar ironía al asunto, en tiempos donde el mainstream de la cultura joven rechazaba el consumismo compulsivo y consideraba alternativas al capitalismo, Velvet Underground no tuvo empacho en proporcionar la banda sonora al movimiento liderado por Andy Warhol, el gran comercializador del arte pop. Ocurre que Lou Reed, que debutó en la industria componiendo canciones para Pickwick Records —una compañía que se especializaba en imitar los éxitos del momento—, tenía claro que en el contexto de este mundo una canción no deja de ser nunca una mercancía, le guste o no — aun cuando cuente en primera persona las experiencias de una mujer transgénero.

 

 

Reed abandonó la nave Velvet en 1970, para iniciar una carrera solista llena de momentos brillantes, pero muy errática. Después de esa joya producida por Bowie que se llamó Transformer (1972), muchos artistas imitaron el modelo Lou Reed, y con un éxito comercial más grande que el suyo. Como siempre fue un cabrón y un mala hostia, contraatacó tratando de ser más Lou Reed que nunca. Su disco doble Metal Machine Music (1975) es casi imposible de remontar. (Él mismo admitió que "quien llegue a la cuarta cara del álbum es más tarado que yo".) Y no sólo puso a Lou Reed en overdrive en su deriva artística sino también en su vida personal, llevando al extremo su dependencia de las drogas duras y el alcohol. Si quería ser fiel al personaje que había construido, no le quedaba otra que inmolarse. La única alternativa era desmarcarse de esa criatura para calzarse otra máscara. Pero esa máscara lo eludió durante algún tiempo. Por lo menos hasta que hizo el esfuerzo de controlar sus adicciones, se casó con una mujer que lo ayudó a pasar su vida en limpio y recordó que, antes de convertirse en un rocker oscuro, había estudiado poesía con Delmore Schwartz en la Universidad de Syracuse.

No deja de tener su gracia el hecho de que alguien que se dedicó a dejarse ir a través de la música, llegando a lugares donde pocos se habían animado a pisar, necesitase de un esquema rígido que lo contuviese para dar lo mejor de sí. Durante su juventud había soñado con escribir la Gran Novela Americana (léase: Gran Novela Estadounidense), ese Moby-Dick frente al que tantos sucumbieron antes. Pero un relato de ficción supone una libertad tan grande, tan irrestricta —frente a la página en blanco, no hay otro límite que el de tu imaginación, tu talento y tu ambición—, que puede convertirse en la más difícil de las disciplinas. La posibilidad casi infinita produce vértigo, porque no tenés de dónde agarrarte. En cambio, dentro del corset de las cuatro estrofas de una canción, podés tirar cualquier locura, cualquier novedad, y que la música te ayude a seguir navegando.

 

El poeta Delmore Schwartz.

 

El maestro Schwartz lo había formado en la misma dirección. Le enseñó que, antes que perderse en las honduras astronómicas que ofrece un idioma en su riqueza, a menudo conviene ceñirse "al lenguaje más sencillo y económico, a través del cual se pueden alcanzar alturas impensadas". Recuperando esa guía, y concentrándose en su ciudad adoptiva como tema, concibió uno de los mejores discos de los '80. Se ve que le servía enfocarse en un concepto, porque de allí en más produjo cosas sustanciosas girando a partir de una idea unificadora, como los discos Songs for Drella (1990, donde con Cale homenajeó a Andy Warhol), Magic and Loss (1992) —siempre pensé que Magia y pérdida era un concepto ideal para contar la experiencia de nacer y vivir en la Argentina— y The Raven (2002), alrededor de la obra de Edgar Allan Poe.

Pero volvamos a New York. Reed creció en Long Island, pero adoptó a esa ciudad como escenario de sus aventuras existenciales. Es que se presta, la Gran Manzana. Se trata de la ciudad que funciona en los hechos como capital espiritual y material de un imperio, asentada dentro de los confines —aquí también hay un marco contenedor— de una isla, porque eso es lo que es Manhattan: un enorme peñasco, a poca distancia de la costa este del continente, y por ende un microcosmos perfecto.

 

 

Para componer New York, Lou Reed no sólo simplificó sus versos sino también la música. (Su amigo John Mellencamp, a quien menciona como "el pintor Donald" en la canción La última gran ballena americana, dice desde el cariño que el disco parece "producido por estudiantes de secundaria".) Mediante un sonido fresco y crudo, Reed mezcla rock, country y jazz y se permite una incursión de último minuto que lo reconecta no sólo temática sino también sonoramente con sus inicios en Velvet Underground. Pero el arranque es franco y sin maquillajes, para establecer desde el vamos que Reed se propone a sí mismo como cronista en vivo y en directo de lo que ocurre en su ciudad amada a fines de los '80.

El disco abre con Romeo tenía a Julieta, que adapta el romance tradicional a la Nueva York contemporánea. Reed convierte al joven amante shakespiriano en un descendiente de portorriqueños llamado Romeo Rodríguez. El groove es infeccioso y el lenguaje al que Reed apela es una red a la que no hay forma de escapar.

Atrapado entre las estrellas retorcidas

las líneas ya trazadas el mapa defectuoso

que trajo a Colón hasta Nueva York     

Enganchado entre el East y el West

Va a visitarla vestido con un chaleco de cuero

La Tierra chilla y se estremece hasta detenerse

Un crucifijo de diamante pende de su oreja

Lo usa para alejar de sí el temor

De haber perdido su alma en un auto alquilado

Dentro de sus pantalones esconde el trapo

Con el que pretende limpiar el enchastre

Que dejó caer sobre la vida de la flexible Juliette Bell.

 

Pero Reed no pierde tiempo y al toque abre el cuadro para que entendamos que no se limitará a poner la lupa sobre gente concreta, que también tiene algo que decir sobre la ciudad toda y hasta sobre el mundo entero.

 

Voy a meter a Manhattan dentro de una bolsa de basura

Que tenga una leyenda escrita en latín, diciendo:

"Es difícil que algo importe un carajo en estos días"

Manhattan se está hundiendo como una piedra

En el mugriento río Hudson, uy, qué shock

Escribieron un libro al respecto

Dicen que es como la Roma de la Antigüedad.

 

 

 

 

 

Durante su juventud, Lou Reed cantaba como se supone que deben hacerlo los profesionales, pero con el tiempo dejó de intentarlo. Es cierto que nunca contó con la más melodiosa de las voces. Pero cuando quería entonar, podía hacerlo. El tema es que dejó de interesarle. Fue como si, de algún modo, hubiese encontrado una variante vocal de la técnica del droning a la que John Cale le sacó tanto jugo —la opción de quedarse trabajando sobre una única nota, generando una suerte de zumbido constante, como un om pero opresivo— o de los recursos a los que él mismo apelaba cuando, por ejemplo, afinaba todas las cuerdas de su guitarra en una misma nota. Aquello que elegía decir sonaba más elocuente cuando, en vez de entonarlo, lo dejaba caer. Así era como debía sonar alguien que no teme contemplar los trances más terribles de la experiencia humana. Monocorde. Impasible. Como quien cuenta lo que ve y nada más que lo que ve, desapasionadamente, sin dramatizarlo mediante las inflexiones de su voz.

En Halloween Parade escuchamos a un Lou Reed que suena casi gentil. La música podría adaptarse a la cadencia de un paseo a pie, lo cual resulta adecuado a una canción que habla de uno de los desfiles que año tras año solía tener lugar sobre Christopher Street, en el Village, y que constituían una celebración para la comunidad LGBT+. Lo que Reed describe es la exuberancia habitual: el gay que canta Proud Mary, la drag queen vestida de Greta Garbo, el semental jamaiquino, alguien vestido con calzas que hace cosplay de la Campanita de Peter Pan, la chica del Soho con una remera que dice Yo la chupo. La música también es alegre, casi country, y la voz que usa Lou Reed no desentona. Pero el fondo de la escena no tiene nada de juguetón. Reed usa el desfile para contrastarlo con el peso de las ausencias, de todos los que ya no están allí porque cayeron víctimas del VIH — recordemos que durante los '80, lo que todavía llamábamos sida hizo estragos.

 

 

A algunos de los desaparecidos los conjura por nombre o alias: Johnny Rio, Rotten Rita, Peter Pedantic, Three Bananas, Brandy Alexander. Pero la ausencia que pesa más es una que nunca se identifica. La canción describe el desfile pero desemboca una y otra vez en un ritornello: "Este Halloween es cosa seria, de eso no hay duda / Especialmente porque estoy acá sin vos".

Se trata de una comunidad que Reed conocía bien. En una isla como Manhattan, es casi inevitable que los freaks graviten hacia los mismos barrios y boliches. Muchos de ellos habían formado parte de la galaxia Warhol. Reed mismo, bisexual asumido, vivió en pareja durante varios años con una chica trans que se llamaba Rachel Humphreys. En consecuencia, su canción no habla en términos metafóricos sino de ausencias reales, de una comunidad diezmada que —aun así, o quizás precisamente por eso— se niega a dejar de celebrar la vida. Tal vez por eso decidió también que Halloween Parade no sonase amarga, sino agridulce. La disociación entre el talante de la canción y el dolor que la letra sugiere produce una melancolía exquisita.

Casi como si don Lou lo hubiese entrevisto, Rachel Humphreys murió un año después de que se editase New York, el 30 de enero del '90, a los 37 años. Un ex guitarrista de la banda de Reed, Jeff Ross, se la había cruzado en el '88. La encontró flaquísima, por no decir emaciada, y la oyó decir que vivía debajo de una autopista, la West Side Highway. En el '90 nada se dijo de la causa de su muerte, pero dado que tuvo lugar en el hospital St. Clare, que se especializaba en víctimas de la epidemia, sinceramente no hizo falta.

 

 

 

 

 

Sucio bulevar (Dirty Boulevard) es la canción más conocida de New York, y es un cuento perfecto que se cuenta solo. Dice así:

Pedro vive en el hotel Wilshire

Mira a través de una ventana que no tiene vidrio

Las paredes están hechas de cartón, hay papel de diario a sus pies

Y su padre le pega porque está demasiado cansado para mendigar.

 

Tiene nueve hermanos y hermanas, fueron educados de rodillas

Es difícil correr cuando una percha pega sobre tus muslos

Pedro sueña con ser grande y matar a su padre

Pero es una posibilidad remota, él va a terminar en el bulevar.

 

Él va a terminar en el bulevar sucio

Él va a caer en el sucio bulevar.

 

Esa habitación les cuesta 2.000 dólares al mes, ¿podés creerlo?

En algún lado hay un propietario que se está riendo hasta mearse encima

Nadie sueña acá con ser médico, o abogado, o nada

Sueñan con vender droga en el sucio bulevar

 

Ese es el momento que Reed elige para hacer una apuesta fuerte en términos políticos. Toma los versos más conocidos del soneto que escribió Emma Lazarus en 1883 y que figura a los pies de la Estatua de la Libertad: "Denme a su gente cansada, a sus pobres, / A sus masas amontonadas que añoran respirar libres". Estos versos son popularísimos, los conocen allá hasta los pibes de la escuela elemental. Pero, en el marco de la historia del Pedro de Dirty Boulevard, Reed los reescribe para hacer que renieguen de su mensaje original:

 

Dénme a su gente hambrienta y cansada, a sus pobres

Yo los voy a mear encima

Eso es lo que dice la Estatua de la Intolerancia

A sus masas amontonadas, caguémoslas a palos

Y terminemos con todo esto, larguémoslas duras en el bulevar.

 

El relato objetivo concluye de este modo:

 

Hay un pibito en el Lincoln Tunnel

Vende rosas de plástico por un dólar

El tránsito está atascado hasta la Calle 39

Las putas de la TV invitan a los canas para chupársela

De regreso en el Wilshire, Pedro se sienta allí y sueña

Ha encontrado un libro de magia en un tacho de basura

Mira los dibujos, contempla el techo rajado

Y dice: "A la cuenta de 3, espero desaparecer"

"Y volar lejos, lejos de este sucio bulevar"

"Quiero volar lejos del sucio bulevar".

 

 

 

 

 

El tono fatídico de Dirty Boulevard, donde el destino de Pedro parece tan inescapable como el de los protagonistas de las tragedias clásicas, se hace aún más didáctico en la canción siguiente, que se llama Ciclo interminable (Endless Cycle). Aquí los personajes están menos delineados, ni siquiera se mentan sus nombres, porque lo que importa no es su particularidad sino, por el contrario, lo prototípico de sus destinos, el hecho de que lo que les ocurre no es sólo cosa suya sino algo que se repite en cientos de miles de vidas, en millones de otras vidas.

Los prejuicios del padre se transmiten al hijo

Y lo dejan perturbado, desconcertado

Las drogas que hay en sus venas lo impulsan a escupir

El rostro que lo contempla desde el espejo

¿Cómo podría distinguir un acto bueno de uno malo

Si ni siquiera recuerda su nombre?

¿Cómo podría hacer lo que necesita ser hecho

Cuando él es un discípulo, y no un líder?

 

La enfermedad de la madre se transmite a la hija

Dejándola indefensa, empequeñeciéndola

El licor corre por su cerebro con la fuerza de un arma

Y la reduce a correr en círculos

¿Cómo podría distinguir un acto bueno de uno malo

Cuando está tumbada de espaldas en su habitación?

¿Cómo podría hacer lo que necesita ser hecho

Cuando ella es una cobarde, y además hemofílica?

 

El hombre, si se casa, castigará a su niño

Mientras produce infinitas excusas

La mujer, tristemente, hará más o menos lo mismo

Pensando que es lo correcto y lo apropiado

Mejor que lo que hicieron con ellos sus mamis y papis

Mejor que la infancia que padecieron

La verdad es que ellos son más felices cuando están sufriendo

De hecho, esa es la razón por la cual se casaron.

 

Tres estrofas le bastan a Lou Reed para definir una dinámica social que, en la Nueva York de los '80 o en la Argentina actual, condena a infinidad de gente a encadenarse a la noria de un ciclo de abusos del que cuesta horrores salir. Se refiere a aquellos que no la ven, a los cuales nadie suele cuidar, a quienes no se les enseña la señalética que a los más privilegiados nos protege del peligro de arruinar las únicas vidas con las que contamos.

¿Cuándo fue la última vez que escucharon una canción tan directa y descarnada sobre la injusticia que vertebra nuestra sociedad, empujando a millones —aquellos que crecen desprovistos de recursos económicos, pero también legales y hasta emocionales— a caminar despreocupados por un sendero lleno de trampas para lobos, con sus dientes de metal prestos a cerrarse con un chasquido?

 

 

 

 

 

Con absoluta coherencia, There Is No Time arranca como un automóvil tuneado para acelerar en tiempo récord, porque —tal como lo afirma el título— tiempo es lo que nos falta en esta situación límite. Del modo más simple, Reed confecciona una lista de cosas en las cuales no podemos darnos el lujo de procrastinar.

No hay tiempo para aquello de

"Estoy con mi país, esté o no en lo correcto"

Recuerden lo que esa idea nos costó.

.....................

Este no es momento para el Beneficio Personal

Este es un momento para Pelar o Callarse

Y no volverá a repetirse de este modo

Este no es momento para Tragarse la Bronca

Este no es momento para Ignorar el Odio

Este no es momento para Actuar Frívolamente

Porque el tiempo se está haciendo tarde.

Este no es momento para Vendettas Privadas

Este no es momento para no saber quién sos

El auto-conocimiento es una cosa peligrosa

La libertad de ser quien sos.

......................

Este es un momento para la Acción

Porque el futuro está al alcance

Este es el momento.

 

 

 

 

 

Hasta aquí Reed viene jugando al cronista urbano, pero en la sexta canción pega un desvío y se pone lírico. Sin prescindir de lo real incurre en lo inefable, jugando a ser una suerte de García Márquez neoyorquino. Abandona la isla para irse al mar y concentrarse en una criatura que no es humana, y cuyas características, por definición, no dejan nunca de parecer fantásticas: La última gran ballena americana. A la que describe así:

Decían que no tenía enemigo alguno

La suya era una grandeza digna de ser contemplada

Era el último de su progenie que aún vivía

El último en este lado del mundo

 

Medía ocho cuadras desde la punta a la cola

Plateada y negra, con poderosas aletas

Decían que podía dividir una montaña en dos

Es así como conseguimos el Gran Cañón.

 

La última gran ballena americana.

 

Algunos dicen que la vieron en los Grandes Lagos

Otros dicen que la vieron en Florida

Mi madre dice que la vio en Chinatown

Pero no siempre podés confiar en tu madre.

 

(Qué gran consejo, ¿no?)

Reed procede entonces a involucrar a la ballena en una historia. Cuenta que el jefe de una tribu originaria estaba en el Corredor de la Muerte desde 1958, porque asesinó al hijo de un alcalde racista. El pibe era un sorete que "escupía a los indios y cosas peores", dice Reed. Cansados de esperar justicia, los miembros de la tribu se reunieron a cantar y a rezarle al cielo, hasta que la ballena produjo una ola gigantesca que arrasó la prisión y liberó al jefe. "Los blancos se ahogaron, los marrones y los rojos escaparon", agrega Reed. Pero la historia no termina allí.

 

Un patán local, socio de la Asociación Nacional del Rifle

Tenía una bazooka en el living de su casa

Y pensando que tenía al jefe en la mira

Voló los sesos de la ballena con un arpón de plomo.

 

Entonces llega la reflexión con que Reed cierra la historia.

 

Bueno, a los estadounidenses no les importa mucho nada

Y menos que menos la tierra y el agua

Y la vida animal está muy abajo en el tótem

La vida humana no cotiza más que la levadura infectada.

 

A los estadounidenses la belleza los tiene sin cuidado

Cagan en el río, vierten ácido de batería en los arroyos

Contemplan las ratas muertas que el mar deposita en la playa

Y se quejan porque no pueden nadar.

 

Dicen que las cosas se hacen en beneficio de las mayorías

No creas la mitad de lo que ves y no creas nada de lo que oís.

 

Este también es un gran consejo.

 

 

 

 

 

La séptima canción se llama El comienzo de una gran aventura (Beginning of a Great Adventure) y es el relato irónico, francamente humorístico, sobre lo que significa tener una familia en esta sociedad cuando contás con todos los recursos que les faltan al Pedro de Sucio bulevar y los condenados de Ciclo interminable. Allí Reed considera, a pedido de su esposa Sylvia —a quien llama por su nombre—, la posibilidad de tener hijos. Dice entonces:

Podría ser divertido tener un pibe al que llevar de paseo

Un pequeño yo al que llenar con mis pensamientos

Un pequeño yo o él o ella al que llenar con mis sueños

Una forma de decir que la vida no es todo pérdida.

..................................

Por qué resignarme a uno solo, podría tener diez

Una prole típica, de esas que crecen delante de la TV

Podría criar un pequeño ejército liberal en el bosque

Como a esos campesinos blancos bien lunáticos que veo en el bar

Con su tribu de lechones mutantes, endogámicos

Que exhiben pezuñas hendidas por la mitad

Les enseñaría a poner bombas, a encender el fuego, a tocar la guitarra

Y en caso de que atrapasen a un cazador, a pegarle un tiro en las bolas

Trataría de ser todo lo progresista que pueda

Siempre y cuando no tenga que esforzarme demasiado.

........................................

Podría ser divertido tener un pibe al que llevar de paseo

Crearlo a mi propia imagen, como un dios

Criaría a mis propios palafreneros para que me lleven a la tumba

Y me hagan compañía cuando sea un terrón arrugado y sin dientes

Un viejo tonto que balbucea solo, babeando su camisa

Un pedo viejo que juega con la tierra

Podría ser divertido tener un pibe al que transmitirle algo

Algo mejor que la rabia, la pena, la furia y el dolor.

Espero que sea verdad lo que me dijo mi esposa

Ella dice: "Lou, es el comienzo de una gran aventura".

 

(Dato pertinente: al final Lou Reed no tuvo hijos, ni con Sylvia ni con la mujer que fue la compañera que conservó hasta el fin de sus días, la artista Laurie Anderson. Todo bien con la aventura de crear una familia, pero se ve que Reed decidió eludir el riesgo de pasarle a sus hijos la carga negativa que a su vez creía haber recibido de sus padres. El ciclo Reed no resultó interminable: Lou se encargó de cerrarlo y de echar la llave al mar.)

 

 

 

 

 

Ya que estábamos hablando de familias, aprovecho. En términos formales Lou Reed era judío, el verdadero apellido de su padre era Rabinowitz, hasta que se lo cambió por Reed en los tribunales. Su madre también era judía, de apellido Futterman. Pero Lou, como imaginarán, era más bien ateo, o cuanto menos agnóstico. No practicaba los ritos de fe alguna, y sin embargo no desechaba la noción del misterio, de la existencia de algo superior a nosotros. Y eso se insinúa en dos canciones de New York, la primera de las cuales se llama Busload of Faith. La traducción literal sería Un colectivo (o bus) lleno de fe, pero suena raro en nuestro idioma. Acá, cuando queremos hablar de algo que es un montón pensamos en un camión antes que en un bondi. "Me tiró un camión encima", exageramos, o decimos que tal persona "es un camión". Por eso, si me permiten, voy a ponerle de título a mi traducción Un camión lleno de fe.

Apelando a un razonamiento inverso, Reed empieza por descartar cosas en las que no podés confiar. Y para no cortar el hilo del razonamiento que venía desarrollando, empieza por casa:

No podés depender de tu familia

No podés depender de tus amigos

..........................

No podés depender de la inteligencia

No podés depender de Dios

.........................

No podés depender de la gente de buen corazón

La buena gente fabrica jabón y pantallas para lámparas

No podés depender del Sacramento

Ni del Padre, ni del Espíritu Santo

No podés depender de iglesia alguna

A menos que estés pensando invertir en propiedades.

................................

No podés depender de un hombre sabio

No los vas a encontrar porque no están ahí.

 

Después detalla cosas que le resultan inescapables:

 

Podés contar con que siempre va a ocurrir lo peor

Podés contar con la energía que mueve a un asesino

................................

Podés contar con la crueldad

Con la crudeza del pensamiento y del sonido.

 

Pero todos estos razonamientos de Reed, tanto los negativos como los positivos, conducen en cada caso a la misma conclusión:

 

Sólo podés confiar en una cosa

Vas a necesitar un camión lleno de fe para zafar.

 

 

 

 

 

Después vienen cuatro temas que voy a sobrevolar, porque juegan con las piezas que Reed ya ha desplegado sobre el paño, sin agregar nada nuevo. El primero se llama Me tenés harto (Sick of You) y es catártico, en el sentido de que le permite vomitar veneno en todas direcciones. Se la agarra con una mujer que lo abandonó, con la política exterior de los Estados Unidos, con los psicópatas que salen a la calle todos los días a matar gente porque sí, con los Trump y con Rudy Giuliani —por aquel entonces, muy lejos de la Casa Blanca— y con el Presidente en funciones, que por entonces era Ronald Reagan. (Dejó de serlo diez días después de la salida del disco, el 20 de enero del '89.) "Dicen que el Presidente ha muerto, no pueden encontrar su cabeza", deja caer Lou Reed. "En realidad su cabeza desapareció hace semanas, pero nadie se había dado cuenta. Parecía estar tan saludable..."

Después viene Hold On, que describe una sucesión de escenas de violencia urbana. ("Cuando caminás por las calles de Nueva York —dice Reed—, no existe nada parecido a los derechos humanos".) Y a continuación, Buenas tardes, señor Waldheim, que es un berrinche contra quien había sido secretario de las Naciones Unidas y por entonces presidía Austria. (En la volteada caen también el Papa Juan Pablo II y el militante por los derechos civiles Jesse Jackson. Como habrán advertido a esta altura, Lou Reed era un señor muy encabronado, y a fines de los '80 estaba más cabreado que nunca.) Y cierra este combo Navidad en febrero (Xmas in February), una pieza tranquila, casi meditativa, sobre la fula suerte de uno de los tantos que se metieron en el Ejército para salvarse de la malaria y, después de pelear en Vietnam, terminar mutilado, desocupado, abandonado por su familia y pidiendo guita en la calle. "Ese —reflexiona Reed— es el precio que pagás cuando te convertís en un invasor".

 

El Lou Reed adulto. Andá a discutirle algo.

 

Lo que me interesa acá es el acto final de New York, que Reed orquesta a través de dos canciones tan poderosas como distintas entre sí. La primera es Strawman, literalmente Hombre de paja, tan abrasiva en lo musical como en sus versos. De algún modo Strawman sintetiza la visión de Reed sobre el imperio del que forma parte y su destino más probable. En modo parangonable al de un profeta moderno —no olviden que la especialidad de los profetas bíblicos era poner a parir a quienes daban a Dios por sentado y prometerles el fuego del Apocalipsis, que consideraban inminente—, Reed fulmina la banalidad que impera sobre su país y augura un final que no tiene forma de ser feliz. Lo único que hizo que la canción envejeciese relativamente es la inflación, porque las cifras que tira allí quedaron muy atrás — hoy los automóviles y las películas salen mucho más caros y las estrellas de cine ganan infinitamente más. Pero, a excepción de ese detalle, lo que Reed denuncia no perdió validez, al contrario: es mucho pero mucho más grave hoy de lo que era entonces.

Nosotros que tenemos tanto y ustedes que tienen tan poco

Ustedes que no tienen nada de nada

Nosotros que tenemos tanto más de lo que cualquier hombre necesita

Y ustedes que no tienen nada de nada

¿Acaso alguien necesita otra película de un palo verde?

¿Acaso alguien necesita otra estrella de cine que gane un millón?

¿Acaso alguien necesita que se diga una y otra vez

Que cuando escupís al viento lo que te vuelve es el doble?

Hombre de paja, te estás yendo al demonio sin escalas

Hombre de paja, te estás yendo al infierno.

¿Acaso alguien necesita otro cohete que cueste miles de millones?

¿Acaso alguien necesita un auto de 60 lucas verdes?

.............................

¿Acaso alguien necesita a otro político

Al que pescaron con los pantalones caídos

Y guita que le sale por el agujero del culo?

¿Acaso alguien necesita a otro predicador racista?

Escupir al viento no hará otra cosa que dañarte a vos

Hombre de paja, te estás yendo al demonio sin escalas

Hombre de paja, te estás yendo al infierno.

¿Acaso alguien necesita a otro rockero farisaico

Cuya nariz, dice, lo llevó derechito hasta Dios?

..................................

Yo estoy seguro de que con pequeño milagro nos arreglaríamos

Una espada flameante o quizás un arca dorada, flotando por el Hudson

Cuando escupís al viento se vuelve contra vos

Hombre de paja, te estás yendo al demonio sin escalas

Hombre de paja, te estás yendo al infierno.

 

 

 

 

 

No bien empieza a sonar Dime Store Mystery entendés que es por completo otra cosa. Lo primero que te atrapa es el sonido de un instrumento de cuerdas de buen tamaño, tañido con arco. Desde mi ignorancia pensé siempre que era un cello, pero como los créditos no dicen nada al respecto, ahora creo que es Rob Wasserman, que en casi todo el disco toca con un bajo vertical y en este caso podría haber apelado a un arco como los que se usan para tañir violines y cellos. La combinación de ese sonido orgánico con las chispas que produce la guitarra eléctrica te mete de una en otro mundo: uno misterioso, hasta solemne.

La traducción literal de dime store sería tienda de baratijas, tal vez bazar. Hasta no hace mucho, aquí habríamos dicho también: un "todo por dos pesos". Esta nueva conjunción también es intrigante, la unión de algo tan prosaico como un bazar del Once con la idea del misterio. Pero la dedicatoria de la canción ("Para Andy — cariño") ayuda a comprender en quién pensaba Reed cuando la compuso: en su ex mentor y amigo Andy Warhol, muerto casi dos años atrás, en febrero del '87.

 

Lou & Andy.

 

Revivir la contemplación del cuerpo moribundo lo lleva, en primer término, a identificar a Andy con Cristo (qué cuadro se perdió, Warhol: él mismo crucificado, ¿cómo no se le ocurrió?), y después, ante el fenómeno de la muerte, a cavilar sobre el sentido de la vida en general, y de su propia vida en particular. Lo cual lo despega por completo del mood con que había procedido hasta este momento en el disco.

Hasta acá Reed había funcionado como un cronista honesto pero desencantado. Alguien brutalmente crítico del estado de su país y de su patria chica manhattanesca; convencido de que las cosas no cambiarán de verdad hasta que no ocurra algo cataclísmico, porque entre la gente reducida a la indigencia económica y mental y la defectuosa conducción de los líderes de la sociedad, sinceramente no quedaría otra. (Un estado de ánimo en el que muchos argentos de hoy podríamos reconocernos, ¿o no?) Pero en Dime Store Mystery Reed se desliga del yugo de lo real, de la forma en que la materia nos condiciona —al dotarnos de un cuerpo perecedero, al forzarnos a vivir acá, en esta sociedad, bajo estas reglas, y someternos a un juego que está arreglado para que gane siempre la casa—, y se cuestiona si existe posibilidad de alcanzar la plenitud, y hasta la felicidad, mientras sigamos metidos en este tinglado.

Esto es lo que dice en la canción:

Él yacía golpeado, maltratado, ensartado y sangrante

Un lisiado hablando desde la Cruz

¿Tambaleaba su mente, se agitaba, alucinaba, se fugaba?

Vaya pérdida

Las cosas que no había tocado ni besado,

Ahora que se lo despojaba lentamente de sus sentidos

No era como Buda ni como Vishnú, la vida no volvería a resurgir en él

Encuentro fácil creer que debe haber cuestionado sus creencias

El comienzo de la Última Tentación, el Misterio del Bazar.

 

La dualidad de la naturaleza, el alma está dividida

Entre la naturaleza divina y la naturaleza humana

Por completo humana, por completo divina y dividida,

El gran alma inmortal

Partida en pedazos, pedazos que giran, los opuestos se atraen

Desde el frente, el costado y desde atrás, la mente misma ataca

Conozco esta sensación, la conozco desde hace mucho

Desde Descartes hasta Hegel, ninguna creencia es sólida

La Última Tentación, el Misterio del Bazar.

 

Yo estaba sentado, tamborileando, pensando, considerando

Los Misterios de la Vida

Afuera, la ciudad gritaba, aullaba, murmuraba

Los Misterios de la Vida

Mañana habrá un funeral en St. Patrick's, las campanas sonarán por vos

¿Qué habrás pensado cuando entendiste que había llegado tu hora?

Desearía no haber malgastado tanto mi tiempo

En lo Humano y tan poco en lo Divino

El final de la Última Tentación, el final del Misterio del Bazar.

 

A los casi 47 años, Lewis Allan Reed era un hombre que había apostado a ser libre y que en términos generales lo había logrado, a un precio no menor. En su madurez, la impiedad del mundo que lo rodeaba —y la injusticia de la vida en general, que no perdonaba ni a esas flores extrañas que tanto había apreciado y a las que el sida podaba del modo más cruel—, lo indignó hasta la rabia, y con toda razón. (Si desde la perspectiva histórica la furia de Reed en el '89 resulta comprensible, ¿cuánto más iracundos deberíamos estar nosotros, en el presente del genocidio de Gaza y de los enfermos oncológicos y las universidades públicas que nuestro gobierno deja morir?) Pero mientras atravesaba ese estado de ánimo, un golpe que sintió muy próximo —la muerte de esa otra flor rara que fue Warhol— lo llevó a reconectarse con su propia existencia desde otro lugar. La realidad objetiva es difícil de cambiar, eso está claro, la materia ofrece resistencia. Pero ante un mundo invariable, o testarudo, ¿podemos al menos cambiar nosotros? ¿Relacionarnos con él de otra manera? Porque si esperamos a que el mundo sea justo para ser felices, se nos va a complicar.

Como suele pasarle a los artistas, cuyos procesos mentales nunca concluyen limpiamente porque siguen evolucionando, Reed terminó de comprenderlo después de terminar New York. Consiguió plantearlo con claridad en el comienzo de su disco siguiente, Magic and Loss, en una canción llamada Qué es Bueno (La Tesis). La canción concluye diciendo:

 

¿Qué es bueno? La vida es buena.

Pero no es justa, en absoluto.

 

He ahí la tesis que Reed se formula y nos presenta. Nuestra realidad es dicotómica. Por un lado está el mundo, que es esencialmente injusto. Si nos enganchamos tan sólo con esa mitad de lo que constituye la existencia la vamos a pasar mal, como el matrimonio de la canción Ciclo interminable, que aunque no lo confiese o ni siquiera sea consciente de ello, encuentra placer en el sufrimiento, en la frustración.

Lo más lógico sería engancharnos con la vida, cuya esencia es buena y permite el disfrute, el amor, la comunión con otros, la experiencia de la generosidad y la virtud. Pero claro, la realidad se empeña en distraerte de ese estado de ánimo, a veces molestándote como un pendejo pesado, a veces pegándote con una maza en la cabeza. El desafío que se nos presenta está en el equilibrio a buscar: un lugar del alma, o una actitud, que permita valorar la vida a pesar de los sinsabores y mientras tanto nos mueva a modificar ese mundo impiadoso para mejor, aunque más no sea en nuestra modesta medida y alcance. Y ese balance está planteado en la canción que cierra el disco y se llama también Magia y Pérdida (El Corolario). Dice Reed:

 

Hay un poco de magia en todo

Y algo de pérdida, para equilibrar las cosas.

 

New York es la obra mediante la cual Lou Reed, a partir de las pérdidas que lo acongojaban y del mundo que le daba rabia, terminó encontrando la dosis de magia que necesitaba para salir a flote y permitirse la felicidad. Yo no tengo duda de que entre las glorias que supone esta existencia figuran las obras de arte, porque nos ayudan a experimentar las transformaciones que los artistas vivieron antes que nosotros. La belleza de sus obras es un hilo que ayuda a remontar el laberinto de la vida sin perderse. En mi vida, al menos, ese es el rol que ha jugado —como tantas otras muestras del arte— un disco como New York, del gran Lou Reed.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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