Mafia global
El doble poder permanente: en el Estado contra el Estado
Una hipotética lengua universal haría lugar tal vez a la palabra alrededor de la que se organiza este libro: mafia. En pleno siglo XXI, aún asociada a manifestaciones culturales (en sentido amplio) del Mezzogiorno italiano, define también fenómenos que se verifican en contextos sociales lejanos y distintos entre sí –China, Japón, Rusia, amplias regiones de África, la propia Argentina– y traspasa los límites de por sí demasiado amplios de la criminalidad.
Es necesario enfatizarlo –en especial en la Argentina–: mafia implica menos una cuestión étnica que un método. Este descansa en la fuerza de la intimidación en función de un vínculo asociativo. De ella derivan el sojuzgamiento y la omertà (ley de silencio). Los actos de violencia continuos y cotidianos son sintomáticos del uso de este método. Otras dimensiones que lo definen son los actos colusorios y corruptivos. La corrupción, se sabe, transgrede las reglas de la transparencia. En tanto práctica de la máquina política viola los códigos morales. Se activa, en general, cuando las normas se perciben inadecuadas y los comportamientos legítimos, ineficaces. La colusión es el entendimiento secreto entre dos o más sujetos para conseguir una finalidad ilícita o acordar una línea de acción común en contra de terceros. Esto en la Argentina ha tenido una declinación espesa que concierne a una larga serie de referentes populares acosados y perseguidos. El núcleo de esa serie espesa lo ocupa sin duda Cristina Fernández de Kirchner.
La mafia es un sistema de poder que se desarrolla en la línea –sutil y a menudo imperceptible– de intersección entre lícito e ilícito. Esa línea describe un territorio liminal entre lo legal y lo ilegal (lo criminal). Ese sistema anuda elementos propios de la acción política y social, y de la acción económica. El hecho mafioso es complejo, en tanto combina dimensiones psicológicas y sociales con intereses empresariales y políticos, los negocios ilegales (fuera de la ley) con aquellos legales y pactos con la élite política, esfera que los hombres de mafia habitan. El despliegue de ese sistema de poder debe su éxito a la capacidad de conjugar lo local y lo global de modo mucho más sofisticado que el Estado-nación (compleja entidad que el poder mafioso excede y erosiona). Con inspiración singular, las mafias concilian el dominio totalitario de un territorio (o mercado) con la generación de liquidez, sostén necesario de un capitalismo cada vez más financiero, especulativo, digital y de aplicación. Puesto que todo se ha convertido en fuente potencial de capitalización, las mafias se han hecho mundo, un hecho alucinatorio de dimensiones planetarias, productor a escala mundial de sujetos a la vez calculadores, “ficcionales”, delirantes y con un doble poder permanente: en el Estado contra el Estado, que quiere decir, contra las clases trabajadoras que lo sostienen. Las actitudes y los enunciados de ese poder trazan programáticas anti-emancipatorias sistemáticas sin vacilaciones. El poder mafioso despliega un fondo oscuro y sombrío, una inmensa reserva de noche, un odio a la razón popular, un imperio del prejuicio, de la credulidad y la tontería sobre los modos de vida en común y las formas democráticas. La violencia resultante que promueve es por eso explosiva y visceral.
El capital es insaciable. Necesita más de lo que está en la naturaleza. En la racionalidad propia del capitalismo todo lo que está sujeto a limitaciones naturales es intrínsecamente escaso, aunque se nos haga creer que los recursos naturales (que bien haríamos en pensar como bienes naturales comunes) son infinitos. Por eso mismo, el capitalismo necesita organismos que garanticen su expansión: el imperialismo, el colonialismo, las mafias también, y ahora, entre nosotrxs, el fascismo celular (de aplicación). Las organizaciones mafiosas son catalizadores del capitalismo. Todo lo que está sujeto a limitaciones naturales, quiero decir, que es escaso desde el punto de vista del sistema capitalista, y todo lo que se presenta como medio de producción para una producción ulterior, debe ser sometido a un control monopolístico. De ahí que el capitalismo necesite las mafias, tanto en la economía como en la política, para desplegar dispositivos tendencialmente monopólicos. La máquina –sea el antiguo telar o la moderna inteligencia artificial– imita el trabajo humano, pero no es humana y, librada a su propia fuerza, no produce plusvalía. Precisa de un ser humano que la opere. Los seres humanos somos insustituibles porque estamos vivos. El capital en cambio es una masa amorfa: está muerto. Parece vivo porque chupa sangre. Es (como) Drácula y las mafias son sus dientes. Esto quiere decir que sin seres humanos el capital no (se) produce. Y en un momento de crisis cognitiva global, despliega su mayor brutalidad, que aquí se metaforiza con la motosierra del fascismo celular. De modo complementario, para sostener la desigualdad y la división asimétrica de la explotación laboral en el plano nacional e internacional (ambos planos están empalmados), el capitalismo necesita una maquinaria represiva en expansión constante –el sistema de poder mafioso– junto con una concentración de medios de destrucción y coerción. Esa concentración pavorosa se especifica a menudo a través de la mediaticidad monopólica adosada a las redes sociales, adosadas a un segmento conspicuo del Poder Judicial (y policial), entramado que se constituye en un aparato de poder-fabricar-la-verdad. Este tejido espeso constituye una potente tecnología de gobierno.
Este es un libro de tres –expandidos a través de El Cohete a la Luna–, que como los dos anteriores indaga las redes subterráneas de la misma categoría. Cuando la ubicamos en la lengua pública nacional se abrieron varias derivaciones, inferencias y deducciones. Con su uso se inauguró un campo de significaciones latentes en la vida política y de una aparente calma –si es que tal cosa existe en la Argentina– empezamos a asomarnos al campo de una disciplina que aún debe ser despejado en la cientificidad nacional. La palabra mafia es hija de una intuición brotada de la resistencia a la experimentación cambiemita sobre las existencias nacionales que el campo popular desplegó en el cuatrienio negro (2015-2019) y de una teoría un tanto sumaria que aún debe ser sofisticada. La palabra permite aglutinar signos de acciones y signos cognitivos en apariencia desperdigados –lo anti-predictivo, digamos– que se verifican en un terreno de la política, de la Justicia, de la mediaticidad monopólica y de una franja de la vida social; y aunque mucho queda afuera de ella y aunque otrxs la maldigan, la deshistoricen o la usen como una flecha envenenada lanzada contra los cuadros populares (es el caso de la candidata a Presidenta por Juntos por el Cambio), permite entender (en parte, por cierto) cómo funciona un doble poder, cuyas investiduras oscuras circulan en la Argentina desde hace tiempo. Permite recoger un conjunto de fenómenos percibidos como heterogéneos y abandonados sin precepto en una planicie, nombrarlos, subsumirlos en una palabra que los agrupa y de alguna manera los organiza, volviéndolos inteligibles como suma de particularidades que se verifican en distintas esferas. De esto desciende que el doble poder mafioso en la Argentina integra un sistema de escala global.
La organización del trabajo. El primer capítulo es de índole teórica y se dispone alrededor de una idea: cuando un agente poderoso (individuo o grupo) lleva a cabo un delito, en verdad despliega poder. Se analiza luego una estructura criminal clásica asociada con la ciudad de Rosario: Los Monos. El segundo capítulo la historiza, la reinterpreta en clave mafiosa y muestra cómo a través de un operador cambiemita –Marcelo D’Alessio, al servicio de la ex ministra de Seguridad, Patricia Bullrich– se entrama con Calabria. El tercero lee un momento de preparación y desarrollo de un movimiento fascista (cuya figura de síntesis es Javier Milei), que anuda una alianza tácita con fuerzas mafiosas, cuyas lógicas se explicitaron en la teoría del Estado del gobierno de la Alianza Cambiemos. El cuarto propone un ensayo sobre la psicología de los mafiosos (asunto de lo más interesante y terreno fértil para las vertientes del psicoanálisis nacional). Se configura en torno a una vieja idea martiana: para conocer a un pueblo es necesario estudiar también a sus bandidos. El quinto descifra la historia secreta de La Doce, aparente barra brava anexada con Boca Jr. En realidad, “società minore” de una estructura de poder espesa con distintas terminales nerviosas. Dos de ellas: la mesa judicial (plataforma para desplegar acciones persecutorias) y los aparatos de inteligencia cambiemitas. Este armazón descubre otro apellido, encabalgado también entre Calabria y la Argentina, el de una famiglia servicial: De Stefano. El penúltimo capítulo despliega los nombres de las estructuras más emblemáticas de la Organizatsya: la mafia rusa. Focaliza la experiencia de los gulags siberianos durante la etapa soviética y una hermandad memorable: los Vory v zakone. ¿La razón? Unas operatorias opacas de la Embajada rusa en la Argentina, con una terminación nerviosa en la ex ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. En conclusión, el último capítulo, de corte teórico como el primero, desarrolla la categoría del Estado ilegal o la colonización mafiosa del Estado, situación que se verifica cuando un poder mafioso interviene en la ejecución de las funciones propias de la estatalidad. Allí se nos introduce en los meandros de la deuda criminal solicitada ante el FMI, que una pintada en las calles de Buenos Aires explicó de modo elocuente: FueMacrI.
La mafia –solía recordar el juez anti-mafia italiano Giovanni Falcone– “es un asunto humano como cualquier otro”, por ende no es absoluta y puede ser contenida “contraponiendo organización a organización”. Claro: si todo esto no es pensando por las fuerzas del campo nacional y popular, será el campo antagonista el que intervendrá sobre los asuntos que examina este libro con consecuencias catastróficas para la vida en común y el Estado de derecho.
* El artículo sintetiza las conclusiones del último libro de Rocco Carbone.
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