Maestra y Soberana
La historia de una prócer discreta de la ciencia latinoamericana que salvó millones de vidas
En 1976, Cuba fue azotada por una epidemia de meningitis. Esta enfermedad letal afectó mayormente a bebés, niños y jóvenes y, durante la década siguiente, hizo estragos en las infancias de la isla.
La infección provocada por la bacteria Neisseria meningitidis (meningococo) es muy grave y puede presentarse como meningitis, bacteriemia, sepsis y meningococemia, con alto riesgo de secuelas irreversibles, principalmente neurológicas. Entre el 10% y el 20% de los casos presentan pérdida de la audición, convulsiones, hidrocefalia, retraso madurativo neurológico, amputación de miembros, escaras que requieren injertos, y en algunos casos la muerte.
Concepción Campa Huergo, “Conchita”, licenciada en Ciencias Farmacéuticas, trabajaba por aquellos años en su laboratorio en La Habana. Había nacido en Sagua, Villa Clara, donde vio de cerca las secuelas que la enfermedad dejaba en otros niños de su edad. Cuando llegó la hora de ir a la Universidad, la futura directora del Instituto Finlay de Vacunas había considerado y rápidamente descartado la Medicina: no se sentía con el coraje —dice ahora— de acompañar tan de cerca el dolor humano.
La historia le reservaba otro rol: “Cuando aquello, en Cuba casi todos los días moría un niño por esta enfermedad y me obsesionaba la idea de salvar vidas”, cuenta.
Una revolución dentro de otra Revolución
En 1981, el gobierno revolucionario creó el Centro Investigaciones Biológicas. Aunque su objetivo inicial era estudiar los usos terapéuticos del interferón en oncología, el estallido de una epidemia de dengue en la isla el mismo año determinó que la proteína se produzca para el tratamiento de esa enfermedad, con resultados exitosos.
Esa primera victoria marcó el inicio de un desarrollo científico sostenido. Una apuesta que, en aquel momento, era muy osada: la industria biotecnológica era todavía una promesa, no solo en Cuba sino en el mundo.
En poco más de una década se construyeron tres instituciones que, en la actualidad, tienen una importancia fundamental, ya que son las principales productoras de vacunas cubanas: el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), el Instituto Finlay de Vacunas (IFV) y el Centro de Inmunología Molecular (CIM).
En 1984, Conchita y su equipo comenzaron las investigaciones para desarrollar una vacuna contra la enfermedad meningocócica del serogrupo B, el más elusivo hasta el momento, que requería un enfoque diferente al de las vacunas contra otros serogrupos.
Rápidamente, lo que pasaba en el Finlay llegó a oídos de Fidel Castro, que comenzó a visitar todas las noches a los científicos y cuando llegó el momento, a los trabajadores que produjeron cada dosis.
“A partir de ese momento, tuvo un intenso trabajo con nosotros. Lo que más le interesaba, era que cualquier cosa que investigaramos redundara en el beneficio de las grandes masas”, recuerda la científica en una entrevista que le hicieron a poco de la muerte del líder.
Para 1987, la vacuna estaba lista para ser testeada, y resultó un éxito rotundo. Se llamó VAC-MENGOC-BC. En 1988, la población cubana comenzó a ser inmunizada con el antígeno concebido por Campa. En el primer año, los casos bajaron en un 50%. Hoy, gracias a esa vacuna, que está incluida en el Programa Nacional de Inmunización, la incidencia de la enfermedad meningocócica disminuyó por debajo de 0,1 cada 100.000 habitantes, tasa que se mantiene en Cuba desde hace varios años, a pesar de la circulación del microorganismo.
Volcada al trabajo de forma obsesiva, primero investigando y luego difundiendo en el mundo los resultados de su desarrollo, la vida personal de Concepción cambió radicalmente. Su esposo —otro notable científico cubano— cuidaba de los dos hijos de la pareja, que no entendían muy bien por qué su madre estaba tan ausente.
“Yo apenas venía a la casa a bañarme y a dormir un ratico. ¡Y fueron nuestros hijos los primeros vacunados!”, rememora la científica.
Hace unos años, cuenta Campa, su hija la llamó por teléfono y le dijo: “Te perdono”. Acababa de visitar una familia cuyo hijo adulto sufría aún las secuelas de una meningitis de la infancia. Y de entender la magnitud monumental del trabajo que le robó horas con su mamá.
VA-MENGOC-BC es la vacuna contra la enfermedad meningocócica del serogrupo B que se aplicó en el mayor número de personas susceptibles en el mundo. En América Latina se administraron más de 60 millones de dosis.
En varios países donde se ha usado VA-MENGOC-BC, circulan cepas diferentes a la vacunal y, sin embargo, contra todas ellas se demostró un elevado porcentaje de efectividad (55%-98% en menores de 4 años y 73%-100% en mayores de 4 años).
Campa: “Sobran capacidades en Cuba para solucionar cualquier epidemia”
Detrás de las vidas salvadas, además de la ciencia estuvo el planeamiento político. En sus oficinas de gobierno, Fidel tenía un mapa en el que rastreaba personalmente la evolución de las epidemias de meningitis en el mundo. Apenas notaba un brote, llamaba a Campa para indicarle que destinase dosis y recursos humanos a colaborar. Así pasó con los casos de Brasil, Argentina y Colombia, a principios de la década de 1990.
En la Argentina, un seguimiento realizado en el Hospital Garrahan durante el período 1989-1994, demostró que a partir de 1991 (cuando ingresó la vacuna al país) existió un descenso constante de casos.
La vacunación con VA-MENGOC-BC en una escuela rosarina, en 1994.
Tras varios años de comprobada eficacia, la vacuna cubana contra la meningitis B seguía siendo ignorada por países industrializados, mucha de cuya literatura médica declaraba inexistente la inmunización contra ese serotipo.
Cuando Cuba negoció la patente para que el laboratorio GlaxoSmithKline distribuya el antígeno a nivel internacional, Estados Unidos puso una condición en sintonía con el Bloqueo: que no se le pague a Cuba con dinero, solo con alimentos. Concepción y Fidel no dudaron: “Los niños que se van a salvar por esta vacuna, o los que podrían morir por no tenerla, no tienen la culpa, claro que sí”, fue la inmediata respuesta, aceptando en este caso los injustos términos impuestos por el imperialismo.
La alianza con el laboratorio multinacional permitió que millones de personas puedan acceder a la vacuna, incluso en países —como fue el caso de algunos europeos— que al principio se negaban al “veneno cubano”.
Otros insistían en la necedad. En Estados Unidos hubo que esperar a octubre de 2014, cuando la FDA aprobó Trumenba, una vacuna contra el serogrupo B producida por Pfizer. Uno de los más acérrimos en su negativa fue el Reino Unido, que recién en enero de 2013 aprobó su propia vacuna para la enfermedad. Es la que actualmente incluye el calendario obligatorio argentino desde 2017, el último que armó Carla Vizzotti antes de que el macrismo la desvinculara de la Dirección de Enfermedades Inmunoprevenibles.
Conchita aún vive en La Habana y se dedica a la investigación bioquímica especializada en los llamados “remedios naturales” que complementan la prevención y la atención primaria de la salud. Tiene una plétora de condecoraciones y títulos honorarios de la Revolución, a la que también sirvió como diputada. Fue compañera de ideas y asesora de uno de los mayores intereses a los que Fidel se abocó en sus últimos años: el cultivo de “superalimentos”, como la moringa y la morea, plantas que permiten nutrir mejor a las personas y también a la ganadería de la isla.
Las anécdotas de la científica y el Comandante
Todavía extraña las llamadas de los viernes a la noche con Castro. Y sonríe ante el cariño de sus herederos del Finlay, como el equipo detrás de la vacuna Soberana que utiliza a la VA-MENGOC-BC como plataforma de base. El primer gesto de los científicos y científicas tras descubrir una de las vacunas con la que Cuba pelea contra el coronavirus, fue agradecerle a ella, por abrir caminos.
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