LUMPEN FICTION

A 30 años de su estreno en Cannes, "Pulp Fiction (Tiempos violentos)" inquieta todavía

 

Treinta años atrás —el 21 de mayo del '94, para ser exacto—, una película se exhibió por primera vez en el marco del festival de Cannes. Se llamaba Pulp Fiction y era la segunda experiencia como director de un joven de nombre exótico: Quentin Tarantino. (Parece sacado de una de sus obras, el apelativo. El nombre es de origen francés, como en San Quentin de Amiens. Significa quinto, y los normandos no tardaron en exportarlo a Inglaterra. Por la otra parte, el apellido es ostensiblemente italiano, está a apenas un grado de separación de la tarantela. Este muchacho ya era un pastiche desde que salió de fábrica.)

Tarantino había estado en Cannes dos años antes, presentando su debut, Reservoir Dogs (1992), aunque la película no formaba parte de la competición oficial. Ese año yo cubrí el festival para el diario Clarín. Fui a la exhibición del film porque lo protagonizaban actores que me gustaban —Harvey Keitel, Tim Roth—, a pesar de que no tenía tiempo para verla completa. Debía estar en otra sala una hora después, para ver uno de los films que sí competían para la Palma de Oro. Nunca llegué a esa función. Reservoir Dogs me fascinó tanto que me quedé hasta el final. Al día siguiente, la presencia de Tarantino me convocó a una mesa redonda que compartiría con pesos pesados. (Entre ellos Robert Altman, veterano de Hollywood que pasaba por un gran momento.) Yo necesitaba saber quién era ese pendejo, que además actuaba en la película interpretando a Mr. Brown. Cuando arrancó la discusión, Tarantino copó la parada. Habló hasta por los codos, demostró un conocimiento enciclopédico de la historia del cine, hizo gala de sentido del humor y le puso picante a lo que de otro modo hubiese sido un mero trámite. Debo haber escrito entonces el primer artículo que habló de Tarantino en la prensa argentina.

 

Quentin Tarantino: la cámara como arma.

 

Con Pulp Fiction, Tarantino subió la apuesta e hizo saltar la banca. El film asaltó Cannes con el desparpajo con que Pumpkin (Tim Roth) y Honey Bunny (Amanda Plummer) atracan el restaurante al comienzo, y se llevó la Palma de Oro. Esto supuso apenas el comienzo de su trayectoria. Porque existen películas que reciben todos los elogios, existen otras que arrasan en la taquilla, pero hay muy pocas como Pulp Fiction, que se llevó los aplausos, fue un éxito comercial y además se volvió insoslayable, parte del paisaje mental del mundo.

La hubieses visto o no, sabías de Pulp Fiction porque te asaltaba por un lado u otro: ya fuese por su banda sonora, cuyas canciones sonaban en todas partes; o por las escenas que empezaron a ser emuladas, parodiadas y discutidas por doquier (desde el concurso de twist con Uma Thurman y John Travolta a la inyección de adrenalina); o por las frases de sus personajes que se convirtieron en muletillas. Piensen en la conversación donde Vincent Vega (Travolta) le cuenta a Jules (Samuel L. Jackson) que en Francia al Cuarto de Libra de McDonald's se le dice Royale with cheese; o en Marsellus Wallace (Ving Rhames) diciéndole a su violador: "Lo que le voy a hacer a tu culo es algo medieval (I'mma get medieval on your ass); o en el recitado de Jules donde replica al profeta Ezequiel (25:17) y su descripción del Sendero que debe atravesar el Hombre Justo, "plagado por doquier por las injusticias de los egoístas y la tiranía de los malvados".

 

 

 

Y eso que todavía no existían las redes. Pero su influencia no ha mermado desde el advenimiento del universo virtual, al contrario. ¿Existe un meme más prototípico que el que muestra a un Travolta desconcertado, tomado de la escena de su llegada a la casa de Mia Wallace?

 

 

Pocas películas tienen un título más apropiado que Pulp Fiction. Remite al tipo de literatura popular, en este caso de corte policial, que Tarantino pretendía emular en formato cinematográfico. (En el comienzo su intención fue llamarla Black Mask, como la revista fundada en 1920 donde publicaron relatos Hammett, Chandler y Erle Stanley Gardner.) El film se abre con dos acepciones del término pulp según el diccionario. La primera define pulpa como "una masa de materia suave, húmeda y sin forma". La segunda dice: "Revista o libro de contenido escabroso, por lo general impreso en papel rugoso, sin terminar". Esta definición establece el género del relato, pero la primera avanza su procedimiento narrativo. Ficción policial, sí, pero narrada del menos convencional de los modos — mediante una forma casi líquida, que se deshace entre los dedos.

 

 

Imagino que ustedes la vieron ya, quizás más de una vez, y por eso tienen claro que cuenta varias historias que se entrecruzan y que altera los puntos de vista y la cronología del relato. Tarantino ya había empezado a jugar de ese modo en Reservoir Dogs, donde clavó la pica de rasgos esenciales de su estilo, como los diálogos floridos, procaces y de banalidad aparente y la violencia extrema, pero a la vez propia de dibujo animado. Sus películas están llenas de sangre y salvajadas, pero sus consecuencias no suelen ser estremecedoras como —por ejemplo— lo son los asesinatos de Funny Games de Michael Haneke y la escena de la violación en Irreversible de Gaspar Noé. En Tarantino, la violencia es expresa pero casi siempre apunta para el lado de la comedia. La crítica lleva décadas llenando artículos y libros que desbrozan sus citas y homenajes a otros films, pero a mi juicio la influencia de la TV sobre su obra es tanto o más crucial. Y ni me hagan hablar de los dibujitos clásicos de la Warner. Los films de don Quentin están llenos de personajes que son ecos de Bugs Bunny (siempre ocurrente, de expresión elaborada, versado en la cultura popular) y de Elmer Fudd (torpe y balbuceante, pero dado a las explosiones de ira). En el cine de Tarantino, la violencia y los crímenes son marca ACME.

Pero la cinefilia y la telefilia presentes en cada cuadro de los films de don Quentin no resulta de una tarea intelectual de corte académico. No lo veo entretejiendo citas a lo Borges, armando un encofrado de saberes con el propósito de armar el mejor de los sostenes para la obra propia. Al contrario. Lo que inspiran a simple vista las películas de Tarantino —y a este respecto, ninguna más elocuente que Pulp Fiction— es el entusiasmo desbordante del nerd a quien se le acaba de ocurrir una historia que le permite incluir todas las pelotudeces que lo deslumbran.

Antes que pulp, la de Tarantino es siempre fan fiction.

 

 

 

 

 

El Pierre Menard del cine

Una forma simple de explicar el encanto de su cine sería la siguiente: Tarantino toma elementos de la narrativa popular de su país, los Estados Unidos —y dentro de esas formas incluyo a la música, por supuesto—, las vierte en una olla, mezcla y pone al fuego, pero el cocido final lo cuela a través de un elegante cedazo europeo, y si es posible, francés. Trabaja sobre la cultura estadounidense con el mismo distanciamiento con el que la trabajaba Godard. Ambos juegan con las piezas del rompecabezas del cine (norte)americano, probando a armarlo de un modo alternativo. Pero ojo —ya debe haber alguno tratando de saltarme al cuello, convencido de que equiparo a Quentin con don Jean-Luc—, que aunque el procedimiento tenga elementos en común, las intenciones de estos dos artistas no pueden ser más distintas. Entre otras aspiraciones, Godard buscaba producir un efecto político, generar un comentario crítico respecto de la narrativa del imperio y, de ser posible, también una alternativa. Tarantino no parece querer otra cosa que convertirse en un Pierre Menard del cine: aquel que escribió sus páginas más gloriosas, aun cuando todos sepamos que en realidad los autores originales fueron otros.

Es casi inevitable ir de Tarantino a Godard, porque el mismo Tarantino señaló a menudo en esa dirección. La productora que fundó en el '91 se llama A Band Apart, una cita casi textual a Bande à part (1964), una peli de Godard basada en una novela policial —ficción pulp, también— de Dolores Hitchens. Pero también le atribuyó a Godard su aproximación a las escenas musicales. "Mis secuencias musicales favoritas son las de las películas de Godard, porque parecen salir de la nada", dijo al comentar la edición digital de Pulp Fiction. "Son infecciosas, amigables. Y el hecho de que no se trate de una película musical, pero que detenga el relato para insertar una escena de esa naturaleza, lo vuelve todavía más dulce".

 

 

 

Hay quienes usan la analogía con Godard para darle a Tarantino con un hacha. Jonathan Rosembaum admite que se parecen en su tendencia a meter todo lo que les gusta en la pantalla. "Pero la diferencia entre lo que le gusta a uno y al otro es astronómica", agrega. "Es como comparar una combinación de museo, biblioteca, archivo cinematográfico, disquería y gran tienda, con una rockola, un videoclub y un ejemplar de la TV Guía".

Qué maldad, la de Rosembaum. Medir así a Tarantino es injusto, porque Tarantino no pretendió emular al profeta rabioso de la Nouvelle Vague. Pero además la chicana deja vacante la respuesta que demanda el arte de don Quentin per se. Si tan sólo se trata de un experto en el arte del collage, que vive reciclando y regurgitando momentos tomados de otros relatos, ¿por qué sus películas —y Pulp Fiction en particular— son tan atrapantes, tan poderosas, tan gratificantes para el público masivo, aun cuando se apartan de la fórmula que genera la mayoría de las películas del cine pochoclo? ¿Qué fue Pulp Fiction en el '94 sino, a la manera de lo que hace Vincent Vega para sacar a Mia de su sobredosis, un shot de adrenalina en el corazón del cine de su tiempo?

 

 

Hay una energía contagiosa en Pulp Fiction, francamente viral. Tal vez Tarantino sintió que había llegado al Cielo a los 30 años —al Cielo del Cine, al menos—, que finalmente podía hacer lo que siempre había soñado, sin limitaciones, y eso determinó su exultancia. En algún sentido fue objetivamente así. Pasó de Reservoir Dogs, que costó un palo y monedas, a Pulp Fiction que costó 8,5 y le permitió comprar los derechos de la música que quería, invertir 150.000 dólares en la construcción del restaurant temático Jack Rabbit Slim's, contratar a una de las estrellas del momento —Bruce Willis— y jugarse a resucitar la carrera de una estrella del pasado reciente como John Travolta. Es casi perceptible el deleite con que realizó cada escena y supervisó cada detalle del arte y de la puesta.

Allí están los íconos del cine que eligió para ser imitados por el personal del restaurant, los dibujitos animados de su infancia —Clutch Cargo—, el libro que lee Vincent Vega —los cómics del personaje Modesty Blaise, que empezaron a publicarse justo cuando Tarantino nació—, el corte de pelo del personaje Mia Wallace con flequillo a lo Betty Page, la katana que aparece milagrosamente y convierte un tramo del film en uno de samurais, y un millón de otros guiños que señalan en la dirección de sus predilecciones. A lo que habría que agregar el desarrollo de su propia mitología, usando elementos que o ya habían aparecido en Reservoir Dogs —productos inventados como la hamburguesería Big Kahuna, el hecho de convertir al personaje de Travolta, Vincent Vega, en hermano de Vic Vega (Michael Madsen), que desempeñaba un rol clave en la película anterior— o que aparecieron por primera vez en Pulp Fiction, como la marca de cigarrillos Red Apple, que tampoco existe en la vida real. La última vez que vimos avisos de Big Kahuna y de Red Apple fue en Érase una vez en Hollywood (2019), la más reciente de sus películas.

 

 

 

La vocación lúdica de Tarantino en Pulp Fiction no sólo es manifiesta: además funciona de puta madre porque incorpora al espectador, lo hace participar, llevándoselo consigo en su viaje de gloriosa nerditud. Utiliza elementos del pasado del cine, arquetipos que sería capaz de identificar hasta el más distraído de los espectadores —el gangster, los matones, la mujer fatal, el boxeador caído en desgracia—, para, primero, traerlos a tiempos contemporáneos y, segundo, hacer algo novedoso con ellos. Apela a la familiaridad que generan esos clichés del relato negro, y de ese modo te involucra, te hace sentir en terreno conocido, para después empujar a los mismos clichés a situaciones imposibles y, de ese modo, pegar el tirón a la alfombra sobre la que el espectador está parado.

La película es una montaña rusa de sensaciones: se la pasa mostrándote imágenes portentosas, te hace reír, te revuelve el estómago, te calienta, te descoloca, te da ganas de pararte en la sala y empezar a bailar. Se podría decir que le saca el máximo jugo a las posibilidades expresivas del cine. ¿No es eso lo que promete Hollywood desde su era dorada: entretenimiento a full, música gloriosa, acción, color, suspenso, romance, frases y chistes memorables, para que todos los espectadores salgan de la sala con la misma sonrisa impresa en el rostro?

Pero también hay que decir que Pulp Fiction establece el modelo Tarantino, y al hacerlo determina los límites de su propio universo. Es verdad que los elementos meta, del cine dentro del cine, ya estaban en Reservoir Dogs. Allí un hampón como Mr. White ya no es tan sólo un hampón a secas: es un profesional, sí, pero que admira a un actor como Lee Marvin, a quien le ha copiado sus manierismos. La vida entera ya no es lo que era, sino una masa suave y amorfa moldeada por el cine. Por aquel entonces, todavía se podía argumentar que Reservoir Dogs transcurría, o al menos podía transcurrir, en el mundo real. A partir de Pulp Fiction, ya no. De allí en adelante los films de don Quentin se desarrollan en un mundo imaginario que podríamos llamar Movieland, la Tierra de las Películas, o directamente Tarantinoland, donde no sólo existen productos imaginarios como Big Kahuna y Red Apple sino que además ocurren cosas que no figuran en los libros de historia, como que Hitler haya sido víctima fatal de un atentado o que Sharon Tate se haya salvado de la Familia Manson.

 

De pie, Mr. White (Harvey Keitel), el Lee Marvin de "Reservoir Dogs".

 

El cine es a Tarantino lo que la literatura es a Borges. O, para ser todavía más preciso: las películas son a Tarantino lo que la biblioteca a Borges, el arenero donde quedarse a vivir para jugar interminablemente. Allí uno puede hacer cualquiera —saltar sin lastimarse, levantar castillitos, enchastrarse y comer tierra—, sin temor a correr los peligros que son comunes más allá de los límites de ese rectángulo. Son a la vez su materia creativa y su zona de confort. Los provée de las herramientas que necesitan para crear fantasías intelectuales y sensibles, y a la vez los protege de los riesgos que correrían si dijesen algo que tuviese que ver con la vida real, si se atreviesen a formular las preguntas acuciantes que nos formulamos todos, si expusiesen que también ellos tienen miedo de morir, de no conocer el amor, de ser incomprendidos, de no tener cómo parar la olla.

Parafraseando la canción de Lennon que ya mencioné semanas atrás: la vida es eso que te pasa mientras estás distraído viendo una de Tarantino o leyendo cuentos de Borges.

 

 

 

Zed's dead, baby

En las películas de Tarantino no suele haber intelectuales, ni genios, ni aristócratas ni millonarios. Sus personajes son gente más o menos común, con la que podés cruzarte en la calle. Tipos y tipas que Tarantino mismo puede haber conocido o frecuentado cuando no era nadie, o era apenas el empleado charlatán que te atendía en el videoclub. (Siempre imaginé que debe haber sido como el personaje que Jack Black interpreta en High Fidelity, sólo que en ese caso en una disquería: simpático hasta ponerse denso, crítico de tus elecciones y rápido a la hora de proponer opciones superadoras.) Su corazoncito está siempre del lado de los pícaros, en esto me recuerda a Solari. Prefiere a los personajes que están al filo de caerse del mapa, a los que la suerte no les sonríe más que cinco minutos para después largarlos en banda, como si nunca se los hubiesen presentado. Cuando sueña a un actor lo sueña peleando para no caer en la irrelevancia, como el Rick Dalton de Érase una vez en Hollywood. Cuando sueña a un soldado lo sueña renegado, como el Aldo Raine de Bastardos sin gloria. Son gente de talento cierto, pero que existe en los márgenes ya sea por infortunio o por su propia decisión de no formar parte del rebaño.

Los personajes de Pulp Fiction hablan de una ciudad de Los Ángeles que no es la que suele aparecer en las películas. No son famosos ni desbordan de glamour. No circulan por Beverly Hills ni por Bel Air. Son gente que se las rebusca en el hampa menuda, o que hace equilibrio entre la ley y el delito como el boxeador Butch Coolidge (Bruce Willis), que acepta arreglar una pelea sin remordimiento alguno. Es verdad que Marsellus Wallace aparece como un gangster temido y respetado, pero a la vez queda claro que está muy lejos de ser el dueño de Los Ángeles. Cuando Vincent le vuela la cabeza al pobre Marvin, Jules le recuerda que hay partes del valle donde Wallace no tiene poder alguno. De hecho, la casa que comparte con su esposa Mia es bonita pero no es una mansión digna de una estrella de Hollywood. Acá Wallace sería un hampón que se hizo en los barrios, sí, para finalmente mudarse a un chalet de Ramos Mejía.

Pero uno de los tramos más inolvidables de Pulp Fiction es el que pone a dos de los personajes que son parte de este mediopelo delictivo de Los Angeles —Butch y Marsellus—, en contacto con alguien que vive en un submundo aún más hondo y sórdido, del que no tenían noticias y al que probablemente ni siquiera imaginaban que existía. Huyendo de Marsellus en un suburbio de Los Angeles, Butch se mete en un negocio de compra-venta de cosas usadas y préstamos en efectivo. No hablo de un local bien puesto, sino de un bolichón, prácticamente un kiosko en esteroides. Allí llega Butch, ensangrentado, en busca de refugio, y allí se trenza con Marsellus. cuando entra para atraparlo. Pero, ante esta escena, el tipo a cargo del local, llamado Maynard (Duane Whitaker), no piensa en marcar el 911. Entiende al vuelo que tanto Butch como Marsellus están en una, que son tipos sospechosos cuya desaparición no sorprendería a nadie... y decide convertirlos en sus prisioneros, con la peor de las intenciones. De inmediato se comunica con su socio en la perversión, llamado Zed (Peter Greene), para convocarlo a compartir el botín que le ha caído del cielo.

 

Zed, The Gimp y Maynard.

 

Ni Zed, a pesar de su uniforme de policía motorizado, ni Maynard, forman parte del mediopelo delictivo al que pertenecen Marsellus, Vincent y Jules. Son lisa y llanamente lúmpenes. Es decir, no sólo pertenecen al sector más bajo de su estrato social, sino que además carecen de conciencia de clase. Son individuos degradados, que no lamentan su marginación sino que, por el contrario, encuentran en ella una fuente de placer. Y eso queda de manifiesto casi de inmediato, cuando Zed y Maynard se mandan al fondo del boliche y liberan a un tercer sujeto, que está encerrado adentro de un cofre, vestido de cuero de pies a cabeza. Ni siquiera tiene nombre propio, este pobre Cristo: lo llaman The Gimp, que en inglés es como decir "El Retardado". Que es lo que parece, porque es incapaz de hablar y lo obligan a moverse tirando de la cadena que lleva al cuello. De hecho, lo ponen a hacer de perro guardián, vigilando a Butch mientras violan a Marsellus, la víctima que eligieron para el primer turno de su depravación.

Esta semana, mientras miraba Pulp Fiction por enésima vez, se me ocurrió pensar que la Argentina actual cayó en poder de Zed, Maynard y The Gimp. Porque la primera plana libertaria no forma parte de la fauna habitual que suele desfilar por los puestos de poder formal de la nación. Casi ninguno es lo que podría llamarse un político profesional. Ni siquiera sus economistas tienen los pergaminos tradicionales. (Para que empiece a tomarlo en serio, lo mínimo que espero de un economista es que se haya graduado en una universidad pública.) Tampoco pertenecen a lo que aquí pasa por alta sociedad, ni por su apellido ni por su fortuna adquirida. (La gente que es rica y sabe serlo se blanquea los dientes, lo cual excluye a cierta funcionaria actual. Y los figurones de doble apellido que asoman de tanto en tanto encarnan una cepa envilecida, como ocurría con las familias reales de Egipto durante el período ptolemaico.) Ni siquiera sus comunicadores estudiaron para serlo. Nunca fueron otra cosa que twitteros a los que se aplaudía en comunidades marginales, y gracias. Ninguna de estas personas fue el alma de la fiesta, jamás: si llamaron la atención en alguna, fue por su condición de freaks.

Por supuesto que no hay nada de malo en no pertenecer a la casta tradicional de los dueños y/o managers de la república. Algunas de las figuras destacadas de nuestra historia entraron por la ventana o recorrieron espineles inesperados — pienso en Perón, en Eva, en el Che. Pero la particularidad de esta gente es que, respecto del marco social y profesional del que provienen, ninguno de ellos fue considerado nunca un as. Más bien son lúmpenes, todos, del primero al último. (En alemán, lumpen significa "andrajo, harapo". Quienes se apropiaron de esa palabra a mediados del siglo XIX, para mayor indignación de nuestro Presidente, fueron Marx y Engels, que la amasaron y unieron en pulpa a otro concepto y hablaron por primera vez del lumpen-proletariado. O sea, del proletariado que no se integra a la sociedad de modo alguno. La única, terrible originalidad que puede atribuirse a los libertarios es la de haber creado la lumpen-dirigencia.)

 

Butch (Bruce Willis) y Marsellus Wallace (Ving Rhames), prisioneros de los lúmpenes.

 

Está a la vista, en las noticias que circulan y en la realidad de las calles y las viviendas del pueblo, que nuestros Zed y Maynard ya le están haciendo a parte de nuestra gente lo que los de la película le hacen al pobre Wallace. El resto de nosotros está como Butch: nos encontramos atados y maniatados mientras The Gimp vigila, en espera de que Zed y Maynard nos piquen el boleto. La cuestión, aquí, no pasa por Zed y Maynard, que son lo que son y pintan irredimibles. Lo importante, lo que urge que nos respondamos, es: ¿cómo fue posible que terminásemos en sus manos? Porque en el caso de Butch, la cosa es clara. Butch se mandó un moco, cagó a alguien deliberadamente, y esa traición lo puso en el sendero que lo llevó de las narices al boliche de Maynard. No cayó allí por azar: cayó porque se mandó una cagada, y de una cagada se derivan siempre consecuencias, que por lo general van de lo malo a lo espantoso.

Lo que deberíamos entender primero y asumir después es qué cagada nos mandamos nosotros, para terminar sometidos a semejantes personajes. Porque a este respecto, no se salva casi nadie. Ni los políticos liberales tradicionales, que pensaron que podían seguir choreándonos lo más campantes, como durante el macrismo. Ni los políticos del campo popular que disimularon con discurso progresista su práctica conservadora, creyendo que no pagarían el precio del descrédito. Ni los que subestimamos el fenómeno desde nuestra pretendida superioridad intelectual. Ni los que se dejaron engañar y optaron por lo único que parecía diferente de verdad, sin pensar que una cosa es ser diferente como un trébol de cuatro hojas y otra muy distinta ser diferente como Zed.

Lo que está claro es que debemos evaluar nuestra situación, para escapar cuanto antes de esta celada. Y que para ello hace falta ser tan pragmáticos, y a la vez imaginativos, y osados, como lo es Butch al final de ese trance. De esta no salimos mediante un viejo político tradicional, a lo Biden. (Miren dónde están los Estados Unidos, ahora. Al filo de caer nuevamente en manos de un Trump que sueña con la venganza. Tan jodidos están, que hasta la revista The Economist se preguntó esta semana en tapa si los Estados Unidos están de verdad —como creían hasta ahora, al menos— blindados contra la posibilidad del ascenso de un dictador.) Si vamos a salir de esta será con la colaboración de políticos jóvenes, pragmáticos, imaginativos y osados. Liderazgos que se lleven puesto el tinglado de lo posible, pero no como ahora, para beneficiar a un puñado de sátrapas y a los Estados Unidos, sino a la mayoría del pueblo argentino.

 

 

El cine de Tarantino no está interesado en ninguna otra cosa que no sea el cine de Tarantino. Sin embargo, Pulp Fiction le permite a dos de sus protagonistas una misma evolución, que los pone ante la posibilidad de redimirse. Butch, que es un tramposo, se descubre ante la posibilidad de escapar de Zed & Co. y de liberarse al mismo tiempo de Wallace. Todo lo que tiene que hacer es salir de ese negocio, y será hombre libre para siempre. Sin embargo, en el umbral lo asaltan sus escrúpulos, o cuanto menos la humanidad de la que todavía dispone.

Ocurre que una cosa es cagar a Wallace con guita, pero otra muy distinta sería dejarlo a merced de esos lúmpenes. Tal vez funcione allí el recuerdo del padre de Butch, que en la peor de las circunstancias —preso de un campo de concentración en Vietnam— pensó en dejarle un legado positivo y escondió lo único que le quedaba, un reloj dorado, para que sus captores no se lo quitasen. O quizás pesa sobre su alma la lealtad del capitán Koons (Christopher Walken), que a la muerte de su padre aceptó llevar ese legado en el mismo lugar que Butch Senior lo guardó durante años — o sea, metido en el culo. (El culo de Butch padre, el culo del capitán Koons, el culo de Wallace: para Tarantino, pocos músculos son más significativos que los que rigen el funcionamiento del ano.) Lo importante aquí es que, en vez de escapar, Butch decide hacer la gran Tadeo Isidoro Cruz y no consiente que se mate ansí a un valiente como Marsellus Wallace.

Algo parecido le ocurre a Julius, que al salvarse milagrosamente de la muerte, entiende que las frases del profeta Ezequiel que solía recitar a sus víctimas escondían otro sentido. Y entonces asume que ya no quiere seguir siendo uno de los hombres mezquinos y tiranos de los que habla el pasaje, sino el pastor que vela por los débiles mientras atraviesan el valle de la oscuridad.

Butch y Julius son dos hombres fallidos, como lo somos todos, pero que no han perdido del todo su dignidad. Por eso mismo, cuando se les presenta una oportunidad tan dorada como el reloj de Butch padre, no pierden un segundo y la aprovechan. Entre nosotros, no hay forma de disimular que la caída del país en manos de Zed y Maynard representa una crisis. Esto es como un incendio forestal en plenaa expansión: no se extinguirá antes de recrudecer. Pero quizás haya llegado la hora de dejar de enfocarse tan sólo en la crisis, para evaluar cuánto existe en ella de oportunidad.

Y si no queda otra que ponernos medievales, que así sea.

 

 

 

 

 

 

 

 

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