En forma recurrente se afirma que la llave maestra que abre las puertas del porvenir está en las exportaciones. El sambenito suele ir acompañado tanto de advertencias sobre el impacto negativo del retraso cambiario como del conveniente olvido de las relaciones fragosas y ariscas en el mercado mundial. Para las fuerzas que se mueven en torno al mercado interno en pos de su consolidación, es clave avizorar el origen de la necesidad para el orden establecido de estos relatos fantásticos. Ello lleva a dar con el verdadero estatuto del proteccionismo, de la naturaleza de la división internacional del trabajo y de la gratuidad reaccionaria del absolutamente utópico afán exportador.
El miércoles 28 de octubre se cumplieron 112 años del nacimiento de Arturo Frondizi. El 2 de noviembre, 106 años del de Rogelio Frigerio. Bueno tenerlos presentes, porque el binomio con el programa de gobierno puesto en marcha en mayo de 1958, que a pura racionalidad y valentía política en el país gorilizado hacía centro en la integración nacional, diagnosticaba la absoluta necesidad de sustituir importaciones teniendo como punto de Arquímedes la industria pesada. Durante el tiempo transcurrido desde entonces hasta ahora, en algún momento el pensamiento nacional cayó en la cuenta de que la restricción externa sobre la que hacían tanto hincapié Frondizi y Frigerio, era una cosa de la que había que preocuparse y ocuparse. Mejor vale tarde que nunca, pero los miasmas del estatuto del subdesarrollo no se evaporaron del todo, y asimilar restricción externa a subdesarrollo y proponer la salida exportadora son una y la misma insuficiencia conceptual.
Es que si la llamada restricción externa fuera causada por la consecuencia para un país de estar ubicado en la periferia o semi-periferia (tal el caso de la Argentina) no se explicaría, porque naciones tan desarrolladas como las europeas o el Japón no resignan por nada la búsqueda de una balanza comercial positiva. No se conforman con que sea neutra, tiene que ser excedentaria. La excepción es la de la economía más desarrollada del mundo, la norteamericana, que vive alimentando el déficit comercial. El truco está en que como emite la moneda global, detenta el enorme privilegio de pagar las importaciones en su propia divisa, lo que no quita que históricamente y por lejos sea la economía más proteccionista del mundo.
La economía capitalista enfrenta cotidianamente el riesgo de no vender dentro de sus fronteras lo que produce. La única salida posible para que la amenaza de ese bloqueo finalmente no acontezca es venderla al exterior, es decir exportar más de lo que se importa. Esto es independiente del grado de desarrollo de cada país. Lo que depende del grado de desarrollo de cada país es la posibilidad tanto de frenar las importaciones sin que se resienta el nivel de vida como de colocar las exportaciones. Factible para un país desarrollado, imposible para uno subdesarrollado.
Esta densa contradicción estructural del movimiento intestino de cada país indica que el desequilibrio en las ventas externas (exportaciones) mayores a las compras externas (importaciones) tienen como meta compensar el desequilibrio interno inverso. Dice al respecto el economista greco francés Arghiri Emmanuel en un ensayo sobre la ganancia y la crisis que, suponiendo que pueda lograrse un excedente permanente de la balanza comercial, el mismo “constituye una pérdida de sustancia de la economía nacional. Pero si por este medio se consigue desbloquear el mecanismo de la reproducción en el interior y, por consiguiente, incrementar la actividad y emplear factores que sin ello hubiesen permanecido inutilizados […] entonces está perdida puede verse más que compensada por una ganancia incluso más importante en términos de volumen total del producto interno”.
Ese desequilibrio estructural viene dado porque el valor del producto bruto siempre es mayor que el del ingreso bruto, estando la diferencia que hace mayor al primero del segundo a cargo de la tasa de ganancia. Abatir esa diferencia igualando ambos es el desideratum de la política económica. Uno de los medios es el proteccionismo, que como se puede observar no tiene nada que ver con una actitud irracional o paranoica. Pero el mismo Emmanuel advierte que “admitir que era necesario arrojar por la borda una parte del producto de la labor humana para hacer funcionar la máquina económica implicaba reconocer que el orden establecido era el mayor de los absurdos. Era mucho más cómodo creer que se trataba simplemente de la ceguera de los príncipes que lo gobiernan y de los expertos que los aconsejan”. Y lo sigue siendo, a pesar de que desde hace unas décadas los expertos para disimular su brutal proteccionismo de siempre, leen e invocan los manuales neoclásicos de comercio exterior y sus sabias recomendaciones librecambistas.
División internacional del trabajo
Los X-Men es un cómic de mutantes de ambos sexos con facultades sobrehumanas originadas por un gen: Factor-X. La incorreción política de no incluir mujeres en el título es porque salió en los ‘60. La letra equis es la que usualmente se usa en la jerga económica para aludir a las exportaciones. Nuestra legión de hombres y mujeres X no terminan o no quieren comprender la naturaleza del proteccionismo. También que la división internacional del trabajo en cierta medida fundamental obedece a factores socio-históricos –en cualquier caso, institucionales y políticos—, en lugar de haber sido originada en factores geo-económicos. Si no globalmente, al menos por fragmentos y pedazos, en vez del fruto de leyes objetivas, vale decir el efecto de los diferentes recursos naturales de cada país o de la calificación de su fuerza de trabajo, ha sido forjada generalmente por imposición a los países dominados a través de actos voluntarios por parte de los países dominantes.
Los productos actualmente típicos de la periferia —soja, maíz, cereales en general, bananas, cacao, aceite de palma, uvas, algodón, caña de azúcar, artefactos electrónicos y textiles varios— fueron el fruto de trasplantes enteramente artificiales; o sea de una expansión impuesta por culturas lejanas más allá de las proporciones inscriptas en el cuadro geo-climático o de calificación de la mano de obra. La evolución de la división internacional del trabajo fue y sigue jalonada de innumerables umbrales de discontinuidad debidos a la intervención de los Estados más avanzados en sus relaciones con el resto del mundo. Esta intervención pudo tener lugar por medio de una dominación política sobre ciertas regiones del resto del mundo, o sin que opere esta dominación.
En el primer caso, se pueden incluir todas las medidas autoritarias que acompañan las conquistas y la colonización, desde la violencia más brutal del pillaje liso y llano hasta la imposición de códigos aduaneros favorables a la metrópoli, pasando por las interdicciones legislativas que afectaban ciertas producciones internas del país o región dominada, o por las reglamentaciones de los transportes marítimos. En el segundo caso –intervención autoritaria en el libre juego del comercio exterior— sin dominación política del socio, se pueden contabilizar todas las medidas proteccionistas directas o indirectas puestas para sí por los países avanzados. Directas, como las prohibiciones sobre ciertos lotes de determinadas exportaciones o importaciones, trabas legales a la circulación de metales monetarios, etc. Indirectas, tales como las barreras aduaneras de todo tipo y color; esencialmente aranceles a la exportación y a la importación.
De manera que todo lo que podemos esperar de ahora en más de esa institución multilateral señera de la división internacional del trabajo, que hasta hace un tiempo tenía la voz cantante en organizar y hacer funcionar más o menos sin que derrape mucho el mercantilismo de nuestro tiempo, o sea la Organización Mundial del Comercio (OMC), es que vuelva a tener vigencia si los norteamericanos consiguen dar con un acuerdo para canalizar su disputa interna entre los que quieren aprovechar al máximo los bajos salarios de la periferia y perjudicar seriamente a sus propios trabajadores y los que se niegan a eso por no ser objetivamente necesario. En medio de ese tiroteo, nuestros X-Men no pierden las ilusiones de su salida exportadora. Si no fuera por la amenaza que significan para el nivel de vida de los trabajadores argentinos, semejante insensata obstinación daría para tomarlos completamente en broma.
Devaluadores
Encima la ilusión exportadora de los X-Men viene con la recomendación de exportar manufactura como si el problema estuviera en las materias primas y no en los bajos salarios, que es donde realmente se encuentra el meollo de la inopia. Y lo más serio es que quieren manufacturas que incorporen más mano de obra. En esto hay una diferencia fundamental con los países desarrollados, que a primera vista parecería que no es tal por la defensa que se esgrime de corriente en el centro de los puestos de trabajo amenazados por las importaciones de la periferia. En los países desarrollados se trata de más mano de obra con relación al capital constante consumido; vale decir con relación al valor de los insumos materiales que entran en la producción de una unidad de un bien, y no con relación al capital fijo, o el capital total comprometido. No se trata entonces de los sectores mano de obra intensiva, los que al contrario, son considerados desventajosos.
Pero nuestros X-Men tan bizarros como sus homónimos del cómic, buscan afanosamente poner en marcha esos sectores. Ahí es donde sus intereses objetivamente coinciden con la coalición devaluadora. Buscar un tipo de cambio alto es buscar bajos salarios. El tipo de cambio más favorable a los trabajadores es el que suscita normalmente las quejas de estar atrasado. Como las exportaciones son muy insensibles al nivel del tipo de cambio, denunciar el atraso del dólar es una simple coartada para encubrir el objetivo de bajar el nivel de los salarios. Que los librecambistas se hayan abocado a estropear el tipo de cambio efectivo importador (es decir bajar los aranceles) no implica que el retraso no sea lo más interesante y hasta cierto punto inevitable o difícilmente evitable, si por un lado se quiere estabilizar el dólar y por el otro no recurrir a una fuerte represión.
Un ejemplo práctico de lo que estratégicamente significaría el éxito de la estrategia exportadora industrial, o sea: la derrota de los trabajadores argentinos para mejorar su nivel de vida, lo podemos ver hoy en la India. Desde 2006 hasta el año fiscal 2012, el PIB del sector manufacturero de la India creció en un promedio del 9,5 % anual. Desde entonces hasta 2018 el crecimiento se redujo al 7,4% anual. En 2020, el sector manufacturero generó el 17,4 % del PIB de la India, poco más del 15,3% que había contribuido en 2000. Todo esto a pura exportación. El problema es que en los últimos tres lustros, la participación del sector manufacturero de la India en el empleo aumentó solo un punto porcentual, en comparación con un aumento de cinco puntos para el sector de servicios. Para seguir avanzando se le recomienda a la India que impulse una decena de sectores industriales que se caracterizan por los bajos salarios y su alta incidencia de la mano de obra con relación al capital total comprometido.
Así que si se desea tener una clase trabajadora argentina tan pobre como la de la democracia más grande del mundo, consulte a nuestros testarudos X-Men para sacar un pasaje a la India y cruce los dedos para que la OMC se reorganice con cierta premura.
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