Los poros de las cárceles
Riesgo de contagio, densidad poblacional y su propagación a la comunidad
La cárcel es porosa
Las cárceles no son un espacio cerrado. Su población allí recluida está separada pero en contacto permanente con el resto de la sociedad. No sólo los penitenciarios van y vienen de la cárcel a la comunidad, también hay otros actores que visitan las cárceles y tienen contacto frecuente y regular con los internos: médicos, psicólogos, educadores, predicadores, voluntarios, abogados que van entrevistarse con sus clientes, operadores judiciales (defensores oficiales y representantes del Ministerio Público Fiscal, jueces de garantía), militantes de organizaciones de derechos humanos, funcionarios de los ministerios de Justicia, contratistas y proveedores de insumos, y, por supuesto, familiares y amigos. La cárcel es porosa.
Escribimos esto a pesar de que el gobierno nacional y el de la Provincia de Buenos Aires parecen haber clausurado el debate luego de una operación en contra en redes sociales, y hayan descargado toda la responsabilidad en el Poder Judicial, omitiendo que los ministerios de Justicia tienen algo que ver con las condiciones en que viven los detenidos. Dicho esto, creemos que en este contexto de pandemia la circulación social es otro dato que habría que tener muy presente en el debate público sobre las medidas a adoptar para descomprimir el hacinamiento en los contextos de encierro con alta densidad poblacional. La cárcel no es un espacio que queda en el confín del mundo sino al lado de otros campos sociales. Es un espacio, entonces, que hay que leer al lado de otros espacios, es decir, con los intercambios que mantienen entre sí diversos actores sociales.
Sobre esta premisa, nos gustaría seguir pensando la relación pandemia y cárcel, pero esta vez haciendo hincapié en la circulación de personas en contextos de hacinamiento con alta densidad poblacional. Para ello vamos a valernos de un estudio realizado en Brasil sobre la tuberculosis, más concretamente en Mato Groso do Sul, uno de los estados brasileños con la tasa de encarcelamiento más alta de ese país (475 presos cada 100.000 habitantes) impulsada por el tráfico de drogas ilegalizadas a través de las fronteras. Recordemos que Brasil tiene la tercera población encarcelada más grande del mundo y una proporción en rápido crecimiento de casos de tuberculosis ocurre dentro del sistema de encarcelamiento. El artículo fue publicado originalmente en el N°16 de la revista de medicina PloS Medicine a fines de 2019 y se llama “Evaluación de las estrategias de control de la tuberculosis en las prisiones y prevención de su propagación a las comunidades: Un estudio de observación y modelización del Brasil”. Los autores de este paper son epidemiólogos de la Universidad de Columbia de los Estados Unidos. La hipótesis del estudio tiene dos partes: la primera es que el entorno de la prisión, más que la población encerrada, impulsa la incidencia de la tuberculosis; la segunda, que las intervenciones específicas dentro de la cárcel tienen un efecto sustancial en el control de la epidemia extramuros.
Alta densidad y comunidades circundantes
Se sabe que la tuberculosis sigue siendo una de las enfermedades infecciosas causantes de más mortalidad en todo el mundo, vinculada a la pobreza, la desigualdad social y la densidad poblacional. En las cárceles, es una de las infecciones más comunes y, por supuesto, en las condiciones que se transita el encierro, una de las causantes principales de muerte. No llega sola, y hay que leerla al lado de un sistema de salud penitenciario sumamente deficitario, sin presupuesto, desorganizado y descontrolado. En ese sentido los entornos carcelarios pueden sostener y amplificar la transmisión de la tuberculosis en sus comunidades circundantes a medida que las personas son encerradas y puestas en libertad, pero también en la medida en que su población es frecuentada por otros actores de la comunidad. Intercambios que no se pueden prescindir o soslayar, porque los internos no solo tienen que comer, sino tratarse las eventuales enfermedades o lesiones, asistir a la escuela, trabajar, defenderse de las causas judiciales que los llevaron allí dentro, entre otras acciones.
Cada vez que se habla sobre las cárceles, debemos zambullirnos en lagunas de desconocimiento. No se produce mucha información sobre las cárceles y la poca que se produce está vinculada al “tratamiento de stock”. Pero no sabemos nada o casi nada sobre las enfermedades de los presos y su tratamiento, no solo adentro sino afuera, una vez en libertad. Para los patronatos de liberados el convicto solo es un actor que demanda ingresos.
Acaso por esto mismo los autores de la investigación que estamos contando desarrollaron un modelo matemático para simular la dinámica de la tuberculosis entre prisioneros, ex prisioneros y la población en general. Encontraron que la gente entraba con bajos índices de infección, pero en poco más de seis meses la tuberculosis se había disparado 30 veces en ese grupo. Una tasa que se mantenía elevada incluso después de la liberación. La prisión no solo impulsó la enfermedad dentro de la cárcel sino también en las comunidades aledañas, donde constataron que los índices de infección previstos aumentaron también.
Amplificar o desdensificar
Volvamos ahora a la Argentina y a la Covid-19. Cuando terminamos de escribir este artículo se había realizado un hisopado de 96 presos en la Unidad Penal 1 de Corrientes, de los cuales 23 dieron positivo, y también ya contamos 8 casos en Devoto.
Hasta ahora la pregunta que guió el debate público estaba centrada en el impacto que pueden tener los contagios adentro de la cárcel. Hace un mes, Raúl Eugenio Zaffaroni nos hacía el siguiente comentario a una nota que escribimos para El Cohete a la Luna: “Si estallase la infección en las cárceles, la reproducción del contagio en ese medio es mucho más rápida que en la población libre, dada la imposibilidad de «tomar distancia» en esas condiciones, o sea que, en pocos días tendríamos miles de infectados, entre los cuales habría un alto porcentaje que debería ser internado y ocuparían miles de camas, provocando un rápido congestionamiento de los servicios de salud, cuando un porcentaje de los que «estamos afuera» va a necesitar esas mismas camas. No se debe subestimar ese riesgo”. Esta es una cuestión que se suele dejar de lado. Pero hay otra más y es precisamente la que nos interesa traer a la arena: el impacto que tendrá la proliferación de Covid-19 en las cárceles sobre el resto de la comunidad. En otras palabras: cómo el entorno carcelario puede ser un impulsor del riesgo de contagio de Covid-19. Ya no estamos muy lejos de esta posibilidad, ahora que conocemos que en espacios hacinados y con alta densidad poblacional como son las villas de la ciudad de Buenos Aires aumentaron los contagios.
Las cárceles no quedan en otro planeta, ni siquiera en Ushuaia. Están a la vuelta de su esquina o muy cerquita. Y no necesariamente porque vivan al lado de la cárcel de Devoto o a dos cuadras de Olmos o las Unidades de Florencio Varela o San Martín. Sino porque las prisiones no son espacios abovedados, sino enraizados al resto de la comunidad a partir de la circulación de bienes y servicios de distinto tipo, es decir, por la circulación de personas. Y porque también sabemos que aquellos que sean liberados —en la mayoría jóvenes pobres— retornarán a sus casas ancladas en zonas marginadas, comunidades que —a diferencia de la clase media— no pueden cumplir la cuarentena a rajatabla, porque tienen que buscar el sustento económico y alimenticio día a día y porque a veces comparten una canilla de agua entre dos o tres familias. Una circulación que se podrá ralentizar en algunos casos, y restringir en otros, pero no cortar. Salvo que se haya decidido transformar esos espacios en campos de exterminio. Y como no creemos que esto sea así, por más que les disguste a los caceroleros y sus empresarios morales que creen que viven en otro planeta, debemos pensar la cárcel con este dato: la circulación poblacional en espacios no solamente con hacinamiento sino altamente densificados. Peor aún, con una población con muchas enfermedades crónicas —producto de la mala alimentación, la falta de higiene, ventilación, calefacción, recreación— que luego aumentan el riesgo de desarrollar la enfermedad o su agravamiento: diabetes, hipertensión, enfermedades respiratorias, uso problemático de drogas.
El riesgo no es solo para los internos y los trabajadores de las cárceles sino para las comunidades circundantes. Nos hemos acostumbrado a pensar a la cárcel como una foto, de manera instantánea. Las metáforas progresistas “depósito” o “vertedero” contribuyen a reforzar esa imagen: la cárcel como la última parada, el vertedero donde se apiñan la gente irreciclable. Pero lo cierto es que la cárcel se asemeja más a una película en movimiento. Hay un constante movimiento de personas que entran y salen, y eso amenaza con acelerar la propagación del virus, poniendo en riesgo a las personas encarceladas, a los trabajadores y a la comunidad en general. No estamos pensando solamente en la alta rotación de presos por distintas unidades (la famosa “calesita”), sino en los nuevos ingresos y egresos de personas privadas de libertad de las unidades penitenciarias.
En otro artículo publicado en los Estados Unidos, “Por qué las cárceles son tan importantes en la lucha contra el coronavirus”, Anna Flagg y Joseph Neff son contundentes: la única solución inmediata y simple es la desdensificación de las cárceles. Eso no implica la liberación de los presos sino pensar formas alternativas para la contención cautelar —incluidos los modos del policiamiento callejero y las detenciones preentivas en comisarías— y el cumplimiento de la pena. Estamos de acuerdo en que las personas condenadas por delitos graves deben quedarse en la cárcel, pero tenemos que decir que la mayoría de la población encerrada está por delitos menores.
Y para concluir —volviendo sobre el estudio de la tuberculosis en la cárcel brasileña— lo importante de desdensificar la población carcelaria argentina es evitar que la prisión se convierta en un “amplificador institucional” de la coronavirus. El estudio antes citado concluye que la cárcel —en Brasil, pero también a nivel mundial— es una gran propaladora de las epidemias, mucho más posible, como diría el activista y urbanista Mike Davis, en ciudades miseria verticalizadas y con alta densidad poblacional. Una conclusión que se aplica más que elocuentemente ante un virus desconocido altamente contagioso. La Argentina aún está lejos del desarrollo punitivo de Brasil o Estados Unidos, y también de la cantidad de contagios que ya se produjeron en las prisiones estadounidenses. Por tanto, aún hay tiempo de que el Poder Judicial y las autoridades ejecutivas dejen de pasarse la pelota, y eviten que la cárcel en Argentina se vuelva el “amplificar institucional” de un virus sumamente contagioso.
*Rodríguez Alzueta es e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control (2014); La máquina de la inseguridad (2016); Vecinocracia: olfato social y linchamientos (2019) y Prudencialismo: gobierno de la prevención (de próxima aparición).
Roldán es investigador de CONICET. Miembro del LESyC y secretario de Cuestiones Criminales. Coautor de Hacer bardo (2016).
Referencias:
Mabud T.S., de Lourdes Delgado Alves M., Ko AI., Basu S., Walter K.S., Cohen T., et al.: “Evaluating strategies for control of tuberculosis in prisons and prevention of spillover into communities: An observational and modeling study from Brazil”, PLoS Medicine 16(1): e1002737, 2019.
Flagg, A. y Joseph, N.: “Why jails are so important in the fight against coronavirus”, The Marshall Project: Nonprofit Journalism about Criminal Justice, March 31, 2020.
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