Cuando Bussi se presentó en democracia como candidato a gobernador de Tucumán, el único diario de la provincia —La Gaceta, de los García Hamilton— llenó sus páginas con elogios al represor. Bussi y la dictadura no eran ya los responsables del desastre, sino los políticos de la democracia. La Gaceta, que tenía históricos vínculos ideológicos y económicos con la dictadura, no cesó de halagar a Bussi hasta consagrarlo gobernador.
Así como La Gaceta convenció a la población tucumana (que estaba muy dispuesta a ser convencida) de que Bussi era un administrador honesto e incorruptible, así también Clarín y la Nación contaminaron el agua que todos consumen diciéndole al país que Cristina era el demonio encarnado y Macri la salvación, el antídoto. Los grandes grupos económico-mediáticos contaminan el agua y venden el antídoto. Macri no es Bussi, pero su proyecto económico, social y las campañas de apoyo que los medios le garantizan tienen algunas espantosas similitudes.
Sin embargo, esta explicación es incompleta porque omite un elemento fundamental, el mismo error de análisis que durante años se hacía con la dictadura cuando se la representaba casi como a una invasión. Se olvidaba que el régimen cívico-militar emergió y fue sostenido gracias a un amplio apoyo de la ciudadanía. Esta es quizás la mayor paradoja del fenómeno Clarín-Macri: quienes lo apoyan saben que beben agua contaminada y lo hacen a propósito.
Este amplio sector de la sociedad crea para sí mismo una identidad ficticia mirándose en un espejo que les miente, el monopolio mediático. Pero aún sabiendo que ese reflejo no es fiel vuelven a mirarse diariamente porque así reafirman la convicción de ser distintos, mejores o superiores a aquellos a quienes temen u odian y por extensión al sector político que los representa.
Los medios se alimentan vendiéndoles una imagen falsa de superioridad social que este sector consume porque esto estimula una satisfacción prohibida, avergonzante: el racismo o simplemente el desprecio a ese otro país. El deseo profundo de tapiarlos y ponerlos del otro lado, fuera de la vista.
En noviembre del 2015 Donald Trump desató otra de tantas crisis de indignación al twitear que el 81% de las personas de raza blanca que eran asesinadas en hechos violentos eran víctimas de personas de raza negra (Blacks Killed by whites: 2% / Whites Killed by Blacks: 81%). A pesar de que el periodismo e incluso el FBI demostraron que esta información era falsa, Trump continuó utilizando estas cifras durante su campaña. En un balance costo/beneficios Trump vio claramente que la pérdida que le producía la indignación de algunos era insignificante comparada con las ganancias que le otorgaba fogonear a un segmento del electorado que, aún conciente de la falsedad, disfrutaba escuchando líneas tan claramente racistas de la boca del candidato presidencial.
Al igual que el multimedio Clarín, Trump sabía que la veracidad de la información no era importante para sus seguidores porque su prosperidad se basaba en aquellos que no están interesados en conocer la verdad, resolver desigualdades sociales o perseguir el bien común. Su núcleo duro de apoyo se encuentra en quienes buscan conectarse para compartir y fomentar sentimientos fóbicos donde la justicia social es motivo de burla, los sectores menos favorecidos son una amenaza, donde se criminaliza la pobreza o se la representa como una decisión personal.
En los últimos días Clarín llenó sus tapas y pantallas con imágenes de los vándalos de siempre sosteniendo que un grupo de cincuenta o cien desaforados conspiraban un golpe de Estado (!) tapando así la enorme protesta social y la brutal represión posterior. Pocas horas después, entrenados por algún asesor de imagen, estos mismos medios se llenaron con voces angelicales del gobierno llamando a la paz.
Las razones que llevaron a Macri a obtener la presidencia de la república son complejas y no excluyen desaciertos de la administración anterior. Sin embargo, a pesar de la fantasía y los globos, cada día es más claro que éste no es un éxito para el país sino el éxito de un grupo económico.
Los grupos económicos que florecieron con la dictadura a fuerza de coimas y cambio de favores (entre ellos el grupo Macri y Clarín) operaban desde las sombras asociándose con las fuerzas armadas para acceder a jugosos negocios con el Estado. La aparición de Mauricio Macri en el tablero político argentino eliminó progresivamente los antiguos eufemismos, sacándolos de las sombras.
La vieja patria contratista ya no hace negocios con el Estado: tomaron el Estado. El multimedio Clarín tiene hoy mucho más poder que el Estado argentino. Clarín puede derogar leyes que afecten a sus intereses extorsionando o manipulando a quien sea necesario. Clarín puede hacerle creer a la población cualquier delirio conveniente a sus negocios al punto tal que un vasto sector de la sociedad traduce esta tragedia como un triunfo propio, como un triunfo de la ciudadanía. Confrontarlos con refutaciones lógicas, con la evidencia de la catástrofe actual, es inútil porque el desprecio y el racismo son sentimientos mucho más profundos, primitivos e irracionales que el análisis.
Tristemente el punto de quiebre de la ilusión llega cuando ya es muy tarde, cuando la mentira es insostenible y el espejo se rompe. En el caso de Bussi por ejemplo, el fin de la ilusión fue el mismo incendio de su propia administración y las pruebas de corrupción en su contra. Fué así que la fantasía de honestidad y eficiencia que él y los megáfonos de La Gaceta creaban y esparcían se hicieron añicos. Pero ya era tarde.
Hoy la Argentina se encuentra dos pasos atrás de ese punto, enfrentándose nuevamente con un dilema ya conocido: esperar el predecible final de este nuevo ciclo neo-liberal, como abúlicos espectadores de la película “endeudar, arrasar y huir” (como en el '83 o el 2001) o unir las fuerzas democráticas del país bajo la prioridad clara de frenar el desguace macrista.
La cuestión urgente es si nuestra sociedad ha alcanzado la madurez suficiente para obrar con inteligencia, no perdiendo tiempo ni energías en mezquindades personales y encolumnándose decididamente detrás de la única opción que puede apretar el freno antes del desastre.
Argentina debe evitar caer nuevamente en la trampa y entender, antes de que sea tarde, que el país en su totalidad, sin distinción de afinidades partidarias, pagará los platos rotos, las deudas centenarias que dejará la fiesta de los CEOs.
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