Los mil ríos de la historia
El Río de la Plata en la literatura y la política argentina de ayer y hoy
La última palabra
En agosto de 1960, a sus 23 años, Juan José Saer escribió una breve nota introductoria para la edición de En la zona, su primer libro de cuentos. En esa nota afirmaba:
“Para todo escritor en actividad la mitad de un libro suyo recién escrito es una estratificación definitiva, completa, y la otra mitad permanece inconclusa y moldeable, erguida hacia el futuro en una receptividad dinámica de la que depende su consumación. Si ante un libro suyo incompleto un escritor muere o se dedica a otra cosa, era que en realidad ya no le quedaba nada por decir y su visión del mundo era incompleta. La esencia del arte responde en cierta manera a esa idea de consumación, y de ahí la precariedad, el riesgo sin medida de la aventura creadora”.
Cuarenta y cinco años después de ese primer libro, en junio del 2005, Saer murió en París, dejando inconclusa La grande, su última novela, a la que le faltaba, se dice, el último capítulo, del que sólo llegó a escribir la primera frase:
“Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”.
Hay en La grande un aire a despedida, a novela final, que sin embargo no emana la sensación de cierre, de consumación: tal vez se deba a que la última frase puede leerse como un verso, como un poema muy breve. Por lo menos ahora, más de 15 años después de la muerte del autor, los lectores de Saer la evocan sin hacer mención a su contexto, aislándola, como un poema, de toda referencia. Y si un poema siempre está inconcluso, ¿cómo un poema podría consumar una obra?
Juan se iba por el río
Los militares que asesinaron a Rodolfo Walsh y condujeron su cuerpo a la ESMA para desaparecerlo también secuestraron y desaparecieron sus últimos escritos, que eran cartas, documentos críticos sobre Montoneros y un cuento, titulado Juan se iba por el río, que sólo tiene dos lectores: Lilia Ferreyra, la mujer de Walsh, y Martín Gras, quien lo leyó cuando estuvo detenido-desaparecido en la ESMA.
En 1982, durante su exilio, Lilia Ferreyra viajó a Madrid para conocer el testimonio de Gras sobre el probable destino del cuerpo de Walsh: él creía, le dijo, que lo habían quemado. Ella le preguntó si sabía qué había pasado con los papeles secuestrados en la casa de San Vicente, en la que vivían con Roldolfo. Gras respondió:
–Llevaron todo a la ESMA. Allí pude leer los documentos críticos sobre la política de Montoneros, que escribió como aportes internos de la organización.
La conversación, relatada por Lilia en una contratapa del Página/12 del año 2006, siguió:
–¿Y el cuento terminado, pasado en limpio, Juan se iba por el río? Empezaba así: “Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina, y su mujer, Teresa”. Es su último cuento, el que escribió desglosando el material de la novela que ya había decidido no escribir. Es la historia del argentino derrotado del siglo XIX; del último argentino antes de la grandes inmigraciones. Del hombre del pueblo que había sido llevado de guerra en guerra, de tropa en tropa; que sobrevive a su tiempo y, ya viejo, recorre la memoria de su vida y de la época en que vivió. Que luchó junto con su amigo el negro Ansina en batallas que no eran las suyas, como la noche antes de Cepeda, cuando los hicieron formarse para escuchar la arenga del general Mitre, quien los exhortó a combatir por la Patria y entonces el negro lo mira a Juan y le dice: “En la patria de ellos, yo me cago”.
Martín se sonrió y dijo: “Yo leí ese cuento; lo leí allí en la ESMA”.
Lectora y lector del cuento desaparecido reconstruyeron el argumento. En una entrevista para Revista Haroldo. Martín Gras lo sintetizó de esta forma:
“Es muy sencillo y muy complejo a la vez. Es un gaucho, que ha combatido en las guerras civiles, que está cansado y decide que se va a la Banda Oriental. Hasta ahí el cuento es muy detallado y es el clásico estilo de Rodolfo. Pero después de ese comienzo tan descriptivo, irrumpe un viento fuerte, que es una especie de contrasudestada, que se ha llevado el agua del Río de la Plata, que –por esa fuerza– queda seco. Y el paisano se lanza a llegar a caballo al otro lado. Y ahí aparece un Rodolfo desconocido para mí. Parece Alejo Carpentier. Ese río que describe habla de galeones españoles, barcos hundidos, seres mitológicos. Es como si en ese río seco estuvieran las capas geológicas de la historia argentina”.
Del cuento sólo se conservan las tres primeras y sintéticas frases. Sin embargo los dos lectores recuerdan que tiene final abierto y que no se sabe si Juan logra llegar al otro lado del río. Cuando conversaron en Madrid, Gras le preguntó a Lilia qué decía el autor sobre el final. Ella le había preguntado lo mismo a Walsh, cuando él terminó de escribirlo:
–¿Llega Juan al otro lado?
–No sabemos –respondió el autor–. Lo que importa es que lo intenta.
El asesinato de Rodolfo Walsh dejó una obra incompleta y la desaparición de su último relato desprendió de su contexto un puñado de sintéticas frases escritas, tal vez, en la línea de sus cuentos reunidos en Un kilo de oro (1967). Sólo las memorias de su compañera y de Gras nos permiten suponer que Walsh abría con esas frases una nueva faceta en su amplia paleta de formas narrativas, iniciada con excelentes y clásicos relatos policiales a comienzos de la década del '50. Pero si Juan cruzaba a caballo un vaciado, acaso mágico o mitológico Río de La Plata, quiere decir que Walsh fue asesinado poco después de abrir un nuevo campo en su literatura.
“Afuera amanecía sobre Madrid –cierra Lilia Ferreyra el relato de su encuentro con Gras–, la ciudad donde dos sobrevivientes, uno de la ESMA y otro en el exilio, estuvimos hilvanando una memoria que pudo haberse perdido. Ya era de día cuando los dos únicos lectores de Juan se iba por el río nos despedimos con un abrazo”.
¿Los dos únicos lectores?
El trino del diablo
En 1974 Daniel Moyano publicó El trino del diablo, una nouvelle de 132 páginas imposible de catalogar: cuenta la historia de Triclinio, un violinista que abandona La Rioja cuando la provincia deja de existir y se muda a Buenos Aires, en donde termina viviendo en Villa Violín, una villa miseria poblada de músicos. En una escena particularmente significativa, Triclinio va tocando su instrumento por la calle cuando los torturadores comienzan a seguirlo, en una clara evocación al flautista de Hamelín. Se lee en El trino del diablo:
“A medida que Triclinio recorría las calles seguían sumándose torturadores, vencidos o derretidos, con sus instrumentos de tortura en las manos. Triclinio había recorrido unas diez cuadras, pero la cola de torturadores llegaba hasta los puntos cardinales (…) Cuando llegaron al Río de la Plata, ilustre por diversas razones, Triclinio, trepado en la vela de un barco, siguió tocando, mientras los torturadores arrojaban sus instrumentos al agua. El volumen de los instrumentos de tortura hizo crecer el nivel de las aguas, que cubrieron algunas partes de la ciudad construida sobre el río. Pero esto se compensó con los cadáveres de los torturadores, que flotando desde la noche anterior habían formado un gran arrecife al lado de los terraplenes. Sucedió que al perder sus instrumentos no pudieron caminar ni ver, y ciegos como topos y sin ninguna música que los guiase, porque el violín de Triclinio había cesado, cayeron a las aguas profundas hasta llegar a las cavernas habitadas por los peces eléctricos. Devueltos luego a la superficie por leyes inmutables, formaron el piso donde luego se pudo sembrar césped”.
Se sabe que Moyano, exiliado en España, reescribió este relato. Vale aclarar que fue citada la primera versión, escrita en La Rioja de principios de la década del '70, en un contexto de exilio interno, según situó el crítico Adolfo Prieto la producción de Moyano previa a su exilio en España. El texto de Prieto, de 1985, se titula Daniel Moyano: una literatura de la expatriación. Las similitudes de escenario y de tono entre este relato de Moyano de 1974 y el relato desaparecido de Walsh, de 1977, son notables. Esto que escribía Prieto sobre esa etapa de Moyano, entonces, puede inscribirse en esta etapa de Walsh, de la que sólo conservamos restos; una etapa que la dictadura le impidió continuar. Escribía Prieto en 1985:
“La literatura producida en el espacio del exilio interior, menos visible que la literatura escrita y difundida por los nuevos proscritos, sugiere también enunciados menos categóricos. Es de naturaleza incierta, o al menos, problemática, la coyuntura que va de la expresión al silencio, de la aguda conciencia al mimetismo y la disolución. Es problemática la identificación y la autoidentificación de una literatura escrita en el seno de una sociedad represivamente controlada que ha mantenido, sin embargo, el funcionamiento de muchos de los mecanismos de la institución literaria, y que ha buscado convencer y convencerse oficialmente de la persistencia de los niveles normales de comunicación. Llevará mucho tiempo, sin duda, reconstruir las dimensiones materiales, trazar las fronteras y describir los tipos de estrategia con que una literatura condenada a la marginalidad y a ser expresión de la marginalidad, logró perseverar en sus premisas”.
Una imagen real del mismo río
Llevó y seguirá llevando mucho tiempo, como vaticinó Prieto, saber cómo una literatura logró perseverar en sus premisas, y no sólo perseverar, en este caso, sino transformarse en la literatura posible después de Borges y de Cortázar. Por algo Ricardo Piglia tomó la obra de Rodolfo Walsh, de Juan José Saer y de Manuel Puig, en Las tres vanguardias, para pensar la literatura que nacía después de la fundación de la novela argentina. Esta literatura, en parte, es todavía una literatura inconclusa, todavía abierta, que se va componiendo a medida que se compone la historia.
Y al hablar de las reconstrucciones de la historia aparece, de nuevo, Martín Gras, el hombre que reconstruyó junto a Lilia Ferreyra el cuento de Walsh, quien esta semana, en su declaración testimonial en el juicio de lesa humanidad por la Megacausa Campo de Mayo, echó luces sobre el torturador Miguel Ángel Conde, PCI del Batallón de Ingeligencia 601 del Ejército, aquel que, haciéndose llamar Cortez, lo abordó cuando Gras estuvo detenido en la ESMA, diciendo de sí mismo que era un “montonerólogo”, es decir, un experto en Montoneros al que “no le importaba una cita –recordó Gras– sino tratar de comprender los lazos y las relaciones, y poder hacer una prospección de cómo reaccionaría la organización ante determinados hechos. Él trataba de explicarme que no era un milico, que los milicos sólo estaban para dar máquina –torturar–, que él estaba para más”. Miguel Ángel Conde recientemente fue condenado a prisión perpetua y este es el segundo juicio que enfrenta, imputado por secuestros y torturas en Campo de Mayo.
Este ejemplo actual de la declaración de Martín Gras ilustra cómo la reconstrucción de la historia es también la reconstrucción de una literatura: las nociones del campo de acción del gobierno militar se amplían con cada testimonio, ilustrando, con nuevas palabras, nuevas figuras. El poeta Thomas Elliot decía que cada 100 años corresponde que se vuelva a escribir la historia literaria: esta metáfora de alguna forma fue tomada por Piglia, al poner en el centro de la escena académica, por primera vez, a Juan José Saer, a Manuel Puig y a Rodolfo Walsh.
Saer, el autor que con su última frase contradijo y abrió la nota introductoria de su primer libro, escribió un lúcido ensayo por encargo sobre el Río de La Plata, titulado El río sin orillas. Como no podía ser de otra manera, habló en él de los vuelos de la muerte:
“El almirante Massera, uno de los más megalómanos, que después de la masacre pretendió jugar la carta de la salida política, propiciándose a sí mismo, con la complicidad de sus viejos enemigos, como el líder de un movimiento popular de reconciliación, jefe del tristemente célebre Grupo de Tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada, había adoptado la cifra Cero como seudónimo, para significar, probablemente, que su persona era el punto absoluto a partir del cual, como el universo desde el nudo original de materia inconcebiblemente densa, saldría el nuevo orden social. La gelidez mortal del cero absoluto parece ser, por otra parte, la temperatura de sus emociones: sin expresar el menor arrepentimiento, cuando salió de la cárcel declaró que empezaba tomándose unas merecidas vacaciones (había estado preso en una residencia militar con pileta de natación, y salía a la calle cuando le daba la gana) y que a su regreso haría una declaración política. Entre los altos jefes militares que orquestaban la masacre este almirante se destacaba por una iniciativa ética (para hacer justicia a otros jefes, hay que reconocer que no fue el único) consistente en participar en persona, junto a sus subalternos, en los secuestros y en las sesiones de suplicios. Después de los fusilamientos en masa, de los prisioneros embrutecidos con pentotal y tirados vivos al mar o al Río de la Plata desde los aviones o los helicópteros navales”.
De esa época de exilios internos en la literatura argentina es La balada del álamo carolina (1975), el último libro de cuentos de Haroldo Conti, autor secuestrado y desaparecido en el centro de detención, tortura y exterminio El Vesubio. La de Conti también fue una obra de continuidad clausurada y en su último libro, como en todos sus libros, se abrían nuevos territorios, nuevas formas de narrar. Es muy citado el poema japonés que Conti eligió como epígrafe para el cuento que abre el libro:
Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,
la primavera siempre volverá.
Tú, florece.
Vale entonces citar, también, los versos del tema de Bob Dylan que Conti eligió como epígrafe para el relato Los caminos, incluido en La balada:
Y aunque la línea está cortada / señalando el fin / yo solo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo.
La línea estaba cortada, pero los caminos, con ese relato, se abrían para siempre.
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