Los machos de Uriburu
La batalla de los niños bien del nacionalismo oligárquico contra el inmundo trapo rojo
Los comunistas recién iniciaban su caminata cuando tropezaron con una veintena de policías en la esquina de Lamadrid y Almirante Brown, barrio porteño de La Boca. Los militantes eran cerca de doscientos y llevaban banderas rojas. El combate no fue largo, aunque se escucharon unos 150 disparos. Al finalizar, la policía informó que no hubo heridos, pero sí 61 personas detenidas y 61 cachiporras, 35 revólveres, 10 pistolas y 45 cuchillos secuestrados. La movilización se hacía con el propósito de intervenir un mitin anticomunista anunciado para las 16 horas de aquel mismo 20 de agosto de 1932, en la Plaza del Congreso. En este acto, convocado por grupos nacionalistas, se oyeron más tarde vítores al dictador Uriburu, vivas a la patria y un amplio repertorio de marchas nacionales. “La numerosa y entusiasta concurrencia” —según se dijo— escuchó a sus ya no tan jóvenes líderes echar pestes contra los soviets y los que corrompían la república. Y también terminó con disturbios. “Hubo cachiporrazos en el Mitin Anticomunista”, contaron los titulares de la prensa, agregando que hubo pocos heridos y detenidos. En aquellos días de agosto de 1932, se leían críticas en los diarios a las acciones de estos “niños bien”, “improvisados patrioteros”, que atacaban a comunistas y judíos y ponían en peligro a la Ley Sáenz Peña, “la máxima conquista democrática” del país.
Derechas las había y sigue habiendo —como las izquierdas— de varios tipos. Entonces, había que hacer un detallado trabajo para clasificarlos según sus referentes, diagnósticos y proyectos. Los nacionalistas, en aquel entonces, eran generalmente de derechas. Los que se habían reunido aquel 20 de agosto en el mitin anticomunista componían una derecha reaccionaria, elitista y antidemocrática. Estaban al menos los de la Legión Cívica y los de la Comisión Popular Argentina contra el Comunismo. De aquel acto, la prensa destacó el rol de uno de sus líderes, el médico Juan Carulla. Por su oratoria y porque era quien sobresalía con sus vítores a Uriburu. En aquella oportunidad, los oradores no dejaban de mostrar cierta frustración. Hacía menos de dos años, un desordenado movimiento cívico y militar encabezado por el general José Félix Uriburu había desalojado de la casa de gobierno al desgastado líder radical, Hipólito Yrigoyen, y lo había encarcelado en la isla Martín García. Pero el proyecto antidemocrático de Uriburu se había diluido rápidamente, había tenido que convocar a elecciones y abrirle camino a su enemigo interno, el conservador general Agustín Justo: se iniciaba la época de la Concordancia y el “fraude patriótico”.
Carulla era un médico entrerriano que había abrazado tempranamente el anarquismo y la causa de los aliados en la primera guerra mundial, con tanto compromiso que viajó en 1916 a Francia para combatir a los germanos. No son pocas las trayectorias en la historia argentina que enseñan estos bandazos ideológicos. A su regreso, su conversión a un nacionalismo reaccionario y definido como pro-restauración monárquica en la Argentina no fue inmediato, pero sin duda estaba vinculado a las profundas transformaciones que experimentaba el país, en particular al final del régimen oligárquico y a la llegada de Yrigoyen a la presidencia. Luego de editar en la década de 1920 el periódico La Voz Nacional y de participar de la experiencia de La Nueva República, el “órgano del nacionalismo argentino”, cuando vitoreó a Uriburu en la Plaza del Congreso ya había fundado su propio periódico: Bandera Argentina.
Quien quiera conocer sobre la formación de estas derechas argentinas en la era de los fascismos y las catástrofes mundiales no quedará huérfano de trabajos. En general, se coincide en que este nacionalismo de derechas en Argentina nació en aquellos años del surgimiento de la democracia popular y se consolidó en la década de 1930, cuando el patriotismo dejó de ser una actitud y se hizo doctrina. La formación de la Liga Patriótica Argentina fue un hito de estas trayectorias. Se constituyó en 1919, en el contexto del inicio de las masacres obreras de aquellos años, como fuerza de choque anti-obrera y anti-democrática, para luego desarrollar, sin meterse directamente en política, una importante influencia sobre la sociedad, a través de la formación de brigadas e institutos. Pero la derecha de los Carulla, que estaba a la derecha de la Liga Patriótica —por graficarlo de algún modo— se había propuesto ir más allá: de allí su intervención directa en el movimiento golpista de 1930. Las experiencias de los fascismos europeos en crecimiento —los de Hitler y Mussolini, principalmente— servían, más allá de las distancias, como buenos modelos.
Aquel año 1932 era crítico en varios sentidos. Se arrastraba todavía la pesada crisis económica iniciada con el crack de la bolsa de Nueva York de 1929: se acumulaba una caída del PBI del 14% y una desocupación que alarmaba. El movimiento obrero se recuperaba lentamente: sindicalistas, socialistas y sindicatos independientes se habían reagrupado en una cautelosa CGT. Comunistas y anarquistas —los tradicionales y los aggiornados— impulsaban huelgas a veces aventureras y hasta temerarias, pero acumulaban experiencia y lograban algunas conquistas. Los comunistas, principalmente, estaban lanzados a una intensa campaña por organizar los espacios de trabajo, atrapados entre el sectarismo de la dirección partidaria y las necesidades de la lucha codo a codo con lxs trabajadorxs. Contra este izquierdismo y contra los radicales que se levantaban en armas para recuperar la política para las masas, la dictadura de 1930 había decretado el estado de sitio y desatado una dura represión. De forma oficial, se había creado la Sección Especial de Represión del Comunismo y revitalizado las divisiones Orden Político y Orden Social de la Policía de la Capital Federal, se había vuelto a aplicar la Ley de Residencia de 1902 creada para echar a los inmigrantes revoltosos, encarcelado a centenares de militantes de izquierda y consumado algunos fusilamientos.
El improvisado lector de la noticia de los actos y contra-actos de aquella tumultuosa jornada de agosto de 1932, podía leer en la misma prensa sobre las hazañas de la primera aviadora estoniana y una de las primeras recibidas en Alemania, Elvy Kalep, que se proponía seguir haciendo historia y anunciaba que volaría desde California a Atenas en señal de saludo hacia los Juegos Olímpicos que se realizarían aquel año. Fue en aquellos mismos días en que los titulares periodísticos se dirigieron directamente a las lectoras argentinas: “Señora, Puede Usted Votar”, incitaron por primera vez. Es que el 17 de septiembre de aquel 1932, los diputados nacionales aprobaban un proyecto que daba a la mujer argentina mayor de 18 años los mismos derechos políticos que se habían dado dos décadas atrás a todos los hombres nacidos en el país con la sanción de la Ley Sáenz Peña.
“Numerosa concurrencia femenina que asistió al debate aplaudió el resultado de la votación”, se leía. La editorial de un diario de Santa Fe comentaba con satisfacción saber que el país se aprestaba a incorporar a la mujer a la vida democrática: “La guerra del 14 inauguró la era de la mujer. (…) sale del estrecho círculo hogareño en que vivía, para incorporarse con fervor a diversas actividades que el hombre, con ese concepto vanidoso de su superioridad intelectual y física, había osado reservarse para sí”. Algunos días más tarde, otra editorial alertaba sobre una pronta reacción conservadora: “Han expresado algunos de ellos, refiriéndose a la posición de la mujer argentina en la vida y administración del Estado, de la inconveniencia que esa intromisión habrá de importar en el futuro (…) Con una autoridad insospechada, agregan asimismo que el avance del feminismo en los pueblos es síntoma de decadencia”.
En Argentina, los expedientes en favor de los derechos cívicos para las mujeres se registraban al menos desde 1918, cuando surgió el Partido Feminista Nacional con sus simulacros electorales y los pedidos de ser electoras y elegibles. En 1928 habían votado por primera vez las mujeres sanjuaninas y ahora, en 1932, se formaba la Agrupación Femenina Pro-Derechos Políticos de la Mujer en distintas ciudades del país. El radicalismo, convulsionado por las restricciones dictatoriales, abría oportunamente el padrón de afiliaciones a las mujeres.
Por oportunismo electoral, por necesidad de adaptarse a la cultura de masas en crecimiento o por convicción, algunas derechas fueron cediendo al nuevo rol que la mujer iba ganando en la sociedad. Por caso, algunos en el seno del catolicismo aceptaron y promovieron —no sin limitaciones, como la de mantener el trabajo a domicilio— la organización de trabajadoras, como lo muestran las experiencias de la Federación de Asociaciones Católicas de Empleadas o el Sindicato de Costureras. Ligada a estas experiencias, Julia Lebrero, presidenta de la Brigada Nº 38 de la Liga Patriótica Argentina, informaba al Congreso —para solicitar un subsidio— sobre su un Instituto de Enseñanzas y Prácticas para niñas en el barrio porteño de Flores, en el que se enseñaba corte y confección, labores, sombreros, flores artificiales, dactilografía, violín, piano, solfeo, aritmética comercial y telares, además de ayudar a pobres y enfermos. Juan Carulla despotricaba contra estos avances de las mujeres en todos los frentes. Lejos de las alabanzas a la liberación de la mujer que hiciera en su época de anarquista, su reacción estaba estrechamente asociada a sus ideas antidemocráticas y anticomunistas. Al fin y al cabo, el comunismo, el anarquismo, el socialismo y todas las ideologías y movimientos democratizadores confabulaban —de acuerdo a su imaginario— para acabar con la buena familia argentina. La formulación no era compleja: quienes promovían para la mujer las preocupaciones extra hogareñas, llevaban a que descuidara el pilar de la sociedad católica tradicional, atentando contra la propia virilidad de los niños, los futuros patriotas.
Para Carulla y los suyos, Uriburu representaba una memoria de la derecha autoritaria, anti-obrera y anti-democrática, un proyecto frustrado que volvería a renacer y que volvería a frustrarse, con matices, varias veces más. Cuando surgió el peronismo, que tenía un poco de todo, algunos de estos nacionalistas aceptaron el nuevo estado de cosas y otros lo rechazaron. Carulla fue antiperonista y así como se opuso a la jornada legal de 8 horas de trabajo, al salario mínimo y al intento de hacer cumplir el descanso dominical durante el segundo gobierno de Yrigoyen, se opuso a los derechos de la mujer que Evita se cargó al hombro dos décadas más tarde. En aquel agosto de 1932, Carulla y los suyos pudieron alarmarse, pero finalmente se congraciaron de ver que se malograba el proyecto del voto femenino que avanzaba en el Congreso y también, quizás, se hayan burlado de Elvy Kalep que finalmente no pudo realizar su aventura anunciada. Pero su alivio viril duraría poco.
Algunas sugerencias para seguir leyendo:
Fernando Devoto, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna, Siglo XXI Editora, Buenos Aires, 2005
Sandra McGee Deutsch, “Contra ‘el gran desorden sexual: Los nacionalistas y la sexualidad, 1919-1940”, Cuadernos del CISH, 2005.
Mariela Rubinzal, El nacionalismo frente a la cuestión social en Argentina [1930-1943]: Discursos, Representaciones y prácticas de las derechas sobre el mundo del trabajo, Tesis de Doctorado, UNLP, 2012.
Diego Mauro, “La ‘mujer católica’ y la sociedad de masas en la Argentina de entreguerras, En revista Hispania Sacra, 2014.
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