HAMBRES
Hay que combatir el hambre literal pero además hay que acabar con otro hambre, que también incapacita
Veo el Fantasma de la Cultura / Con números en su muñeca. Leonard Cohen, Una calle.
La devastación que crearon Macri y sus cómplices en cuatro años —equivalente a una invasión de las hormigas guerreras llamadas marabunta, que devoran todo lo digerible: desde un escarabajo a un elefante— es tan grande, que al espectro político democrático no le queda otra que enfocarse en la necesidad más perentoria de media población: llenar su vientre a diario, y con el combustible adecuado para garantizar su salud y su eventual desarrollo. ¿Quién discutiría la emergencia que está causando estragos en las vidas de millones de argentinxs? Si existe una urgencia es la de frenar el hambre y la malnutrición antes de que haga más daño del que ya hace a diario. Y si además recordamos la desarticulación del sistema de salud —que entre otros males le abre la puerta a unos casi olvidados, como el sarampión—, el desempleo desbocado y la indefensión a que están expuestos los trabajadores —a los que además les redujeron por decreto las indemnizaciones por accidente—, el panorama se completa de modo escalofriante. Hablamos de medio país reducido a un páramo donde cabalgan cuatro jinetes: Miseria, Hambre, Peste y Muerte. Es así: el gobierno que decía tener las llaves del futuro nos mandó de un patadón a la Edad Media. Si los herederos de Ingmar Bergman cediesen sus derechos para una remake, se podría filmar El séptimo sello en escenarios de la Argentina de hoy.
El hambre literal es el mal que hay que atacar con todos los recursos disponibles. La lógica de ese imperativo es inapelable: aquel/la que no se alimenta como debe no puede ponerse de pie, trabajar creativamente, pensar con efectividad ni asistir siquiera a la gente que tiene más cerca. El hecho de que resulte más difícil de medir que un genocidio convencional —una cosa es sumar cuerpos que se sacan de una fosa y otra más esquiva contar neuronas secas y discriminar muertes que aparecen como "naturales"— no disminuye su dimensión criminal. En un territorio de naturaleza generosa como el nuestro, que haya gente que no coma o que coma mal sólo puede significar una cosa: que hay quienes se están quedando con mucho más de lo que les corresponde. El hambre en la Argentina es un escándalo sin atenuantes.
Pero el literal no es el único hambre que debería preocuparnos. Hay al menos otro que Macri y sus socios vienen perpetrando desde que pisaron la Casa Rosada; más difícil de percibir, y por eso más perverso; pero igualmente dañino, en tanto completa su política de devastación. Porque este otro hambre se encarga de cortar las alas incluso de los sectores que siguieron comiendo cuatro comidas diarias, y de calidad y variedad aún razonable. Me refiero al hambre de la materia cultural que se produce en el país propio: aquellos contenidos multiformes —porque puede tratarse de obras artísticas convencionales, pero también de información y (esto es lo esencial hoy) de los contenidos que circulan por las redes y los medios— sin los cuales la población no puede metabolizar sanamente, o sea digerir, la experiencia de vivir en la Argentina, para transformarla en energía positiva.
El Equipo Más Dañino de los Últimos 50 Años
Planteo la siguiente pregunta, con la intención de que respondan sin googlear (bah: si quieren, googleen tranquilos, que nada cambiará): ¿qué iniciativa o proyecto del ex Ministerio de Cultura, actual secretaría, destacan de los que se llevaron a cabo en estos casi cuatro años de gobierno macrista?
...Algunos pensarán: Eh, no vale, porque yo no estoy atentx ni me especializo en producción cultural. O también: No estoy segurx, porque no consumo medios oficialistas. Asimismo alguien más podría decir: Se trata de una pregunta con trampa, porque da por sentado que durante estos años la secretaría de Cultura hizo algo.
Todas esas reflexiones son atendibles. Habrá además quien caiga en la cuenta, metidx ya en el brete, de que la única actividad del secretario de Cultura que llegó a su conocimiento son sus escandalosas declaraciones. Por ejemplo, afirmar que la Revolución Fusiladora es su golpe militar favorito (producida antes de convertirse en funcionario, es cierto); o su debut como sommelier en materia de hambre, explicándole al pobrerío que ese vacío en sus vientres no es real, sino apenas un slogan de campaña; y su reivindicación del despido de 1.600 personas, hecho que —según sus propias palabras— prueba que es dueño de "coraje, audacia y voluntad política".
La tentación sería concluir que durante la administración del Increíble Presidente Menguante la cartera de Cultura no hizo nada. Bien podría servir, la estampa del secretario Avelluto, como modelo para un eventual Monumento al Ñoqui. Pero en ese caso me vería obligado a manifestar mi desacuerdo. Medido según los parámetros tradicionales de la gestión cultural, puede que Avelluto no alcance la talla del más letárgico de sus predecesores. Pero cuando se pasea la vista por el paisaje devastado que deja a su paso, entiende que lo suyo está en las antípodas de la desidia o la holganza. Muy por el contrario: por su capacidad destructiva, Avelluto merece formar parte de la primera línea del Equipo Más Dañino de los Últimos 50 Años.
Gobierno marabunta
El desguace del sector cultural del Estado es sistemático. Además de los 1.600 despidos, se subejecutó presupuesto año tras año. (Lo cual, por ejemplo, pone en peligro la conservación de las piezas históricas de los museos. Una obra de Pedro Labrini se humedeció después de una lluvia; la imprenta de Borges está abandonada.) Iniciativas como la Orquesta Sinfónica Nacional fueron víctimas del ahogo económico; muchos programas fueron cerrados o quedaron reducidos a su mínima expresión (Puntos de Cultura, Becar, Fondo Argentino de Desarrollo Cultural, CONABIP). El Ballet Nacional que dirigía Iñaki Urlezaga fue disuelto. El programa Ópera y Danza del ex Ministerio pasó de un presupuesto de $ 1.600.000 en 2013 a $ 0 —cero— en 2017.
Tampoco se movió un dedo para aliviar la doble Nelson que la crisis económica aplica a las industrias culturales, tornándolas inviables: hasta las editoriales más grandes se han visto obligadas a reducir su producción, tratando de achicar sus números rojos. (Lo cual supone menos libros que imprimir, distribuir y vender, perjudicando a los trabajadores de cada eslabón de esa cadena.) En 2015 se produjeron 83 millones de libros; en 2018 apenas 43 millones. Y en enero y febrero de este año se fabricó un 35% menos que durante el año anterior.
El Fondo Nacional de las Artes vive en crisis y perdió a su presidenta, Carolina Biquard, que se fue denunciando que la secretaría usaba dinero del Fondo —que técnicamente es autárquico— para financiarse. Durante 2018 le habría solicitado 4 millones de pesos, que el Fondo cedió; pero este año le mangueó 19 millones.
El cine argentino está cianótico. El INCAA estranguló los créditos que se necesitan para filmar, a tal punto que hasta nuestrxs directorxs, actores y actrices de renombre internacional están trabajando en condiciones dignas del Cuarto Mundo. En cualquier país de mediano porte, una filmación de largometraje de ficción dura entre ocho y once semanas. En la Argentina de Macri, hay proyectos cuyo presupuesto es tan insuficiente que se ven obligados a resolverlo todo en... dos.
Desde 2016 la lectura de libros bajó un 12%. La asistencia a recitales, 16%. Las idas al cine, 15%. Hasta la escucha de radio se vio afectada por una merma del 16%.
Durante estos cuatro años la producción cultural corrió atrás de la inflación, lo cual significa que necesitó producir más para sostener el mismo poder adquisitivo. El único sector que creció fue el de los contenidos digitales, que tiene nuevos usuarios y factura más pero está en manos de poquísimas empresas.
En ningún momento Avelluto intentó negar su gesta "civilizadora" sobre tantxs artistas bárbaros. Sólo saltó cuando Alejandro Bercovich difundió por C5N un tramo del documental Los ñoquis, de María Laura Cali, que mostraba a la pareja de Avelluto cayendo en en CePIA (Centro de Producción e Investigación Audiovisual) en enero de 2016 para llevarse de allí costosos equipos, a pesar de no contar con mejores credenciales que su proximidad afectiva con el actual secretario. La defensa de Avelluto se apegó al Manual de Estilo de Cambiemos y procedió a mentir descaradamente: dijo que el CePIA era "una repartición fantasmal" (no lo era) conformada por 70 personas (eran 30); que su pareja Carolina Azzi formaba parte del grupo de "valiosos y valientes voluntarios" que colaboraba con su cartera (la noción que al respecto exhibe el gobierno siempre fue exótica, como lo demostró al prometer que reemplazaría docentes en paro por "voluntarios"); que los equipos seguían estando allí donde debían estar (o sea, donde al secretario se le canta mas no en el CePIA); y que la denuncia de Bercovich sería inválida por provenir de alguien que carecería de entidad intelectual y sería personero de un "machismo arcaico".
Pobre Avelluto. Formó parte de las inferiores del Club de Toby durante tanto tiempo que todavía cree que la entidad intelectual la dispensa él, cuando le pagás la primera cuota y te entrega el carnet.
Podría seguir mencionando casos similares durante el día entero, pero no tiene sentido. Esta parte de la lógica oficial se entiende con facilidad. A esta altura, hasta el más colgado de los ciudadanos entendió que Macri y sus cómplices creen que la función de todo el dinero del que dispone el Estado es ir a parar a sus bolsillos o los de sus socios y/o amigos. (Con excepción, claro, del que derivan a la prensa para que mire para otro lado y aplauda hasta la más indefendible de sus acciones: lo que podríamos denominar La Cultura del Sobre.) No necesitan otra justificación que su condición de insaciables, pero además les consta que la gran mayoría de los artistas no simpatiza con ellos. Eso no les quita el sueño, por supuesto. Es vox populi que los artistas aceptamos vivir a los saltos, porque perseguimos quimeras que sólo se vinculan al dinero de modo tangencial — lo cual prueba, a su juicio, que somos gente poco confiable. (Cosa que les confirmamos cada vez que podemos. Pocas semanas atrás la escritora Tununa Mercado recibió el premio a la trayectoria del Fondo de las Artes y desde el escenario, por todo discurso, dijo: "Agradezco a Milagro Sala, luchadora, presa política de Morales y de Macri. No tengo más que decir".)
Quitarle exposición y medios de subsistencia a los artistas fue, para este gobierno, una decisión que aunaba lo conveniente (retacearles toda la guita que se pueda, para quedársela ellos) con lo placentero (amordazarlos, restarles visibilidad). En este sentido, incumplieron su mandato por partida doble: además de negar el apoyo directo a la producción artística que no es abiertamente comercial, y que toda política cultural democrática sustenta en tanto se trata de contenido estratégico, tampoco terció para aligerar el peso que la crisis volcó sobre industrias privadas, tornándolas inviables. (Ciertas exenciones de orden impositivo, por ejemplo, podrían haber abaratado la producción de libros y concedido una máscara de oxígeno a las librerías.) Pero esta política de omisión, que tanto en común tiene con la gestión oficial de otros tiempos represivos —incluyendo las listas negras—, es apenas una parte de lo que el gobierno practicó en el terreno cultural.
Si me preguntan, yo creo que su política más insidiosa tuvo que ver con la cultura que ofrecieron en la práctica, para reemplazar aquella otra a la cual —porque la oferta disminuyó a la fuerza, y porque no quedaba plata para pagar entradas, libros, discos— el pueblo argentino había perdido acceso.
Querida, encogí a los ciudadanos
Por supuesto que la "cultura macrista" es extensión de las líneas puestas en marcha en tiempos de dictadura o simplemente neoliberales. Y en algunos aspectos, además de una extensión sería un perfeccionamiento. Así como el lawfare y los monopolios mediáticos son un refinamiento del régimen militar —que preserva a los poderosos de las contraindicaciones del remedio castrense—, el torniquete económico y la expulsión de ciertas plumas, figuras y temas de los mass media tornan innecesaria la censura explícita a lo Néstor Paulino Tato; por las dudas, para que entendamos que de todos modos cuentan con que sintamos aprensión, Pato Bullrich engayola o procesa de tanto en tanto a algún twittero ingenuo. (El martes pasado, por mentar el ejemplo más próximo, detuvieron al informático Javier Smaldone —uno de los que venía denunciando irregularidades en el sistema del voto electrónico vía SmartMatic— por el ¿delito? de haber retwitteado información del “Gorra Leaks”, como se conoce a la reciente filtración de archivos secretos de la Policía Federal. ¿La moraleja de esta práctica del gobierno? Ojo con lo que retwitteás, porque podés terminar sopre.)
Lo que hicieron sistemáticamente dictaduras, menemismos y alianzas fue dinamitar los hábitos culturales de los argentinos. En otras épocas, la salida al teatro y al cine formaba parte del menú popular. Hoy son privativas de la clase privilegiada o de las minorías que peregrinan en pos de espectáculos gratuitos o rebuscan entre las ofertas del off. Lo mismo ocurría con los libros. Ver gente humilde leyendo en bondis y trenes las novelitas que se compraban hasta en los kioskos era parte del paisaje. Hasta que la crisis de las editoriales argentinas durante el menemismo —que llevó a su ruina primero, y a la asimilación de sus sellos por conglomerados internacionales— convirtió el libro en un artículo suntuario. A través de la asfixia económica y la jibarización de la industria, estos gobiernos empujaron la experiencia cultural a los brazos de la elite que, además, prefiere su arte desideologizado — y, de ser posible, extranjero.
Para la primera línea del gobierno, que ya no hace esfuerzos por disimular su weltanschaaung racista, los pobres sólo acometen la actividad artística a modo de curro. Días atrás, buscando retrucar un dato de la realidad recogido por Axel Kicillof, Patricia Bullrich dijo que, para sobrevivir, los pobres "hacen changas, son cartoneros o arman un grupo de cumbia". Eso y decir que los únicos que se dedican al arte por vocación son los miembros de las clases privilegiadas sería lo mismo. Lo cual demuestra que la canción de Jacques Brel sigue teniendo vigencia: Les bourgeois c'est comme les cochons / Plus ça devient vieux, plus ça devient bête. ("Los burgueses son como los cerdos / Cuando más viejos, más brutos se vuelven".)
El tema es que una vez que alguien adquirió un hábito cultural, ya no renuncia a él. Quien desarrolló un apetito y cultivó el paladar para diferenciar lo bueno de lo malo, difícilmente retroceda a foja cero. Que no pueda volver al teatro no significa que en las veladas que le quedan libres juegue a la pelota en el balcón o se dedique al shenga. Lo que tiende a hacer, más bien, es a reemplazar un consumo cultural por otro. Y si ya no puede salir, prende la tele o la compu o se aboca al telefonito y su fantasía de un menú infinito de contenidos. En este sentido, el macrismo contó con el viento a favor de las nuevas tecnologías. Ahora, en lugar del teatro, de las salas de cine y conciertos y de los libros y las revistas culturales, hacemos (pretendido) consumo irónico de detritos televisivos, vemos Netflix, apelamos a Spotify y dependemos del suero de las redes sociales. La gente humilde ya no lee novelitas en los bondis: juega al Tetris, mira pavadas por YouTube o boludea con amigos y conocidos a través de su celular. Es decir que tiende cada vez más a entrar en el trueque de eventuales contenidos de belleza estética y/o desafío intelectual por los fuegos artificiales de Instagram, el entretenimiento vacío y la voz de muñeca Yoly Bell que sale de Mariana Fabbiani.
Para ponerlo de otro modo: el pueblo argentino sigue necesitando alimentarse de cultura, pero ya no dispone del menú de antaño y por eso le entra a lo que hay, que tiende a ser el equivalente cultural de la comida chatarra. Eso es lo que más abunda en las redes, los medios de comunicación masivos y la televisión nacional de aire y cable: información del mismo valor nutricional y calórico que una dieta excluyente de BigMacs. Con deliberación, el macrismo se asoció a la producción de ciertos contenidos de forma de someter a la mayoría de la población a una dieta cultural mandatoria. Resulta inevitable asociar este proceso al documental Super Size Me (2004), donde Morgan Spurlock registró lo que le ocurre a un ser humano si sólo consume comida de McDonald's. Spurlock —que ofició además de conejillo de Indias— aumentó once kilos en un mes y empezó a tener severos problemas de salud. (Perder ese sobrepeso le costó además catorce meses extra, sometido a una estricta dieta vegana.) Eso es lo que nos está ocurriendo: puede que muchos no perciban ya la carencia de cultura genuina que padecen, pero eso es porque están hinchados a causa de tanta mierda que consumen a diario — culturalmente malnutridos.
Por eso hay que entender que el cepo a la producción cultural y la chatarra que producen las factorías de contenidos que bancan al macrismo no son efectos colaterales de un plan económico. Son, por el contrario, objetivos centrales de esa misma urdimbre, en tanto determinan las condiciones necesarias para su prolongación en el tiempo. Como dije más arriba, se trata de un perfeccionamiento del plan de siempre. Para ponerlo en los términos que Walsh empleó en su Carta: ahora entendieron que, para empujarnos a la miseria planificada y que nos quedemos ahí sin protestar, necesitan además someternos a la brutalidad planificada.
Luz y fuerza
Entre los desafíos que deberá enfrentar el nuevo gobierno estará, pues, el de sacar al pueblo argentino del pozo cultural al que el macrismo lo empujó. Y desde el minuto uno, porque si no se le suministran pronto las herramientas que necesita para metabolizar el duro trance que nos espera, será presa fácil de los profetas del odio y empezará a jugar políticamente en pos de la restauración neoliberal.
Hay que saciar el hambre literal y también el hambre de contenidos populares de calidad. Para que salgamos adelante, la maniobra debe ser simultánea. Por fortuna, disponemos de la materia prima: contamos con artistas y técnicos de primer nivel internacional. Pero es aquí donde se plantea el desafío político más grande: ¿en qué dirección vamos a alentarlos a trabajar?
Hasta 2015, el gobierno popular llevó adelante una política que seguía entendiendo la cultura en el sentido más tradicional y se ponía al servicio de los artistas. Pero la crisis que detonó el Increíble Presidente Menguante cristalizó en lo que debería ser una oportunidad histórica. La cultura ya no es lo que era: a consecuencia de la revolución que supuso el sistema internet, hoy la comunicación es la cultura, y lo que no circula a la velocidad del rayo por sus vasos comunicantes —aquello a lo que no podemos acceder con un clic en las pantallas del celular o la computadora— se automargina del circuito. Ahora que hay que restartear la máquina productora de contenidos de índole popular, conviene aprovechar el GPS del que ya disponemos y no retornar al camino trillado, sino al trazado por la política cultural que este momento demanda.
Esto supone, en primer lugar, alentar la producción que haga mejor uso de los nuevos formatos comunicacionales y narrativos. Sin dejar de sostener la cultura tradicional —que necesita del apoyo del Estado para no extinguirse—, hay que apostar por los contenidos que nacen perfilados para las modalidades actuales del consumo cultural, que cada vez tienden más a organizarse en plataformas — ya se trate de música, cine, series, historietas y hasta teatro. Esta rara vez, la tecnología puede jugar a favor nuestro: se trata de convertir cada teléfono y cada computadora en una fuente de energía para el empoderamiento de los ciudadanos. Pero para que eso ocurra, hay que ofrecerles los contenidos adecuados.
Lo cual conduce al segundo imperativo: garantizar la emisión y adecuada circulación de los nuevos contenidos. Lo cual supone intervenir en el campo de juego de la comunicación. Potenciar el sistema oficial de medios es necesario, pero no suficiente. Puede ser muy útil en una primera fase del nuevo gobierno, siempre y cuando en paralelo vaya articulándose el cambio estructural. Porque si el Estado no interviene para nivelar la competencia en materia comunicacional, estaremos en el brete de siempre: contaremos con lxs mejores productorxs de contenidos, pero no podremos ofrecerles condiciones dignas de difusión para que accedan a un público masivo. Por eso hay que apoyar a los medios que mantuvieron viva la resistencia a pesar de contar con mínimas herramientas, pero también crear las condiciones para el surgimiento de nuevos actores. (La experiencia reciente sugiere una condición sine qua non: que estén verdaderamente comprometidos con el proyecto político nacional, y no sólo de la boca para afuera.)
Se ha dicho con insistencia que el objetivo no era volver porque sí, sino volver mejores. Ser fieles a ese propósito supone hacer lo que haya que hacer —o sea, crear lo que sea menester crear—, para que el próximo intento de empujarnos al pozo de siempre no comprometa nuestro equilibrio. Ya sabemos cuál es la función geopolítica que determinaron para la Argentina hace décadas, y a miles de kilómetros de distancia: una y otra vez han intentado encajarnos en un molde de servidumbre neocolonial que está en las antípodas de la voluntad soberana de nuestro pueblo, porque deja a dos tercios de la masa afuera. Por eso mismo tenemos que desplegar toda nuestra potencia desde el 10 de diciembre para que, ante la carga de las marabuntas que retornarán cuando crean llegada la hora, se topen con defensas sólidas que les impidan cebarse nuevamente en la carne y el espíritu de nuestra gente.
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