LOS DESAFIANTES

Nickel Boys colabora a encontrar la salida a este laberinto, donde cuatro ojos ven más que dos

 

Yo veo cine todo el tiempo. Y en general no elijo cualquier cosa. Dado que me informo sobre lo que se produce, leo repercusiones y análisis, y también porque cultivo un olfato fílmico desde hace décadas, me concentro en la cosecha de lo mejorcito que anda dando vueltas. (Siempre desde mis predilecciones estéticas, por supuesto. Que muchas veces no coinciden con lo que la intelligenzia del cine te vende como el último grito. Días atrás vi Babygirl, que venía con un hype tremendo, y me pareció una porquería.)

Para decirlo en criollo: uno, que vendría a ser un profesional de la cosa, está mal acostumbrado. No se lleva cualquier cosa a los ojos. Pero aun así, a pesar de que estoy habituado a consumir de la buena (hablo de cinematografía, manga de mal pensados), no existe nada que amortigüe el shock que produce toparse con una películón. Encontrarse ante una maravilla del cine es una experiencia deslumbrante, porque renueva la fascinación con ese arte: es como volver a enamorarse por primera vez.

 

 

Eso es lo que me pasó con Nickel Boys, debut en la ficción del cineasta estadounidense RaMell Ross. La vi el domingo pasado (está en la plataforma de Amazon Prime, aviso), antes de la ceremonia del Oscar. Premio al que aspiraba en dos categorías importantes: Mejor Película y Mejor Guión Adaptado. Yo sabía que tenía cero posibilidades de acceder al premio mayor, las favoritas —películas con grandes y caras campañas proselitistas por detrás— eran otras. Pero, después de haberla visto y de zamparme al día siguiente la novela que recrea, considero que no haberle dado el Oscar al Mejor Guión Adaptado debería ser un escándalo. The Nickel Boys de Colson Whitehead, premio Pulitzer del año 2020, es una novela bellísima, y la película de RaMell Ross es un modelo de adaptación, que debería estudiarse en las escuelas para aspirantes a cineastas. En cambio la Academia premió a Peter Straughan, que es un buen guionista —su adaptación de Tinker Tailor Soldier Spy (2011) fue elegante y precisa—, pero en Cónclave, que ganó ese Oscar, no hizo otra cosa que pulir una novela de Robert Harris que no es más que lectura de aeropuerto.

Vuelvo a Nickel Boys. Cuando empecé a leer comentarios sobre la película, me llamó la atención que estuviese construida sobre un recurso narrativo muy jugado, de esos que suenan de maravillas en la teoría pero se encarajinan en la práctica. Me refiero al hecho de usar la cámara no como un ojo que registra las escenas desde afuera —el equivalente de un testigo confiable, digamos—, que es lo que hacen el 99% de los films, sino para representar la percepción de los protagonistas. Nickel Boys cuenta su historia a través de los ojos de sus personajes centrales. Todo lo que se ve en la pantalla es exactamente lo que ellos ven, y nada más.

 

 

Ojo (no apelé a la palabra ojo como chiste pero pueden capitalizarla como tal, no presentaré quejas), que esta no es la primera vez en la historia que se apela a ese recurso. Ya lo usó Robert Montgomery en 1947, en su adaptación de una novela de Raymond Chandler, Lady In The Lake. Allí, todo lo que se aparecía en la pantalla era lo que veía el detective Philip Marlowe mientras trataba de resolver un caso. La idea sonaba brillante, pero la película fue un fracaso. El público no quería ser Marlowe: quería ver a alguien interpretando a Marlowe, como lo había hecho el imborrable Bogart el año anterior, en El sueño eterno de Howard Hawks.  

En la narración tradicional, la cámara muestra todo lo que hay que saber para que el relato funcione. En literatura se llama a este recurso relato omnisciente: quien narra es como un dios que está en todas partes y todo lo ve, y que ordena la historia, descartando lo innecesario, para que la entendamos sin problemas. Entre lo que nos muestra siempre, sí o sí, están las reacciones de los protagonistas, que revelan con su cuerpo y con sus expresiones lo que van sintiendo y, de ese modo, le indican al público qué debe sentir. El problema es que, cuando renunciás a mostrar cómo es el protagonista de la historia y cómo impactan los hechos sobre su humanidad —cuando el relato omnisciente se vuelve el equivalente de una literatura del yo— la narración tiende a enfriarse, deja de garpar emocionalmente. Porque el ojo de la cámara es, en sí mismo, gélido. Aunque muestre lo que la acción produce en los otros, aunque se manipule el cuadro para que opere como una proyección de lo que el protagonista está sintiendo, la mirada no revela sus emociones. Si ves un zócalo es un zócalo, si ves un charco de sangre es un charco de sangre. Lo que nunca llegan a ser, ni el zócalo ni el charco, es la subjetividad de quien mira.

 

El escritor Colson Whitehead, dos veces ganador del Pulitzer.

 

La pantalla refleja lo que la lente registra como equivalente del ojo humano, pero no alcanza a reflejar lo que piensa y siente el alma que está detrás de ese ojo. En algún sentido, podríamos decir que es un recurso narrativo más democrático, porque no manipula las emociones del espectador como un titiritero despótico, que es lo que suele hacer el cine de Hollywood. Deja la elaboración de los pensamientos y los sentimientos en manos del público. Pero claro, quien dice elaboración dice trabajo y, ¿quién quiere ir al cine a trabajar, salvo que sea empleado de la sala? La mayoría del público pretende que la película se lo dé todo masticado, pre-digerido. Odia las sorpresas, no quiere que un film se aparte de aquello que espera. (Miren, si no, lo que le pasó a la pobre Joker 2, que todavía sigue siendo objeto de escarnio. Durante la ceremonia de los Oscar, subieron al escenario los bomberos que lidiaron con los incendios de Los Ángeles y uno de ellos leyó la siguiente broma: "Nuestro corazón está con todos aquellos que perdieron sus casas. Me refiero a los productores de Joker 2".)

El público masivo cuenta con que el film que eligió le transmita de forma inequívoca qué debe sentir. No va a desconcertarse, a confundirse, a interrogarse sobre lo que le pasa, a diseccionar sus emociones profundas. Va a que le pulsen dos o tres reacciones previsibles, y a que lo reaseguren al final. Quiere salir del cine sintiéndose exactamente igual que al comienzo, sólo que exaltado — sabiéndose igual, pero creyéndose mejor.

 

El director RaMell Ross: cuatrojos, tenía que ser.

 

En ese sentido, la decisión que tomó RaMell Ross era muy arriesgada. Para empezar, debido a lo que aconsejaba el precedente de Lady On The Lake. (Que también fue el debut como director de Robert Montgomery, y cuyo fracaso le costó su carrera.) Pero además, por la naturaleza del relato original. La novela de Colson Whitehead no es un relato experimental. Es un relato en tercera persona, o sea —en ese sentido— convencional. Y la historia que cuenta no es un relato frío, cerebral. Transmite la experiencia de dos adolescentes afro-americanos, Elwood y Turner, en un reformatorio espantoso, a comienzos de los '60.

A pesar de que el movimiento por los derechos civiles ya está en marcha, en Nickel –que así se llama el instituto— se esclaviza a los pibes para lucrar con su trabajo impago, se los tortura si perturban el orden y, si molestan demasiado, se los hace desaparecer. (Nickel es una invención del escritor, pero refleja lo que ocurrió en institutos muy reales como el Dozier School del estado de Florida, cerrado en 2011 en medio de un escándalo y una investigación forense que desenterró 55 cadáveres sin nombre.)

 

Así era el instituto Dozier, el reformatorio real que inspiró "Nickel Boys".

 

Como ven, se trata de una historia de abusos que nada tiene de novedosa, en el contexto de la salvaje historia de los Estados Unidos y su constante desprecio por todos aquellos cuya piel no es blanca. Más aún: si RaMell Ross la hubiese filmado a la manera de Hollywood, estrujando nuestras cuerdas emocionales y forzándonos a cerrar los ojos ante la crueldad explícita, seguramente hubiese ganado algún Oscar. (Ese es el subtexto de ganadoras recientes como 12 Years A Slave, que es de 2013, y Green Book, que es de 2018.) Pero eligió ser fiel a la intención del novelista Whitehead, que tomó una historia que podía sonar remanida —otro episodio más de la crueldad que los descendientes de los esclavistas perpetran sobre los descendientes de los esclavos— y eludió los lugares comunes —las escenas de violencia explícita, el drama convencional— para convertir la experiencia de Elwood y Turner en una reflexión existencial.

Y por eso, en lugar de documentar de manera objetiva cuánto sufrieron Elwood y Turner, o de conectarnos emocionalmente a través de un personaje blanco que se sensibiliza ante su drama (¡que es lo que Hollywood hace casi siempre!), RaMell Ross nos mete dentro de la piel y la mente de sus protagonistas, de la forma más literal que el cine permite. Y no sólo a través de las imágenes, también usa el sonido de manera coherente. Los personajes con quienes los protagonistas interactúan suenan como suelen sonar los personajes en el cine, pero cuando son Elwood y Turner los que hablan, sus voces suenan como si proviniesen no de los parlantes del cine, sino del interior de tu cabeza. El director no se limita a contar una experiencia: te convierte en parte de ella. Mientras ves Nickel Boys, sos negro, hermano. Y al mismo tiempo, a pesar de que el truco narrativo podría haber sido explotado de forma efectista —por ejemplo, dejándote atrapado dentro de Elwood, cuando lo cagan a cinturonazos hasta que la tela de sus pantalones queda metida dentro de sus heridas—, RaMell Ross elige la misma elegancia con que Colson Whitehead escribió su novela. No te dicta qué sentir, qué pensar. Te ofrece el material dramático y te invita a terminar de procesarlo vos, como te plazca.

Por eso, no existen garantías respecto de lo que sentirás cuando termines de ver Nickel Boys. Pero, si mi experiencia sirve de parámetro, diría que lo más probable es que para entonces estés replanteándote algunas cuestiones esenciales, respecto de tu identidad y de tu existencia. Como le ocurre a Elwood y a Turner, los pibes de Nickel.

 

Elwood (Ethan Herisse), en los ojos de Turner.

 

 

 

Nuestra porción

Cuando arranca Nickel Boys, la sensación es de extrañamiento. Vas a demorar algunos minutos en entrar en la lógica del relato, porque para el común de los espectadores, por costumbre, ninguna película arranca en términos dramáticos hasta que el autor nos presenta a su protagonista. Y acá, desde el primer cuadro —lo que registran los ojos de Elwood, mientras se encuentra tumbado en medio de un naranjal—, el protagonista sos vos. Y lo que se muestra no son secuencias completas, que construyen una acción que avanza y se articula linealmente, sino imágenes sueltas, fragmentos. La sensación es la de estar viendo un álbum fotográfico con movimiento: una imagen fugaz de mamá durante una reunión de adultos;, la abuela armando el arbolito; el piolín que el pequeño Elwood usó para arrancarse un diente; Martin Luther King multiplicado en los televisores de la vidriera del negocio de electrodomésticos; la TV hablando de los progresos del programa espacial Apolo; una humillación callejera a manos de un desagradable viejo blanco; el hallazgo de una moneda en el suelo.

Y todo esto, sin ver nunca a Elwood, sin identificarlo bien, salvo de forma indirecta. Cuando pescamos su reflejo sobre la plancha de la abuela Hattie (Aunjanue Ellis). Cuando la ventanilla del ómnibus en el que viaja superpone su reflejo sobre la imagen de la calle. Cuando el cristal del negocio de electrodomésticos funciona como espejo y lo muestra viendo al doctor King. Cuando contemplamos las fotos que se sacó con una noviecita, en una de esas máquinas que te ofrece una tira de imágenes a cambio de una moneda.

Uno tiene la sensación de que no está pasando nada, de que nos están sometiendo a un relato descoyuntado. Y sin embargo, está pasando mucho. El tema es que RaMell Ross lo está contando de un modo que no es el habitual, y que al mismo tiempo procede con una enorme sutileza. Durante la breve escena que cuenta que a los pibes de Nickel se les concede apenas dos minutos para ducharse debajo de una única roseta de agua, hay que estar concentrado para percibir en sus espaldas la marca dejada por los cinturonazos de las autoridades.

 

Turner (Brandon Wilson), en los ojos de Elwood.

 

Por un lado, esas imágenes sueltas construyen una certeza respecto de tiempo y lugar. Estamos en el sur de los Estados Unidos, a comienzos de los '60. Nos lo sugiere la aparición de un caimán y una publicidad oficial de la Florida, que además vincula esa localidad con la industria de los cítricos, presentes desde la primera secuencia. Entendemos que nos tocó ser negros, como lo revela la mano izquierda que asoma en el cuadro inicial, la visión de mamá, la abuela de rodillas que limpia lo que los clientes blancos del restaurant rompieron, el ómnibus segregado —los blancos adelante, los negros al fondo—, el descubrimiento de que los libros de la escuela han sido usados previamente por alumnos blancos, que no se privaron de dejar mensajes agresivos. (Uno de ellos se tomó el trabajo de animar la secuencia de un linchamiento en el borde de un libro, para que el negro a quien le toque la vea en acción cuando pasa las páginas a velocidad.)

A la vez, existe la conciencia de que se trata de un tiempo de cambios esperanzadores. El doctor King martilla sobre la idea de que la libertad verdadera ya no puede estar muy lejos. Elwood participa de una protesta y su imagen sale en los diarios. (Colson Whitehead, el autor de la novela, admitió que Elwood representa una de las posturas que pulsean por su alma, aquella que quiere creer en la bondad intrínseca del ser humano y en el eventual triunfo de la lucha pacífica.) Su maestro, el señor Hill, consigue que asista a una escuela avanzada, que beca a alumnos brillantes que carecen de dinero con que pagarse una educación de calidad.

 

 

Es decir: estamos en perfectas condiciones de entender la circunstancia de Elwood y cómo progresa su historia, de la infancia a la adolescencia, en cuestión de minutos. Pero, al mismo tiempo, la fragmentación del relato está contando algo más. Ninguno de nosotros tenía identidad plena, una profunda noción de sí mismo, cuando éramos críos. Lo que recordamos es tan episódico, tan desarticulado, como lo que Elwood recuerda. Y el trabajo que Elwood hace durante ese tramo inicial es el mismo que hacemos todos a esa altura: tratar de entender quiénes somos, y cómo es el mundo que nos rodea — luchar por hacer sentido a partir del sinsentido de las cosas sueltas que van ocurriendo. A lo que Elwood en particular suma un trabajo extra, que un discurso de King explicita: los ciudadanos afro-americanos de los Estados Unidos necesitan trabajar para adquirir conciencia de su verdadera identidad como comunidad, que no es aquella que los blancos confeccionaron y les encajaron de prepo, como una camisa de fuerza.

El doctor King apela a un neologismo, se toma el trabajo de inventar una palabra para que su gente lo entienda mejor. Dice que los afro-americanos deben andar por la vida y por las calles sabiendo que valen, que poseen dignidad, que son dueños de lo que llama somebody-ness. Somebody significa "alguien", y ness es el sufijo que describe la cualidad de algo. Somebody-ness vendría a ser, entonces, la cualidad de llegar a ser alguien, como opuesta a la cualidad de ser nada, que era todo lo que los blancos esperaban —y muchos esperan todavía— de los negros. Por eso no es casual que, a continuación de una escena donde vemos y oímos a King, Elwood contemple su propio brazo, es decir se estudie a sí mismo, y repare en los escalofríos que erizan su piel. Está aprendiendo a ser, y a ser negro en América. Está empezando a armar el rompecabezas de su existencia.

El problema es que esa sensación de sí mismo va a chocar contra la América que se resiste al cambio. Elwood deja su casa para iniciar lo que debería ser una etapa superadora, en la escuela superior que lo ha becado. Pero su pobreza lo condena, porque como no tiene dinero para el viaje decide ir caminando, y en la ruta acepta subirse a un auto que conduce otro afro-americano como él. Un vehículo que, ay, ha sido robado, y al toque es interceptado por la policía. El hecho de que Elwood no conociese al ladrón no le importa a nadie, la Justicia lo considera cómplice y lo condena a pasar una temporada en la academia Nickel.

 

La abuela Hattie (Aunjanue Ellis-Taylor) y su torta reveladora.

 

Entonces tiene lugar una escena crucial. La noche previa a su traslado a Nickel, Elwood —que viene de contemplar cómo el tiempo escapa como agua entre sus dedos, mientras su abuela Hattie lucha infructuosamente para que no se lo lleven— espía a su abuela desde el umbral del comedor. Ella está sentada a la mesa, cortando una torta que ha preparado para mimar a su nieto antes de perderlo. Y mientras lo hace, creyéndose sola, Hattie recuerda en voz alta cómo perdió a su marido y a su padre, acusado por una mujer blanca de haberle obstruido el paso, para ser detenido por eso y aparecer colgado en una celda poco después.

Pero el Elwood que contempla a esa abuela ya no es el niño disperso, sino el jovencito de identidad que está cuajando. Y desde esa nueva conciencia de sí, puede permitirse mirar de otra manera. Elwood empieza a recortar dentro del plano aquello que le parece significativo. Aunque esté a distancia de la torta, ahora su alma está en condiciones de hacer zoom y concentrarse en lo que más le importa: el detalle del cuchillo que la abuela raspa contra el borde del plato-fuente, los dedos de Hattie limpiando la hoja de metal. A esa altura Hattie ya ha entendido que no está sola, porque aunque no mira a Elwood —que se está acercando, vemos que se acerca—, escucha sus pasos sobre el piso de madera. Pero Hattie no se interrumpe, sigue hablando en voz alta y entonces dice, ahora sí para Elwood, mientras continúa lidiando con la torta: Your portion is pain. Tu porción es dolor. Y le acerca un plato, un regio cacho de torta coronado por una frutilla.

El relato de Nickel Boys va evolucionando y perfeccionándose a medida que Elwood lo hace. Y tan pronto ingresa a Nickel, el director aprovecha para dar otro salto, complejizar la narración y refinar el recurso de la mirada en primera persona, de la cámara como un yo.

 

 

El segundo de los protagonistas del film, Turner, irrumpe allí. Es uno más de los pibes que ya están internados cuando Elwood llega. RaMell Ross duplica entonces una escena, que tiene lugar en el comedor de la institución. Primero la muestra desde la mirada de Elwood, cuyos ojos ven —y así nos muestran— a Turner. Y acto seguido la repite, tal como la registran los ojos de Turner, que nos permiten ver plenamente a Elwood por primera vez. A partir de entonces, la narración pivotea entre los puntos de vista de ambos. Turner se convierte en nuestro segundo par de ojos, nuestro segundo yo. Y ese ida y vuelta dramatiza la tensión entre maneras muy distintas de atravesar la experiencia en Nickel, y por extensión la vida. Porque la tradición describe la batalla por el alma de la minoría negra como un enfrentamiento dialéctico entre el doctor King, que como nuestras Madres y Abuelas abogaba por la lucha no violenta, y Malcolm X, que recomendaba responder a los palos con más palos. Pero, para el escritor Colson Whitehead, la opción vital no pasó nunca por la oposición King-Malcolm X, sino por la oposición entre King —o sea Elwood, el que confía en la política como herramienta virtuosa para cambiar la realidad— y su costado más realista, más acomodaticio, representado por el buscavidas de Turner. Que nunca tuvo una abuela que lo cuidase, sino una madre que lo abandonó porque amaba el alcohol más que a él. Y que entiende que a ciertas realidades no podés irles de frente, a pecharlas, sino que hay que sortearlas, como quien está embarcado en una carrera de obstáculos.

A partir de que el relato se bifurca entre Elwood y Turner, eso es lo que Nickel Boys comienza a contar. No sólo de modo objetivo, a través de su historia, sino a través de la forma de su relato. ¿Cómo sobrevivirán Elwood y Turner a Nickel, qué subsistirá a la picadora de la experiencia que les ha tocado? Pregunta que, de manera tácita, podría extenderse a los espectadores: ¿cómo sobreviviremos nosotros, a la circunstancia vital de la que participamos? ¿Yendo de frente, mientras agitamos la bandera de la virtud, o explotando las debilidades del sistema y metiendo presión sobre sus rajaduras, sin llamar la atención sobre nosotros mismos? ¿O un mix de todo, como diría Rinconet?

El planteo central de Nickel Boys es, pues, tan existencial como político.

 

 

 

 

It takes two

Desde el comienzo me llamó la atención una de las decisiones creativas de Colson Whitehead. (Vaya karma el del hombre, ser un escritor afro-americano y llamarse Cabezablanca de apellido.) El tipo podría haber ubicado la acción en un tiempo de segregación plena. La escuela Dozier, que fue su inspiración, existió durante más de un siglo. Pero decidió que su historia coincidiese con los mayores avances del movimiento por los derechos civiles, cuando el doctor King era el Maradona de su pueblo y se lograban conquistas sustanciales. (La Ley de Derechos Civiles, que convirtió la segregación en delito y garantizó la inscripción de los afro-americanos como votantes, es de 1964.) Sin embargo, Whitehead quiso que la identidad de Elwood como una de las primeras personas afro-americanas en condiciones de ser libre de verdad chocase contra la realidad profunda que, más allá de las leyes, se resistía a cambiar.

Ese fue uno de los aspectos de la novela y del film que más me sacudió. Porque ambas obras existen, y por ende son leídas y vistas, desde el contexto de un Occidente que experimenta una regresión impensada. Si bien es cierto que, para casi todos los seres humanos, crecer implica descubrir que el mundo no es lo que creíamos que era, este presente nuestro está exacerbando esa experiencia. Así como Elwood descubre que la igualdad y los derechos civiles triunfaron en los papeles pero no en la calle, nosotros estamos descubriendo que nada en nuestro mundo es como creíamos que era. Ni la democracia, ni el orden legal, ni el sistema político, ni el pueblo. El orden en el cual crecimos y fuimos educados exhibe su endeblez esencial, con un descaro que linda con lo obsceno: lo creíamos de hierro cuando era de papel, una mascarada digna del Mago de Oz. Los ricos y poderosos hacen lo que quieren, con un desparpajo que no tenían ni los monarcas del absolutismo. Y la violencia del topetazo entre lo que creíamos que era el mundo y la realidad actual es tan estrepitosa, que amenaza nuestra sanidad mental.

 

 

Nickel se dedica a hacer trizas el idealismo de Elwood, que en la novela define el lugar como "una Máquina de Miseria Perpetua, que operaba por sí misma, sin agencia humana". Pero más adelante el narrador corrige esa percepción. Nickel, subraya, "magnificaba y refinaba la crueldad del mundo". Es decir que, lejos de ser una excepción, el instituto –y de manera especialmente dolorosa, el instituto en pleno auge de los derechos civiles— no era otra cosa que un microcosmos donde actúan los mismos instintos deshumanizadores que campean en el mundo exterior, o por lo menos en el mundo donde prima el capitalismo al estilo occidental, esa Máquina de Miseria Perpetua.

¿Se puede construir algo contundente y duradero a partir de las astillas de nuestro idealismo? Porque la violencia no es una opción, desde que la desproporción entre fuerzas es atroz. Entonces, ¿la única salida que queda es el pragmatismo de Turner, que apuesta a pasar desapercibido y zafar de manera individual? A simple vista, la resolución de Nickel Boys podría sugerir que sí. Pero, apenas la pensás un poco (es decir, si le das la oportunidad de completar su proceso, en el interior de tu alma), comprendés que la respuesta de Colson Whitehead y del director RaMell Ross es más bien otra, tan compleja como la forma del film. Porque, así como de retazos o fragmentos de apariencia inconexa puede construirse un film, también puede construirse una vida que aspira a la felicidad. ¿Qué es una casa, sino la articulación coherente de un montón de ladrillos que terminan por configurar una unidad? ¿No es así, en último término, como funciona la educación vital, a partir de la apropiación y adaptación de modelos o esquemas que probaron su funcionalidad? ¿No aprendemos a escribir leyendo, y a hacer cine viendo cine? ¿No elegimos nuestra forma de vivir a partir de aquellos que, con su accionar o con sus ideas, nos han inspirado o han probado ser dignos de emulación y nos han instado a formular nuestra propia síntesis?

Nickel Boys es una película sobre la identidad. Por supuesto que sobre la identidad de la minoría afro-americana, pero también sobre la identidad humana en general. Sobre el arduo proceso que demanda llegar a ser quienes somos, y en particular llegar a ser alguien que, más allá de los contratiempos y los sinsabores, puede decir que ha vivido una vida plena.

 

 

Mientras buscaba la forma ideal de expresar esta idea, creí recordar que existía un refrán que la sintetizaba. Qué cosa extraordinaria es la cabeza, que opera de formas tan misteriosas. Me dije que el refrán era uno en inglés que dice it takes two to make a village, algo así como hacen falta dos para armar una aldea. Y ahí nomás me di cuenta de que no, de que mi mente había mezclado dos refranes. El que dice it takes two to tango, o sea, hacen falta dos para bailar el tango, y el que dice it takes a village to raise a child, hace falta una aldea para criar a un niño. Aun así, ambos comunicaban una misma idea, o al menos ideas complementarias. Nadie puede solo. Cada uno de nosotros es a la vez muchos, está construido por infinidad de ladrillos que nos donaron otros, a través de un sistema que no se extingue en la infancia sino que funciona la vida entera. Lo cual prueba que la noción de la salvación individual es una mentira, y además una mentira peligrosa. Aunque te aferres al egoísmo como una bandera, aun cuando digas todo lo que me interesa es mi propio yo, mi par de ojos, la experiencia te enseñará que necesitás de los ojos de los demás para aprender a ver de verdad. Porque, si no tratás de ver también a través de los ojos ajenos, vas a terminar ciego.

Desde que vi La zona de interés, hace ya dos años, que no encontraba con una película que me impresionase tanto. Si observás su carrocería y nada más parecen vehículos muy diferentes, pero comparten un mismo motor. El film de Jonathan Glazer muestra cuán cerca estamos de la banalidad utilitaria del mal, cuando no pensamos más que en nosotros mismos. El film de RaMell Ross ayuda a que aceptemos que este mundo no se parece en nada a lo que creíamos que era, y sugiere que, para no hundirnos con él, entendamos hasta qué punto estamos hechos por, y por ende dependemos de, los demás. Son films cuya forma parece fría pero a la vez es perfecta, porque proviene de la honestidad intelectual de no subestimarnos como público, de invitarnos a completar en nuestras almas la tarea que sus creadores iniciaron. Películas que no se prestan a la sensiblería made in Hollywood sino que hacen gala de inteligencia emocional y nos llaman a ser inteligentes también, a superarnos.

 

 

 

Cuando vi que tanto la película como la novela apelaban para construirse a Fuga en cadenas —el film que Stanley Kramer estrenó en el '58, cuyo título original es The Defiant Ones, Los desafiantes—, mi alma pegó un saltito. Se trata de una película que recuerdo bien, me impresionó mucho cuando la vi por televisión, en algún momento de los '60. Cuenta la historia de dos convictos, uno blanco (Tony Curtis) y uno negro (Sidney Poitier), que consiguen escapar, pero limitados por la cadena que los une por la muñeca. En esa emergencia, blanco y negro comprenden que no les queda otra que cooperar para sobrevivir. (It takes two...) RaMell Ross usa imágenes de Fuga en cadenas en dos secuencias, pero la más importante es la primera, cuando incluye la escena inicial del film de Kramer. Allí Noah Cullen —el personaje de Poitier— entona una suerte de blues, deliberadamente mal. El tipo está en un camión celular, encadenado y rodeado de presos y guardias blancos, y no deja de cantar de forma exasperante. Yo también fui construido por esa película, y tal vez por eso encontré en Nickel Boys un compañero de camino. Como Noah Cullen, como Elwood y Turner, entiendo que no soy libre como quisiera, que vivo arrastrando cadenas, tanto reales como simbólicas. Y que esa circunstancia me dificulta hacer la revolución que querría hacer. Lo tengo claro.

Pero, mientras pienso y articulo y espero el momento de sumarme a la rebelión generalizada que tarde o temprano llegará, nada me impide —como a Noah Cullen— molestar. Perturbar el orden injusto, volverme incómodo. Eso hacen las películas como La zona de interés y Nickel Boys. Eso es algo que podemos hacer todos. Ya mismo. Estemos donde estemos.

Molestar. Hasta que nuestra canción exasperante derribe los muros.

 

 

 

 

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