Los cuerpos hablaron
Prisión perpetua para los responsables de los vuelos de la muerte en Campo de Mayo
En la primera semana de diciembre de 1977, cuatro cuerpos fueron hallados en las costas de la localidad bonaerense de Punta Indio, en la desembocadura del Río de la Plata. Pertenecían a tres hombres y una mujer y habían sido devueltos por las aguas. La policía local los levantó y trasladó a la morgue de Santa Teresita, donde las autopsias determinaron que tres de ellos habían muerto por destrucción de masa encefálica y otro, aún hoy sin identificar, por asfixia por inmersión. Sus muertes habían ocurrido entre diez y doce días antes de que los arrojaran al mar.
La mujer había recibido tres disparos, uno de ellos en la nuca. Antes de que la enterraran como NN en el cementerio de Magdalena, la policía local diseccionó las manos del cadáver y mandó a analizar sus huellas dactilares al laboratorio policial de necropapiloscopía en La Plata. El 16 de febrero de 1977 llegó la respuesta al destacamento: las huellas correspondían a la ciudadana Rosa Eugenia Novillo Corvalán, según constaba en el Registro Nacional de las Personas.
Pero nadie hizo nada. La identificación de Novillo Corvalán, víctima de homicidio, no se incorporó al sumario ni se informó a ningún órgano judicial. Tampoco se rectificaron el acta de defunción ni el libro de inhumaciones del cementerio. El encubrimiento del crimen aún espera juicio oral, con dos policías bonaerenses retirados como imputados: Julio César Morazzo y Moisés Elías D’Elía.
El accionar policial demoró por más de 20 años la aparición de Novillo Corvalán, cordobesa, militante del PRT-ERP, una de las presas políticas fugadas de la cárcel del Buen Pastor en 1975. La secuestraron en 1976, cuando tenía 26 años, al igual que a su pareja, Guillermo Pucheta, aún desaparecido. La familia de Rosa cree que estaba embarazada de dos meses cuando se la llevaron.
En 1997 el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) obtuvo por primera vez acceso a los registros de necropapiloscopía de la Policía Científica, dependiente del Ministerio de Seguridad bonaerense. Allí se encontró la pericia de 1977 que había identificado a Novillo Corvalán, quien figuraba como desaparecida en la lista de la CONADEP. La identificación no sólo permitió asociar su caso al episodio del hallazgo de los cuatro cuerpos en Punta Indio sino que además brindó la ubicación del cementerio de Magdalena en la que se había registrado la inhumación de Rosa.
El siguiente paso era corroborar que los papeles coincidieran con lo que había en el terreno. En 1998, por pedido de la familia, el EAAF exhumó los restos de la fosa indicada para corroborar si pertenecían a Novillo Corvalán. A las coincidencias en sexo, edad y altura se sumó la verificación por cotejo entre radiografías de la víctima y del esqueleto hallado. No había dudas: era Rosa.
Algunos de los culpables de su asesinato acaban de recibir prisión perpetua. La Justicia determinó esta semana que Novillo Corvalán fue víctima de los vuelos de la muerte en Campo de Mayo, al igual que Adrián Enrique Accrescimbeni, Juan Carlos Rosace y Roberto Ramón Arancibia, los otros “casos” de un juicio en el que se desentrañó una mecánica utilizada para desaparecer a una cantidad desconocida de secuestrados y secuestradas.
La Justicia condenó por esos crímenes a los represores Luis del Valle Arce, Delsis Ángel Malacalza y Eduardo Lance, ex miembros jerárquicos del Batallón de Aviación 601 del Ejército, la unidad desde la que partían los vuelos con prisioneros y prisioneras del centro clandestino de detención “El Campito”, que funcionaba en Campo de Mayo. El Tribunal Oral Federal 2 de San Martín encargó estudios médicos para que los condenados vayan a cárcel común. También le dio perpetua al ex general Santiago Omar Riveros, ex jefe del Comando de Institutos Militares y responsable de la mayor guarnición militar del país. Riveros, de 98 años, sumó su condena número 16 por delitos de lesa humanidad, nueve más que el recién fallecido Miguel Etchecolatz.
La existencia de los vuelos de la muerte en Campo de Mayo pudo acreditarse por múltiples vías y hasta se identificaron los aviones usados. Los testimonios de sobrevivientes permitieron ubicar a las cuatro víctimas en “El Campito”, mientras que los testimonios de ex conscriptos revelaron detalles sobre la fase final del aniquilamiento, es decir sobre lo que ocurría en las pistas cuando salían a volar los aviones cargados de víctimas y luego regresaban vacíos. Algunos conscriptos aportaron nombres de pilotos, que ahora deben ser investigados por la jueza de instrucción.
A los testimonios se suma la prueba científica clave que aportaron los restos de las víctimas. “Sabemos que los vuelos de la muerte existieron porque los cuerpos hablaron –destaca la auxiliar fiscal Mercedes Soiza Reilly, quien llevó adelante la acusación del Ministerio Público Fiscal junto al fiscal general Marcelo García Berro−. Los cadáveres de las cuatro víctimas de este juicio, hallados en las costas del Mar Argentino, tenían rastros compatibles con heridas violentas previas a sus muertes y todos mostraban signos de haber sido arrojados desde gran altura”.
El rastro en los huesos
En 2010 el EAAF inició una investigación sobre el cementerio de Magdalena, donde se sabía desde 1997 que, además de Novillo Corvalán, habían sido inhumados otros cuerpos devueltos por las aguas que podían pertenecer a desaparecidos. Se exhumaron varios restos NN de posible interés forense en el sector “G” del cementerio, el mismo en el que se había encontrado a Rosa. La evidencia comenzó a emerger desde la etapa de excavación. En dos fosas contiguas se hallaron dos esqueletos con fracturas visibles, colocados boca abajo, uno de ellos con las muñecas y los tobillos atados con soga de nylon. En la otra fosa se halló la misma soga.
El trabajo de laboratorio mostró que los esqueletos pertenecían a hombres muertos entre los 16 y 19 años. Ambos presentaban múltiples fracturas de huesos: cráneo, mandíbula, costillas, vértebras, miembros. Los forenses interpretaron esas lesiones graves y severas como la causa de las muertes y establecieron que eran compatibles con un choque contra una superficie dura. “Cuando se produce una caída desde gran altura, el agua se convierte en una superficie rígida que no absorbe la energía de la fuerza: es el cuerpo el que se deforma y libera la energía del impacto –explicó la antropóloga forense Patricia Bernardi, miembro fundadora del EAAF, durante una audiencia en la que detalló las pericias hechas a los restos de las víctimas−. Si bien el impacto se produce en un hueso, inmediatamente lesiona a los otros huesos”.
Mediante comparación genética con familiares de desaparecidos se pudo determinar que los restos pertenecían a Adrián Enrique Accrescimbeni y Juan Carlos Rosace, estudiantes de la escuela técnica Emilio Mitre de la localidad bonaerense de San Martín, militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios, secuestrados con pocas horas de diferencia en noviembre de 1976, cuando tenían 17 y 18 años. Otro compañero de ellos, secuestrado y liberado unas semanas después, le contó a la familia de Rosace que pudo verlo y conversar con él en “El Campito”.
Accrescimbeni y Rosace estudiaron, militaron y trabajaron juntos, y juntos los secuestraron, asesinaron, desaparecieron y enterraron. En el caso de Rosace pudo verificarse que tenía lesiones infligidas varios días antes de su muerte: una costilla rota unas dos semanas antes de que lo arrojaran desde un avión. Los restos de ambos estudiantes, como los de Rosa Novillo Corvalán, presentaban rastros indudables de haber sufrido los vuelos de la muerte: evidencias tan específicas como una fractura con forma de T en el acetábulo de la pelvis.
Destino final
En 2009 el EAAF inició otra investigación, esta vez en el cementerio de General Lavalle, para dar con los restos de otra posible víctima de los vuelos que figuraba en los registros locales. Allí constaba un acta de defunción de febrero de 1978 sobre un cuerpo masculino NN hallado en las costas de Las Toninas y víctima de presunto homicidio. La autopsia registraba la causa de muerte: politraumatismo por caída de gran altura sobre superficie dura, con fracturas en el cráneo, la columna y los miembros superiores e inferiores.
El trabajo arqueológico en el cementerio permitió ubicar un esqueleto con quebraduras visibles, colocado boca abajo, posiblemente masculino. Las pruebas de laboratorio confirmaron luego que se trataba de un hombre de 32 a 42 años, que presentaba tanto fracturas mortales compatibles con caída desde gran altura como lesiones provocadas varios días antes de la muerte: al igual que en el caso de Rosace, costillas rotas. Las pruebas genéticas posteriores determinaron que los restos pertenecían a Roberto Ramón Arancibia, salteño, militante del PRT, secuestrado a los 38 años en su casa en Buenos Aires y trasladado a “El Campito”.
Según Soiza Reilly, “este juicio no sólo permitió reconstruir el aparato organizado de poder que funcionó al servicio del plan sistemático de exterminio, sino que además analizó exhaustivamente el destino final de las y los prisioneros que fueron arrojados al Mar Argentino desde aviones pertenecientes al Ejército”. Eso fue posible porque los cuerpos que quisieron desaparecer, reaparecieron. Y porque hubo quien supo rescatarlos y hacerlos hablar.
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