La única verdad es la realidad y lo que los dueños de la realidad dicen que ella es
“Los costos son los costos y todos tenemos que convivir con eso”, dijo recientemente el Jefe de Gabinete Marcos Peña, en referencia a una pregunta periodística sobre los fuertes aumentos tarifarios impulsados por el gobierno en las últimas semanas.
El razonamiento parece impecable: la realidad existe, no podemos ignorarla. Cualquier intento de desconocerla podría llevarnos a cometer errores graves, cuando no fatales.
Sin embargo, puestas en el contexto de la ideología neoliberal imperante, todas las afirmaciones, hasta las más razonables, encierran artilugios para favorecer a intereses particulares a costa del resto.
¿Qué cosa son los costos?
Nuevamente nos encontramos con una típica expresión “realista” del repertorio neoliberal: los costos son los costos.
¿Qué se podría hacer con los costos sino respetarlos? ¿Se podría violar gratuitamente la racionalidad económica, obligando a alguien a vender por debajo de los costos? ¿Puede, acaso, gastarse en producir un bien más de lo que se obtiene en su venta? ¿Es sensato pedirle a una empresa que pierda plata tratándose de una economía capitalista?
No cabe duda que para hablar en serio del tema hay que poder atravesar las obviedades —destinadas a plantear falsos ejes de discusión—, e internarse en la complejidad del problema.
Los costos no son magnitudes como la temperatura, el peso de un objeto o la velocidad de la luz. Los costos en la economía moderna son sumamente interdependientes unos de otros, y están influidos tanto por elementos objetivos (cantidades físicas disponibles de determinados insumos) como por factores políticos: regulaciones públicas y acciones privadas, que terminan condicionando en última instancia los precios de los bienes. No sólo hay una realidad material, sino una realidad social: relaciones de poder.
Por ejemplo: nadie duda de que los movimientos en un mercado mundial tan importante como el del petróleo no son sólo producto de ofertas y demandas “objetivas” del crudo, sino de todo tipo de intervenciones políticas, guerras, invasiones, alianzas, desestabilizaciones de gobiernos, lobbies de poderosísimos monopolios, descubrimientos y cambios tecnológicos políticamente orientados, que son los que terminan definiendo el precio del barril, y determinan, por lo tanto, uno de los “costos” más relevantes del planeta.
El famoso costo salarial
Lo mismo pasa con el “costo” salarial. ¿Se trata de un costo objetivo, determinado por la biología? No. Se trata de un costo social, que se define en un contexto objetivo (demanda de trabajadores por parte de diversas actividades productivas, cantidad de trabajadores que buscan empleo en un mercado determinado), pero también por relaciones de fuerza, regulaciones políticas, nivel de organización sindical, grados de apertura económica, etc. Pero además —y este es el dato que queremos discutir—, por lo que cuesta reproducir la fuerza de trabajo.
En cada momento histórico, en cada sociedad, se considera “natural” que la población acceda a una determinada cantidad de bienes. En el momento de surgimiento del capitalismo industrial, lo “natural” era que el salario cubriera lo mínimo necesario como para que el trabajador estuviera en condiciones de seguir trabajando al día siguiente. El salario era de subsistencia.
Con el tiempo, el aumento de la productividad del trabajo y la evolución de la sociedad permitieron una ampliación y diversificación de la canasta de consumo de los trabajadores. Este incremento de la capacidad de consumo era necesario, obviamente, para colocar la masa creciente de bienes que la industria moderna era capaz de producir. No alcanzaban ya las elites aristocráticas para absorber la explosión de la oferta que caracterizó al capitalismo.
Precisamente por su carácter histórico, social y cultural, el costo salarial no es una magnitud objetiva. Porque además el costo salarial depende, objetivamente, de otros costos. Costos que deben ser puestos en discusión, como enseñó el economista inglés David Ricardo.
Ricardo, representante de la ascendente burguesía inglesa del siglo XIX, comprendió que el costo salarial estaba formado por los costos de los bienes que consumían los asalariados. Y que los problemas de competitividad de los industriales ingleses no se solucionaban matando de hambre a los trabajadores, sino bajando los costos de los productos que necesitaban para vivir.
Siendo el costo laboral tan importante como lo es para la economía, sorprende que la única idea que surja en nuestro país sea una forma primitiva y retrógrada de pensarlo: bajar el costo laboral en términos absolutos, o sea reducir la canasta de bienes a la que se accede con el salario. Decir “los costos son los costos” es una forma de naturalizar que lo que pagan los trabajadores y el resto de la sociedad por sus consumos es “objetivo”, y su precio es el que “corresponde”.
La forma en que encara hoy el problema el gran empresariado —que es como decir el gobierno— no deja lugar a dudas: para obtener competitividad hay que bajar el costo salarial (jamás invertir), para bajar el costo salarial hay que degradar el salario real; para achicar el salario hay que hacer trizas la organización de los trabajadores, precarizarlos y atomizarlos.
Cualquier similitud con el siglo XIX no es pura casualidad.
Otras soluciones para otros costos
Aplicando el enfoque de Ricardo en Argentina, no sólo no haría falta tratar de frenar la suba del salario monetario de los trabajadores para “mejorar la competitividad”, sino que la capacidad de consumo de los mismos —el salario real— se podría ampliar fuertemente.
Pensemos en varios ejemplos en base a algunos rubros de la canasta de consumo de los asalariados, en los que se podrían reducir drásticamente los “costos”.
Alimentos: hay numerosos alimentos que tienen costos muy bajos de producción, pero que sucesivas etapas de intermediación elevan hasta llegar a ser prohibitivos. Precios que desde el productor al consumidor se multiplican por 4, 6 o más veces. ¿Seguro que no hay nada para hacer para reducir la gigantesca brecha entre productores y consumidores? ¿Qué pasaría si se lograra que la canasta básica de alimentos se redujera en un 50%? ¿Cuánto margen de rentabilidad cargan las grandes cadenas de comercialización a los bienes que compran? ¿Cuál es la magnitud en la que explotan tanto a los proveedores como a los consumidores?
Vivienda: es uno de los problemas irresueltos del país. Un mercado eternamente deficitario, y carcomido por la especulación. Sólo en CABA se calculan en 200.000 las unidades habitacionales desocupadas, lo que genera una falta de oferta artificial, provocada por las “preferencias” de los propietarios. ¿Cuál debería ser el costo de los alquileres en un mercado normalizado? ¿Y cual el de la vivienda, si como recomiendan los urbanistas sensatos existiera una política de “producción” de tierra urbana, que bajase sistemáticamente los costos de la construcción, eliminase un sistema de valorización inmobiliaria atado al dólar y ofreciera una oferta mucho más abundante y diversificada de viviendas — incluidas también las sociales?
Vestimenta: estudios fundamentados de cámaras textiles demuestran que el costo final de muchas prendas de consumo masivo es sólo el 20% del precio final. ¡El precio final quintuplica el costo de las prendas! Claro, hay otros costos ligados a la distribución, impuestos, etc. Pero, ¿seguro que está justificado que se quintuplique el costo, o estamos en presencia de márgenes de ganancia enormes, a costa de los consumidores? Si en muchos de casos la mano de obra en el sector es semi-esclava, ¿adónde va a parar el impresionante margen de beneficios?
Salud: es sabido que los costos de producción de una gran cantidad de medicamentos de uso difundido son ínfimos en relación a los precios finales. ¿Por qué tiene que ser así? Los intentos estatales de proveer de una serie de medicamentos baratísimos a la población han sido prolijamente boicoteados, así como la prestación de buenos servicios de salud (en tiempo y forma) en el sistema público de salud. ¿Cuáles son los costos de brindar buena atención médica a la población? Seguro que no los que determinan los precios de los laboratorios medicinales y la medicina prepaga. Cada una de estas actividades muestra altísimas tasas de rentabilidad, que constituyen el “costo” que no pueden afrontar los trabajadores activos o pasivos con sus ingresos para poder vivir dignamente. ¿Qué ahorro podrían hacer millones de consumidores, si unos cuantos productos clave fueran alineados con sus costos de producción? Y eso sin entrar a la implementación de políticas públicas de prevención…
Servicios públicos: tan cierto como que las empresas prestadoras deben tener ganancias, es el hecho de que las ganancias no pueden ser varias veces las ganancias internacionales, como ocurrió en la Argentina en los ´90, con los monopolios públicos privatizados por el neoliberalismo. Los usuarios argentinos pagaban tarifas altísimas, que encerraban ganancias monumentales. Esas tarifas infladas por las rentas monopólicas que incorporaban erosionaban la competitividad de las empresas productivas locales, pero no eran objeto de ningún cuestionamiento por parte de los que hoy se obsesionan con los costos salariales. Actualmente la ambición gubernamental es restituir esa lamentable situación. ¿Qué ley económica dice que así debe ser? Los servicios públicos monopólicos, por su carácter ineludible, requieren una fuerte intervención pública para que no se conviertan en un instrumento de explotación económica y social.
Servicios bancarios: nuevamente los argentinos pagan hoy tasas en dólares increíblemente altas en términos internacionales, por los créditos que toman de un sistema financiero privado ineficiente y caro. Los costos elevadísimos que afrontan los clientes intentan ser justificados en supuestas leyes del mercado, que no tienen otro trasfondo que la alianza de poder entre sectores financieros locales con las finanzas internacionales, para obtener rentabilidades extraordinariamente elevadas en Argentina, inconseguibles en otros lugares del mundo. ¿Qué objetividad “de costos” explicaría las abultadas ganancias del sistema financiero local? ¿En qué porcentaje podrían reducirse las cuotas que hoy pagan millones de argentinos si no contuvieran abusivas tasas de interés dolarizadas?
Regularidades
En todos estos casos encontramos situaciones parecidas.
Intereses sectoriales particulares asociados a la oferta restringida y artificialmente encarecida que hay en el mercado.
Rentabilidades desproporcionadas, muy por encima de tasas normales a nivel internacional, asociadas al poder que ejercen en algún segmento de la producción o la distribución en forma monopólica u oligopólica. Estas rentabilidades desmesuradas se han naturalizado (“los costos son los costos”) y transformado en derechos adquiridos. Una suerte de patente de corso que forma parte del paisaje “normal” de la economía local.
Pobres o nulas políticas públicas para resolver con claridad los problemas productivos y distributivos, derivados en muchos casos de la complicidad pública, y en otros de la debilidad política y organizativa del Estado.
La existencia de soluciones disponibles y factibles para reducir drásticamente casi todos los precios que deben pagar los trabajadores, sin que las empresas “vayan a la quiebra”.
Si se pudiera avanzar en introducir racionalidad a la provisión de bienes y servicios, establecer tasas de ganancia sectoriales que no deriven en precios exorbitantes, destruir privilegios empresariales que sólo restan competitividad y eficiencia a otras áreas de la economía, es seguro que el salario nominal no necesitaría subir para poder adquirir una cantidad de bienes y servicios mucho más elevada que la actual.
El costo laboral argentino es la consecuencia del mal funcionamiento de la economía de mercado, de las deformaciones y prebendas obtenidos a lo largo del tiempo por distintas fracciones privadas acostumbradas a obtener márgenes de ganancia desmesurados. Es una falsedad, destinada a ocultar los perversos efectos económicos de la “patria rentística”, afirmar que el costo laboral es alto porque los trabajadores argentinos ganan demasiado.
Volviendo entonces a lo dicho: los costos no son los costos, sino lo que se quiere hacer con los costos. Pero claro, Marcos Peña no es David Ricardo, ni los CEOs gobernantes son la burguesía inglesa del siglo XIX.
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