LOS COSTOS DEL INDULTO
La falta de voluntad política de la Corte y el largo camino de los tribunales internacionales
La figura del indulto, tal como el presidente Alberto Fernández lo ha señalado, está históricamente vinculada al tiempo de las monarquías absolutas, cuando el rey decidía, sin razonamiento ni control, dejar en libertad a un condenado por la Justicia. En las constituciones republicanas se mantuvo la figura con el propósito de morigerar el excesivo rigor que eventualmente podía producirse en la aplicación de una norma penal. Así lo entendió la Corte Suprema de Argentina cuando convalidó varios indultos, por ejemplo en el caso de una pena a tres años de trabajos forzados por sustraer una botella de aceite o, en otro caso, dos años de penitenciaría por sustraer un par de medias. Si bien puede ser considerado un acto político, dado el grado de discrecionalidad del Poder Ejecutivo, debe tenerse en cuenta que, en principio, no se toma por razones políticas sino para corregir injusticias notorias en casos de delitos comunes. Para los casos de infracciones penales cometidas por causas políticas, la figura que contempla el legislador constitucional es la amnistía, una decisión que demanda una ley que debe ser aprobada por ambas cámaras. Por consiguiente, cuando se reclama la aplicación de indultos a “presos políticos” se pretende forzar la aplicación de una figura para casos que no están previstos, lo que implica arrojar sobre las espaldas del presidente una carga muy pesada, en la medida que supone una interferencia no deseable en las decisiones de los Tribunales.
La doctrina establece otras diferencias entre el indulto y la amnistía. Se considera que el indulto consiste en la decisión de no aplicar una pena, es decir que debe existir previamente una sentencia basada en autoridad de cosa juzgada. No obstante, existen antecedentes en que se han dispuesto indultos en Argentina en causas abiertas, con una jurisprudencia oscilante de la Corte. En cambio, en Estados Unidos, la Constitución sí permite indultar a los procesados y esta interpretación ha sido convalidada por la Corte norteamericana. El indulto no afecta la criminalidad del acto, que subsiste, a los efectos de la reincidencia, la indemnización pecuniaria y la inhabilitación o pérdida de derechos políticos. Por el contrario, la amnistía borra la criminalidad del acto, de modo que el delito cometido deja de serlo. Se considera que la amnistía debe ser general, beneficiando a todos los que se encuentran comprendidos por la medida. De manera que será luego la Justicia la encargada de evaluar en cada caso cuando se cumplen las condiciones que permiten acogerse a esa norma. La amnistía alcanza a todo tipo de delitos, sean comunes o políticos, dado que la Constitución no ha hecho excepción alguna en relación con los delitos que pueden ser amnistiados. En los delitos de lesa humanidad han sido los tratados internacionales, no la Constitución Nacional, los que han establecido la imprescriptibilidad o la imposibilidad de amnistiarlos. Otro dato diferencial es que la amnistía beneficia tanto a los condenados con sentencia como a los procesados pendientes de condena o, inclusive, a quienes no hayan sido aún procesados. Finalmente, cabe añadir que estas diferencias doctrinales pueden ser luego ignoradas en la práctica, como aconteció con los famosos indultos de Menem a los integrantes de las Juntas Militares de la Dictadura.
La disputa de sentido
Los reclamos de una solución política para los casos de procesamientos o condenas irregulares de dirigentes políticos de la oposición es una cuestión que, como no podía ser de otro modo, genera enormes controversias. La disputa de sentido abarca muchos temas, que van desde la denominación –“presos políticos”, “presos irregularmente detenidos” o “políticos presos”– hasta la verdadera naturaleza que tiene la denominada “lucha contra la corrupción”. Sin pretender agotar un problema de semejante complejidad en la brevedad de una nota de opinión, se pueden esbozar algunos de los ejes controversiales más importantes que están en juego. Hace años que en las modernas democracias se ha ideado una estrategia electoral que en Estados Unidos se ha dado en llamar de “investigación de la oposición”. El autor de esta denominación es Stephen Marks, un ex asesor del Partido Republicano que se dedicó durante más de doce años (1993-2006) a la investigación de la oposición como especialidad profesional. Su misión consistía en “hurgar en la basura” para descubrir todos aquellas informaciones que pudieran destruir las posibilidades electorales de los dirigentes políticos del partido rival, en este caso los demócratas. Arrepentido, en el 2007 reveló sus prácticas en un libro que tituló Confessions of a Political Hitman (“Confesiones de un sicario”) que no ha sido traducido al castellano. Desde entonces se considera que la manera más eficaz de destruir la imagen de un candidato es filtrar información a los medios de comunicación o hacerla llegar a determinados jueces, para que se inicien investigaciones de presuntos delitos o hechos de corrupción.
Por lo tanto, el papel de los jueces y de los medios de comunicación para dar noticia de los escándalos se ha convertido en un recurso de la política en muchos países del mundo. Si no entendemos que se trata de una práctica que no es propia de Argentina sino que tiene alcance global, será difícil entender la naturaleza del fenómeno. Como señala Manuel Castells en “Comunicación y poder” (Alianza) “dondequiera que miremos en la historia de las sociedades en cualquier parte del mundo, la política del escándalo es una forma de lucha por el poder más enraizada y típica que el desarrollo ordenado de la competencia política de acuerdo con las leyes del Estado”. Por consiguiente, con independencia de la denominación que se utilice –algunos prefieren usar la expresión inglesa lawfare– la política del escándalo ha sido un instrumento central para determinar las relaciones de poder y condicionar el cambio institucional. Estas campañas se apoyan, por lo general, en escándalos que pueden tener una cierta base real, pero que procuran, a partir de conductas individuales, extender la condena a un colectivo político o afectar el prestigio de un dirigente notorio de la fuerza política afectada. En un Estado de derecho, las responsabilidades penales son siempre individuales, de manera que cuando se atribuye a una fuerza política una responsabilidad colectiva, estamos frente a una interpretación forzada y arbitraria del derecho. Asignar a una fuerza política una “esencia” corrupta o considerar que sus integrantes quedan afectados por determinadas conductas individuales, es propio de cruzadas morales o religiosas que tienen una intencionalidad política pero que no pueden ser tomadas seriamente desde una mirada presidida bajo un mínimo rigor intelectual.
En el caso de Argentina el fenómeno ha alcanzado una dimensión mayor porque no sólo estamos ante meras campañas de desprestigio sino que se ha producido además una fuerte intervención del gobierno anterior, a través de la Agencia Federal de Inteligencia, para favorecer el armado de causas judiciales o para provocar el desplazamiento de algunos jueces garantistas. Estas formas inéditas de intervención mediante el uso de las cloacas del Estado ha dado lugar a un escenario confuso, donde se torna difícil discriminar ahora los casos en que ha intervenido la política de aquellas causas en donde las investigaciones judiciales han sido técnicamente bien dirigidas. De modo que actualmente coexisten, junto con casos indudables de corrupción –como los que han afectado a José López, Ricardo Jaime y Daniel Muñoz, por poner algunos ejemplos– otros procesos, como los que afectan a la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, que están viciados por ser procesos de naturaleza claramente política –Memorándum con Irán, Banco Central, etc.– que nunca debieron ser admitidos a trámite por un juez imparcial. Un tercer género de casos son las investigaciones que ha llevado a cabo el juez federal Claudio Bonadío, quien era usufructuario de informaciones obtenidas a partir de investigaciones ilegales de los servicios de información del Estado. En estas causas son visibles las irregularidades procesales que conviven con hechos probablemente ciertos, como los conciertos de empresarios para adjudicarse la obra pública. A este largo catálogo de irregularidades en procesos judiciales cabe todavía añadir el escandaloso trámite impreso a la investigación de la muerte del fiscal Alberto Nisman, donde las pericias de la Junta Interdisciplinaria –en la que participaron los peritos oficiales del Cuerpo Médico Forense de la Corte y los peritos en criminalística de la Policía Federal– determinaron que en la muerte del fiscal no había habido intervención de terceros. Sin embargo, a continuación se hicieron una serie de maniobras para llevar la causa a Comodoro Py y dejarla en manos de un juez complaciente como Julián Ercolini para embarrarla y ponerla en vía muerta. Es un bochorno internacional para la Justicia argentina que un caso de suicidio, que en cualquier país del mundo se resuelve en 48 horas, esté a punto de cumplir seis años navegando en un limbo jurídico interminable porque simplemente se quiere mantener políticamente viva la teoría conspirativa del crimen de Estado.
Frente a ese confuso y abigarrado entramado de causas judiciales se instala la disputa de sentido políticamente más relevante de la actualidad argentina. Para los integrantes de la coalición político-mediática-judicial conservadora, que representa a los sectores del establishment que han avalado y amparado estas malas prácticas, los integrantes del actual Gobierno buscarían la “impunidad” para los delitos de corrupción investigados. Nótese que el uso impúdico de la expresión “impunidad” presupone una condena implícita de culpabilidad en muchos casos en que todavía ni siquiera ha habido un pronunciamiento judicial. Este desprecio absoluto por el principio de presunción de inocencia es fruto de la grieta cognitiva que no permite contemplar otra hipótesis que no sea la de culpabilidad. Por consiguiente no debe sorprender que hasta un profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Buenos Aires se permita hacer afirmaciones tan sesgadas como la de sostener que “de manera grosera se ha puesto en marcha un plan destinado a asegurarles impunidad a Cristina, a su familia y a sus adláteres por los graves hechos de corrupción que habrían cometido”.
En el otro frente, es decir para los integrantes de la coalición electoral que le permitió a Alberto Fernández obtener la presidencia de la Nación, lo que en verdad se reclama es “justicia”, es decir que se depuren aquellos procesos incoados en base a pruebas obtenidas por procedimientos irregulares. El encargado de resolver estas cuestiones en un sistema democrático, al menos en teoría, sería el propio Poder Judicial, que debiera, a través del estudio de los casos particulares, declarar las nulidades de las pruebas obtenidas en abierta violación al principio de presunción de inocencia. Lamentablemente, la Corte Suprema, con una escueta resolución adoptada en una caso que se prestaba para una intervención activa que permitiera dilucidar algunas de estas cuestiones, ha demostrado su falta de voluntad política para mediar en esta disputa de sentido, probablemente por sentir cierto temor reverencial ante el periodismo muckraker.
La justicia internacional
Si los más altos Tribunales de Justicia nacionales se inhiben y no intervienen para corregir las notorias irregularidades procesales que arrastran muchos de estos procesos, el camino que queda abierto es el de acudir a los tribunales internacionales. En el caso de Europa, la existencia de un Tribunal Europeo de Derechos Humanos, popularmente conocido como “Tribunal de Estrasburgo”, ha permitido poner en vereda a los jueces conservadores que por razones de Estado –como ha acontecido en España– se han prestado a dictar sentencias más políticas que jurídicas. Ya existe una copiosa jurisprudencia de un Tribunal que ha estado a la altura de las circunstancias y no ha tolerado las violaciones de los derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. Recientemente el Tribunal de Estrasburgo anuló la condena de la Audiencia Nacional de España a un dirigente de la izquierda nacionalista vasca porque en el desarrollo del juicio oral una juez le preguntó al acusado si condenaba al terrorismo y ante la negativa a responder dijo “ya me imaginaba que no iba a contestar esa pregunta”. Fue suficiente esta ligera muestra de falta de imparcialidad para que se anulara una sentencia. Imaginemos lo que diría el mismo tribunal ante un caso comprobado de cuantiosa recompensa económica al testigo de cargo de un caso reciente que la Corte argentina despachó con una resolución de dos renglones. En América Latina existe la posibilidad de obtener pronunciamientos similares por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que es el órgano judicial autónomo de la Organización de Estados Americanos (OEA) que tiene su sede en San José, Costa Rica y cuya misión consiste en aplicar e interpretar la Convención Americana sobre Derechos Humanos. El problema de esta institución es que sus decisiones se producen con cierta demora, que se suma a la lentitud que tienen los procesos en Argentina, donde la Corte Suprema puede mantener en el congelador un caso durante decenas de años. Pero el uso de esa vía no debe ser menospreciado porque puede contribuir a modificar el comportamiento de aquellos jueces que cuando toman decisiones que no van a ser revisadas por un superior, se sienten poderosos y suelen ser proclives a la arbitrariedad.
La eventual aplicación de una ley de amnistía o de medidas de indulto, entraña, como es fácilmente comprensible, un enorme costo político, puesto que muchos ciudadanos independientes tenderían a plegarse a la tesis de la impunidad. Resultaría luego más difícil probar que ha existido una auténtica intervención del Gobierno en el ámbito de la Justicia para perseguir opositores, quebrando normas básicas del Estado de derecho. Todos los casos quedarían envueltos en una niebla y sería harto difícil distinguir a los inocentes de los culpables. También habría dificultades prácticas para establecer el alcance de una medida general que debería estar fundada en razones políticas pero que inevitablemente alcanzaría a delitos comunes. Pero es cierto también que en el otro fiel de la balanza habría que sopesar si el país soporta una situación de empate hegemónico durante varios años más, encallado en un debate interminable entre los que se abigarran alrededor de la palabra “impunidad” o los que lo hacen alrededor de la palabra “justicia”. Es un dilema que, como en tantas ocasiones, deberá abordar y zanjar la política. La judicialización de la política, a los extremos que ha llegado en Argentina, solo sirve para alterar el juego democrático, sembrar ruido y propiciar nuevos fracasos. Pero tal vez no quede otra alternativa que volver a emprender un camino largo y fatigoso, similar al que hubo que recorrer para derrotar al negacionismo posterior a la caída de la dictadura militar, donde al final, pese a todos los sinsabores, la democracia se impuso y salió fortalecida.
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