Los buscas (tercera entrega)

Un nuevo episodio del folletín de Juan Diego Incardona

 

Al entrar al Hipódromo nos dirigimos al Guardarropas para dejar nuestros bolsos. Una larga fila de vendedores ambulantes entregaba sus productos a cambio de un numerito que no podías perder por ningún motivo.

─¿Algún elemento frágil? ─le preguntó la chica del mostrador al Pelado una vez que llegamos.

─Sí, son marcapasos, para el duro corazón del hombre, para…

No terminó de decir su speech cuando ella, alienada por tanto trabajo, lo interrumpió con mala cara:

─Por favor abra el cierre y muestre los objetos a la cámara.

─¿Para qué?

Ella permaneció inmutable y se hizo un rato de silencio.

─Dale ─le dijo Carita de auto─, mostrale a la cámara.

El Pelado se quejó por lo bajo y finalmente apuntó hacia una camarita montada en el techo. Los marcapasos eran redondeles metálicos de donde salían dos cables.

─Che ─le pregunté al Pelado─, ¿quién te compra eso?

─La principal causa de muerte en Argentina ─el Pelado me miró fijo, bajó la voz y puso una mano junto a su boca─ son las enfermedades cardiovasculares.

─¿Y por qué me lo contás como si fuera un gran secreto?

─Para no avivar giles. Esto es una gran oportunidad laboral. ¿No te das cuenta?

─La verdad que no.

─¿Vos sabés lo que es la mafia de los laboratorios? Son más chorros que los banqueros. Yo los vendo a precios populares y es verdad que me gano unos pesos ─se tocaba la panza─, pero a la gente le sale mucho más barato.

Yo asentía con la cabeza y un poco me reía.

─Y mirá —me mostró uno—, están escritos en inglés. Son norteamericanos, muy buenos. Los consigo gracias a un amigo en la Aduana ─me guiñó un ojo.

─Es la carne, la carne vacuna ─reflexionó Carita de auto.

─La carne y la crisis ─el Pelado me miró a mí─, en este ispa hay más bobazos que bobos. Y ojo que eso es mucho decir, eh.

─Pero si hay crisis la gente come menos carne ─dije yo.

─Menos carne, nunca, ¡peor carne!

─Cortes baratos ─agregó Carita─, muy malos, llenos de grasa.

─El colesterol te sube a lo loco ─dijo el Pelado. Y más ahora que la gente está nerviosa porque no llega a fin de mes.

Mientras charlábamos, el hall de la entrada principal empezó a oscurecerse. Afuera, se estaba nublando y caían las primeras gotas.

─¡Se viene el fin del mundo! ─exclamó el Pelado.

─¡Ojalá! ─respondió uno que estaba haciendo la cola con una heladerita de telgopor.

─El fin del mundo ─dijo otro─, ¡más vale!

Yo no entendía bien de qué estaban hablando y qué significa ese deseo colectivo, pero la idea me tranquilizó.

─Que se acabe todo ─creo que dije, sin darme cuenta.

─Che, Juan ─me preguntó Carita de auto─, ¿vos siempre te dedicaste a la venta ambulante?

─No siempre, pero hace ya varios años. En realidad, soy escritor ─confesé tímidamente.

El Pelado y Carita me miraron fijo y se interesaron.

─¿Qué escribís?

─Más que nada cuentos.

Carita de auto sonrió y dijo:

─¡Acá vas a tener para una novela!

—¡Muchachos! —alguien se acercó a saludar.

—¡Qué hacés, Abel! —el Pelado y Carita de auto lo abrazaron.

Abel era pelado como el Pelado Fabián, pero un poco más joven y en buena forma física. Lo primero que pensé fue que quizás era profesor de gimnasia, o jugador de algún club. No me equivoqué por mucho, ya que después me enteré de que era árbitro de fútbol. Había llegado a arbitrar una temporada en el Nacional B, pero ahora se la rebuscaba en ligas menores y torneos de countries.

—Abel, te presentamos a Juan, hoy va a venir a buscar con nosotros.

Le di la mano y sentí que tenía algo duro en la palma.

—¿Qué es eso? —pregunté instintivamente.

Abel nos mostró una nuez, que apretaba como si fuera una pelotita de tenis.

—Me la indicaron para las hemorroides.

Yo estallé de la risa, pero ellos me miraron serios y entonces me reprimí, porque no quería ofender.

—Yo ando con el mismo problema —dijo Carita de auto—, ¿vos decís que eso sirve?

—Parece que sí —contestó Abel—, la tengo hace una semana y me siento mejor. Me lo recomendó la curandera de mi barrio. Pero tiene que tener cuatro costuras —volvió a enseñarnos la nuez para que la veamos bien—, las nueces de dos costuras no sirven.

—¿Y en dónde se consiguen? —se interesó Carita.

—Y… tenés que ir a algún negocio donde las vendan sueltas y ponete a revolver hasta que encuentres una como ésta. Después metela en el bolsillo, llevala a todos lados y, cuando puedas, tenela un rato en la mano y apretala. Y cuando duermas, ponela abajo de la almohada. No te despegues nunca de la nuez.

—Listo, voy a hacer eso —se alegró Carita.

—¿Recién llegaste? —el Pelado le preguntó a Abel.

—No. Estoy acá desde hace un par de horas, pero mucho no pude hacer.

—¿Hay buscas? —le preguntó Carita.

—Están todos —contestó Abel—: los ucranianos, el viejo Juan, Leo, el hijo de Leo, Mirón 1, Mirón 2, la China, el Chileno, la Paraguaya…

—Uh —se lamentó el Pelado—, deben haber arrasado con todo.

—Igual está lleno de gente y vos sabés que las máquinas se renuevan. Además, en un rato se van los de la tarde y a la noche es otro cantar.

—Bueno, entremos —pidió Carita.

Pedimos permiso y avanzamos entre las personas que hacían fila frente al Guardarropas. Después bajamos una escalerita y atravesamos una arcada que decía:

SALA DE SLOTS

Bajamos otra escalera y entonces entramos en un lugar enorme lleno de ruido y de luz. Jamás había visto algo así. Parecía una película de ciencia ficción. Por todos lados había máquinas para jugar y muchas personas sentadas —sobre todo, señoras mayores— apretaban botones una y otra vez, y otra vez, y otra vez, y acariciaban las pantallas, les daban besos, les hablaban, les decían cosas lindas a las máquinas, después las puteaban a las máquinas, o les tiraban azúcar, o les pegaban estampitas en los costados, del Gauchito Gil, de San Expedito, de la Virgen María…

 

(CONTINUARÁ)

Juan Diego Incardona es escritor
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