Los argentinos no somos neutrales

Intereses contrapuestos en materia de seguridad social

 

El día que la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner presentó su libro Sinceramente dijo: “Yo no creo en los neutrales, se habrán dado cuenta. Los argentinos no somos neutrales. Yo nunca lo fui ni lo voy a ser”. En materia de seguridad social es imposible ser neutral. La seguridad social no es aséptica, siempre toma partido. Existen aquellos que la consideran un gasto y estamos los otros, que creemos que es una inversión y, en consecuencia, una importantísima herramienta de distribución del ingreso nacional. Pero todos y cada uno tenemos una posición tomada al respecto, aunque algunos la oculten. Dentro de la Justicia pasa algo parecido: los jueces se dividen entre quienes todavía dictan sentencias retrógradas y contrarias a lo que expresamente dice la Constitución Nacional desde la reforma de 1994 –los que propician un sistema de seguro social que sólo debe cubrir a quienes realizan aportes– y los menos, que lo hacen de acuerdo al texto constitucional. Estos últimos comprenden que un verdadero sistema de seguridad social –declarado derecho humano el 10 de diciembre de 1948– debe amparar a todos los habitantes, desde antes de nacer y hasta después de su fallecimiento. Aunque todos los magistrados, sin excepción alguna, defienden sus privilegios.

En nuestro país hubo atisbos de seguridad social desde el nacimiento mismo de la patria. Una de las decisiones primarias en esa área fue entregarles una pensión vitalicia a los españoles que eran cesanteados por el nuevo gobierno. Es conocido el caso de la pensión que se le otorgó al doctor Manuel Belgrano, la cual donó para construir escuelas. Producto de la burocracia y el desinterés, nunca alcanzó ese destino. El otro hito ocurrió en 1858. Mediante la creación de un Montepío, se les otorgó una pensión no contributiva a los miembros del Poder Judicial, equivalente al cien por ciento de lo que percibían en actividad –allí empezó el cuento de la intangibilidad de los ingresos de los jubilados de ese poder del Estado–. Todo ello quedó ratificado por la ley 870, en tiempos de la presidencia de Nicolás Avellaneda. Pero seguramente el más paradigmático de todos los antecedentes provenga de la Ley 1.420 de educación libre, gratuita y obligatoria, que en su artículo 31 estableció un régimen de jubilación que protegía a los preceptores y sub-preceptores. A tal efecto se creó un fondo escolar de pensiones.

Sin embargo, no es hasta entrado el siglo XX en que se empieza a construir una seguridad social sistemática, con la creación de la Caja Nacional de Jubilaciones y Pensiones para Funcionarios, Empleados y Agentes Civiles de la Administración, ocurrida en 1904. Dicha caja se construyó en base a un sistema de seguro social, en el que el sujeto protegido es el trabajador. La prestación está destinada a garantizar el salario del trabajador, la financiación la hacen gravitar principalmente en las cotizaciones de los empleadores y los aportes de los trabajadores y el monto de la cobertura es directamente proporcional a la cantidad de cotizaciones y los años de servicio efectivamente aportados.

 

El edificio de la Caja Nacional de Jubilaciones y Pensiones, creada en 1904.

 

A partir del nacimiento de esa primera caja empiezan a crearse, alrededor de los gremios, cajas previsionales de distinta naturaleza: ferroviarios, servicios públicos, bancarios, periodistas, gráficos, entre otras. Todas ellas bajo el régimen de seguro social. Es decir, exclusivamente para trabajadores, y cuya prestación reemplaza el salario cuando el trabajador está impedido de proveerse ese jornal por sí mismo. Para tener derecho, había que pertenecer al gremio. Con sus vaivenes, así funcionó el sistema hasta 1967, cuando durante el gobierno del dictador Juan Carlos Onganía se produjo lo que se dio en llamar el proceso de unificación. Todas las cajas existentes fueron unificadas en tres grandes: la de los trabajadores autónomos, la de industria y comercio y la de Estado y servicios públicos. Contrario a lo que podría pensarse, no fue una decisión política que buscara mejorar la administración. Fue un acto de expoliación, ya que en forma violenta e injustificada el Tesoro se quedó con los cuantiosos fondos que poseían los gremios y los tradujo en un bono a 40 años y al 2% de interés. Desde ese patético momento, el neoliberalismo descubrió que la seguridad social era una fuente muy importante de recursos y, a partir de allí, todos los planes de ajuste tuvieron un capítulo sobre los recursos de la seguridad social. La dictadura de Jorge Rafael Videla eliminó los aportes patronales y los reemplazó con el impuesto al valor agregado (IVA). Finalmente, Carlos Menem  privatizó el sistema.

Con la llegada del kirchnerismo todo cambió. Rápidamente comenzó un proceso de recomposición de los haberes de los beneficiarios y se produjo el más fenomenal proceso de inclusión de la historia. Cuando Néstor Kirchner tomó el gobierno había 3,2 millones de beneficiarios y en 2015, cuando Cristina Fernández de Kirchner entregó el gobierno, sumaban 8.139.712. En tan solo 12 años, la cobertura subió en 5 millones de nuevos beneficiarios. Ese fue el momento en que el sistema de seguro social imperante empezó a mutar a un sistema de seguridad social y aquel paradigma del seguro social que cubría el salario pasó a ser la cobertura de la necesidad. A partir de la ley 25.994 y de la reglamentación de la ley 24.476 alcanzamos el récord de cobertura, que rondó el 98% de las mujeres mayores de 60 años y de los hombres mayores de 65. Si no alcanzó el 100% fue porque hubo gente que optó por no jubilarse, pero si hubieran querido, lo habrían hecho. También en este tiempo se reestatizó el régimen previsional, se creó la Asignación Universal por Hijo (AUH) y se comenzó a aplicar una fórmula de movilidad jubilatoria que produjo un fenomenal crecimiento del poder adquisitivo de los beneficios, que en el período alcanzó el 35,6 % por sobre la inflación.

 

Con el kirchnerismo se superó el sistema de seguro social con el de seguridad social.

 

Pero como en la canción de Fabiana Cantilo, “nada es para siempre” y otra vez, con la presidencia de Mauricio Macri, el neoliberalismo metió la cola. Si bien hubo una reducción muy fuerte del poder adquisitivo, las consecuencias no fueron más graves debido a que su mandato solo duró un período de cuatro años. La historia del actual gobierno se está escribiendo en este momento, pero lo que resulta innegable es su voluntad de proteger a los más necesitados. Veremos si lo logra.

 

Alberto Fernández recibió a un grupo de jubilados a pocos días de asumir su mandato.

 

Esta sucinta y desordenada historia de nuestra seguridad social viene a cuento de lo que está pasando en la región y, particularmente, en los países que siguieron la receta neoliberal. Chile privatizó el sistema previsional en plena dictadura de Augusto Pinochet. El autor ideológico de esa medida fue el hermano del actual Presidente Sebastián Piñera, el entonces ministro de Trabajo José Piñera. Esa idea se expandió como reguero de pólvora por el mundo subdesarrollado. En nuestra América Latina, con distintas variantes, la mayoría de los países se acoplaron a esa tendencia. Con la excepción de Venezuela, Paraguay y Ecuador, todos los países de América del Sur entraron en la oleada privatizadora. De todos ellos, el único que reestatizó el sistema fue la Argentina, como se mencionó, en tiempos de Cristina Fernández de Kirchner. Pero en tres de todos esos países (Chile, Perú y Colombia) el régimen de capitalización fue acompañado casi ininterrumpidamente por gobiernos neoliberales. Ello llevó a una exasperante profundización de las desigualdades sociales que terminaron por hacer explotar los gobiernos por los movimientos sociales.

Enfrentar una justa y equitativa distribución del ingreso es, además de un imperativo ético, una política trascendente en materia de seguridad nacional. Los países de América Latina que conforman el continente más desigual de la Tierra están en una permanente desestabilización social y política, hasta que un día, sin saber por qué, los pueblos estallan de furia. Ocurrió en nuestro país en 2001, hace dos años en Chile y actualmente en Colombia, mientras que Perú se debate entre la vida y la muerte de la democracia porque la derecha se niega a reconocer al nuevo Presidente electo. Curiosamente, los tres países que conforman el podio de desigualdad son Colombia, Perú y Chile, aunque seguidos cada día más de cerca por Brasil.

Por ello creo que en nuestro país queda un largo camino por recorrer. El camino de la igualdad, la solidaridad y la inclusión es arduo y debe encararse con decisión, pero es posible. Hay que completar la inclusión de los potenciales beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo (AUH) y afrontar el Ingreso Básico Universal. Entonces podremos enfrentar el futuro con optimismo, rompiendo los muros culturales que nos lo impiden. No hay ninguna causa económica, ni política, ni social que impida afrontar el desafío, a lo sumo se lo hará más lento o más rápido, pero no hay razón que impida avanzar en un camino que permita  terminar con la inmoralidad de la pobreza. La pandemia nos puso a prueba: hubo y hay grandes detractores del camino que debió transitar el gobierno. Pero, poco a poco, fue rompiendo todas las murallas, y hoy vemos que el sendero de la esperanza y de la reconstrucción está más vivo que nunca. Si con ese mismo énfasis se enfrentan las barreras políticas, económicas y culturales en materia de seguridad social, no hay duda de que lo lograremos.

No, no somos neutrales ni queremos serlo. Tomamos partido todos los días por los más vulnerables y sueño con un país que tampoco sea neutral con la desigualdad.

 

 

 

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