Salía de la Hebraica y una punzada en el estómago me indicó que me era imperioso comer un sandwichito en ese mismo instante.
Entré al tradicional y querido café El Comercial, adonde de chico iba todos los sábados por la mañana después que mi zeide Aarón León entregaba su columna semanal en Di Idishe Tzaitung que quedaba casi enfrente. Allí, mientras conversaba sobre la columna con el editor, un viejo tipógrafo anarquista me preparaba y regalaba, sábado tras sábado, como un ritual, un plomo con mi nombre en idish: Herschl Schussheim.
Bueno, la cosa es que me meto en El Comercial y me siento en una mesa en el medio del salón.
¿Y no va y me atiende el mismo mozo que nos atendía tantos años atrás?
Pensé que, como ya tenía más de veinte años no me iba a reconocer, pero me preguntó:
—¿Ir zaint di enik fin der alte Schussheim, io? (Usted es el nieto del viejo Schussheim, ¿si?).
Feliz con ese encuentro, charlamos durante un breve lapso sobre la vida, la situación internacional, los problemas de Israel, el precio de los alquileres y pequeñeces por el estilo.
—Boino, y ¿qué va a pedir? —me dijo, ya sin tutearme.
—Un pebete de crudo, queso, tomate y una coca.
Me miró con una mezcla de asco, lástima y cariño paternal y le gritó al del mostrador:
—¡Sale un blintze de queso y un téi con limón!
Y me vigiló hasta que me lo comí y tomé todo.
No hay nada que hacerle: un mozo judío siempre va a saber más que vos qué es lo que querés comer y tomar.
Lo que nunca pude entender era para que tenían menús en El Comercial.
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