Dos vías de ingreso y difusión tuvo el ácido lisérgico (LSD) en la Argentina. La más reciente data de 1967, cuando The Beatles publicaron Lucy In The Sky With Diamonds en consonancia con la sustancia que había comenzado a circular por Europa occidental y los Estados Unidos para usos recreativos. Ya en 1954, Aldous Huxley (Reino Unido, 1894- California, 1963) había publicado Los umbrales de la percepción, donde reunía sus experiencias místicas con mescalina, dando a conocer la existencia de los psicotrópicos a partir de su aplicación en grupos etnográficos y en forma personal. Sin embargo, el ácido lo utilizaba en nuestro país con fines terapéuticos desde comienzos de los años '50 el psiquiatra y psicoanalista Alberto Tallaferro, en pos de técnicas novedosas, en principio para tratar las esquizofrenias. Como por aquel entonces se estilaba, el médico procedió a la autoexperimentación en un ambiente controlado, con la presencia de otros cuatro profesionales. Comprobó cómo los colores cambiaban, la habitación parecía moverse, el tiempo resultaba asimétrico: lento y veloz. Surgió el interrogante: “Y si lo que estaba detrás de las puertas de la percepción no fuese otra cosa que ‘el inconsciente’”. Una vía regia, más rápida, menos engorrosa y, por sobre todo, medicamentosa, alternativa a los freudianos sueños, constituía el sueño húmedo de la psiquiatría de todos los tiempos. Para los usuarios, alucinación garantizada.
Aquellos inicios, consolidación, desarrollo y popularidad los exploran el sociólogo Damián Huergo (Longchamps, 1983) y el escritor Fernando Krapp (Adrogué, 1983) en ¡Viva la pepa!, donde bucean la incidencia del LSD en los tratamientos de salud mental. Furor en los años '60 entre una pequeña burguesía artística e intelectual de entre treinta y cuarenta años, tuvo como punto cúlmine la coqueta clínica del doctor Alberto Fontana en el barrio de Belgrano. Junto al Instituto Di Tella de la calle Florida, fueron los máximos templos de la vanguardia porteña. Por un honorario significativo, Fontana y su equipo ofrecían tratamientos ambulatorios, individuales y grupales a partir de la adolescencia, con sesiones prolongadas –de seis a ocho horas— y uno o dos ácidos –con pernocte—, una o dos veces al año. Sin embargo, la movida lisérgico/terapéutica había comenzado antes.
En las casi 200 páginas, Huergo y Krapp historizan el desarrollo de la droga desde su confección en Suiza en 1935 hasta la prohibición en la Argentina a comienzo de la década del '70. Cuidadosos de evitar enredarse en los vericuetos técnicos de la química y en la morosidad de la mera secuencia histórica, logran una crónica periodística retrospectiva dinámica, sin desatender ambos encuadres. Por fuera tanto de la demonización como de la apología psicotrópica, el relato se matiza con destellos de color, descripciones cotidianas y escenas domésticas de esas si non vero, ben trovato. Además de las fuentes de prensa y científicas, se valen de entrevistas a los protagonistas o sus descendientes, aspectos ricos en detalles, incluyendo olvidos, contradicciones y dudas por parte de los reporteados. La escena en que la empleada doméstica de Tallaferro tira a la basura la valija con las primeras ampollas, y la esposa corre a los basurales de Retiro para, sin éxito, encontrarla, resulta cinematográfica.
Entre las experiencias inaugurales con LSD, destacan las de los estadounidenses, para quienes la sustancia producía “desórdenes psicóticos temporales” que se podían generar “en un laboratorio y saber lo que pasaba por la cabeza de un esquizofrénico. Este avance también despertaba particular interés en la CIA: “una persona ‘normal’ inducida a un estado de ‘locura’ era más propensa a ser manipulada”. Mientras tanto, por estas pampas, la experimentación con técnicas heterodoxas tuvieron como pionero —no podía ser de otra manera— a Enrique Pichon-Riviere. Apartado de prepo por la psiquiatría y el psicoanálisis oficiales, erigió en su casa Copérnico la clínica propia, semillero de la siguiente generación, sin prejuicio hacia las drogas, como Alberto Fontana, Francisco Pérez Morales y Luisa Rebeca “Rebe” Gambier de Álvarez de Toledo, entre muchos otros.
Esta última juega un papel fundamental en la historia del psicoanálisis (llegó a presidir la Asociación Psicoanalítica Argentina, APA) y careció de pruritos por la experiencia psicodélica, pues ya había incursionado en la ayahuasca con los pueblos originarios de la selva peruana. ¡Viva la pepa! le dedica un capítulo y múltiples referencias posteriores, enganchando su trayectoria con el desarrollo de la ciencia freudiana en el país. Un giro semejante produce con Pérez Morales, a partir de su amistad juvenil con Ernesto Guevara Lynch, mucho antes de convertirse en el Che. Hasta arribar al máximo sacerdote del templo lisérgico, Alberto Fontana (Corrientes, 1923 – Buenos Aires, 2002). “era un santo, era un demonio. Era un genio, un mediocre. Le gustaba la plata, no tenía casa propia. Se la pasaba estudiando, era un mujeriego. Era homofóbico, tenía la mente abierta. Era un gran clínico, un pésimo analista…”. Polémico, paradójico, eficaz, por sus dos clínicas sucesivas –Cuba y La Pampa, luego O’Higgins y José Hernández— desfilaron destacados artistas plásticos, cineastas, los músicos de Les Luthiers, los miembros del grupo político Contorno (con los hermanos Viñas a la cabeza), los de Gente de Teatro (encabezados por David Stivel), León Rozitchner, Oscar Masotta, los escritores Alberto Vanasco, Mario Trejo, Paco Urondo y —aseguran los autores— Rodolfo Walsh y Pirí Lugones.
En el plano de la conceptualización terapéutica, a la primera impresión de que se trataba del acceso directo al inconsciente, le siguió la teoría de la “psicosis artificial” y, luego de muchas vueltas, Fontana y sus seguidores apostaron a la emergencia de una “regresión profunda de la libido a niveles prenatales de vida”. Repudiados por la APA (“se terminó configurando como un ‘clan familiar’, de credo religioso, donde se exige una actitud de creyente frente a lo que debe ser ciencia”), los analistas psicodélicos continuaron sus prácticas, sin el furor convocante de los primeros años. El desgaste y la prohibición del LSD en los años '70 coadyuvaron en que la modalidad fuera diluyéndose: “Una experiencia terapéutica nueva, ancestral, enterrada, surgida por fuera de antiguos cálculos. Una experiencia que nació del banco, en el otro lado de Occidente, y multiplicó en colores, un cielo con diamantes por el resto del mundo”.
FICHA TÉCNICA
¡Viva la pepa! - El psicoanálisis argentino descubre el LSD
Damián Huergo, Fernando Krapp
Buenos Aires, 2023
192 páginas
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