Macrì y la ley, dos paralelas que no se cruzan.
Luego de la batahola del lunes, el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, firmó su capitulación ante la ministra federal de Seguridad, Patricia Bullrich. Los miraba complacido el presidente Maurizio Macrì. HRL abjuró de la ley porteña que debe cumplir y convalidó la licencia para matar que Bullrich extendió a todas las fuerzas a sus órdenes, con el respaldo de Macrì y de Gabriela Michetti, quien a fuerza de desatinos estridentes intenta demostrar que ni es un cero ni está a la izquierda. El martes, Rodríguez Larreta dijo que la jueza Patricia López Vergara había puesto en peligro la vida de los policías al no permitirles usar todos los recursos disponibles. Es decir, armas de fuego, y el miércoles su secretario de Seguridad, Marcelo D'Alessandro, anunció que el gobierno promovería el juicio político de la jueza, cuya resolución fue confirmada en la instancia superior. Al día siguiente, en el Rotary Club, Michetti se preguntó cómo hará la policía para que se cumpla la ley si no puede usar armas y dijo que ése era “un debate pendiente”. También cuestionó a quienes se quejan de la violencia pero cuando las fuerzas de seguridad actúan dicen: “Eh, que no se te vaya la mano, pará, mirá lo que le pasó a este tipo, se lastimó” y lo atribuyó a un problema cultural por el recuerdo de la dictadura, que por lo visto no todos viven con la misma intensidad. Su conclusión fue que hay que decir: “Señores, la ley es nuestra manera de relacionarnos, hemos decidido que esa es la regla de juego y tenemos que cumplirla”. El problema es que ella, y no sólo ella, desconocen lo que dice la ley. Para Michetti “todos juntos debemos definir el rol que tiene la policía, el rol que tiene la Armada, y después respetarlo”. Allí fue cuando los periodistas le preguntaron si le parecía bien que fuera Patricia Bullrich quien definiera esos roles. Burbujeante como el champán con el que había brindado, respondió que Bullrich no se ocupaba de la seguridad interior sino de las fronteras y que las fuerzas que dependían de ella eran el Ejército, la Gendarmería, la Armada y la Fuerza Aérea. Cuando los desconcertados interlocutores le hicieron saber que Seguridad y Defensa son funciones y ministerios distintos, dijo que se había confundido porque Bullrich también estuvo “muy metida con lo del submarino”. Su dislate merece ser escuchado, sin comentarios:
Pocos días antes, el propio Macrì había calificado como locura que las fuerzas de seguridad debieran consultar antes de abrir fuego con munición de plomo contra personas desarmadas durante una protesta social. Bullrich había dicho que para el gobierno la verdad es lo que informa la fuerza de seguridad, que tiene “el beneficio de la duda” ya que “ejerce el monopolio de la fuerza que tiene que tener el Estado para cuidarnos”. El desconocimiento que todos ellos exhiben de las leyes es intimidatorio, ya que tapan ese agujero negro de ignorancia con lugares comunes autoritarios y frases hechas sesgadas, que las fuerzas de seguridad decodifican sin dificultad y salen a los tiros. Quien les respondió fue el ex diputado radical Ricardo Alfonsín, cada día más distanciado de la Alianza Cambiemos. El beneficio de la duda se aplica al culminar el juicio, no antes, y sólo la justicia puede determinar cuál es la verdad, dijo. Ante la prepotencia de Macrì, Michetti y Bullrich, Rodríguez Larreta encubrió su derrota con la misma justificación inverosímil que usó en el recinto la diputada macrista Elisa Carrió acerca de un golpe de Estado, que la policía habría impedido. Si veinte o cincuenta delirantes o provocadores (y hubo de ambos) ponen en riesgo la institucionalidad, estamos en problemas, Houston. Entre ellos y las fuerzas de seguridad impidieron que una pacífica muchedumbre pocas veces vista pudiera manifestar su desacuerdo con una legislación inconstitucional y castradora de derechos.
Un Sistema Integral
Hace apenas un año y un mes, la Legislatura porteña sancionó el Sistema Integral de Seguridad Pública. Esa ley 5688/16 define la seguridad pública como “la situación de hecho basada en el derecho en la cual se encuentran resguardadas la libertad, la vida y el patrimonio de los habitantes, sus derechos y garantías y la plena vigencia de las instituciones del sistema representativo, republicano y federal”. Su artículo 99 sobre el “Uso de la fuerza directa en concentraciones públicas”, dice que “el personal policial debe otorgar preeminencia a la protección de la vida y la integridad física de todos los involucrados”. Por eso, quien esté destinado a entrar en contacto físico directo con los manifestantes “no está autorizado a la portación de armas de fuego y municiones de poder letal”. Afirmada de ese modo la protección de la vida. La intervención policial debe “garantizar el respeto y la protección de los derechos de los participantes, así como reducir las afectaciones que la concentración o manifestación cause o pudiere causar en los derechos de las personas que no participan de ella y en los bienes públicos”. El artículo 100 obliga a todo el personal policial que intervenga a portar una identificación clara en el uniforme. La jueza López Vergara sólo recordó que por ley los guardianes no estaban autorizados a portar armas de fuego y que sólo podían usar postas de goma y agresivos químicos como último recurso y a distancia suficiente para minimizar las posibles consecuencias nocivas para los manifestantes. La Red Internacional de Organizaciones por los Derechos Civiles (INCLO), de la que forma parte el CELS, realizó el año pasado junto con la organización de médicos Physicians for Human Rights una investigación según la cual la mitad de las muertes y cuatro de cada cinco discapacidades permanentes causadas por heridas con postas de goma resultan de disparos realizados contra el rostro y el cuello de manifestantes. De esas discapacidades permanentes, nueve de cada diez se relacionan con pérdida de la visión. En consecuencia estos especialistas consideran que las balas de goma no son armas apropiadas para el control de multitudes.
Esta ley porteña fue sancionada por unanimidad y confirmó un amplio consenso madurado a lo largo de dos décadas. En julio de 2004, el entonces presidente Néstor Kirchner ordenó proteger la Legislatura porteña con un doble vallado y que el personal en contacto con los manifestantes no usara armas letales, aunque incluso esas armas presuntamente no letales causan muertes e incapacidades cuando se emplean en forma desaprensiva. En 2011, el ministerio de Seguridad de la Nación, entonces a cargo de Nilda Garré, estableció “Criterios Mínimos de Actuación” para resolver los conflictos sin daños “para la integridad física de las personas” ya estén involucradas o no en la manifestación. Con ese objeto, prohíbe la portación de armas de fuego al personal que pudiera entrar en contacto directo con los manifestantes. Las postas de goma sólo son admitidas con fines defensivos, en caso de peligro para la integridad física de cualquiera de las partes presentes. Todo el personal de seguridad debe lucir una identificación clara que se advierta a simple vista y respetar en cada etapa del operativo la Ley de Inteligencia Nacional, que veda investigaciones por motivos políticos, ideológicos o sociales. La Ciudad de Buenos Aires fue una de las jurisdicciones que adhirieron a ese protocolo, cuando la gobernaba el actual presidente y ahí está el origen de la ley vigente.
Qué boquitas
La policía resistió siempre esa política. En 2004, se fue a su casa ofendido el jefe de la Policía Federal, comisario Héctor Prados, como si con el arma le hubieran quitado su virilidad. Con él se fueron el Secretario de Seguridad Norberto Quantín y el subsecretario José Campagnoli, quienes seguían las recomendaciones de dos comisarios de la Policía Federal, próximos a Macrì: Fino Palacios y Carlos Alberto Sablich. Cuando supo que Palacios estaba en contacto con reducidores de autos, a quienes usaba como confidentes, Kirchner lo pasó a retiro y Macrì le encomendó la seguridad de Boca Juniors. Sablich es el autor del teorema policial según el cual la disposición de un detenido a cooperar es inversamente proporcional a la estabilidad de sus dientes. En 2007 fue detenido por la imposición de tormentos al sargento Juan Carlos Bayarri durante la investigación por el secuestro de Macrì de 2001. Sablich “desbarató a los malos y está preso”, protestó Macrì, quien lo visitó en su lugar de detención e ironizó sobre los cargos en su contra: “Lo llaman apremios ilegales”. Luego de un largo trámite ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, Bayarri consiguió que se anulara su condena, por basarse en una confesión obtenida a golpes. Cuando Sablich fue condenado a 14 años de prisión, Macrì no volvió a pronunciarse, pero designó a Palacios jefe de su nueva policía. Esta semana visitó en el hospital Churruca a un policía que puede perder un ojo. Su madre había confesado en una entrevista que lo mandaron a reprimir de civil y que sus propios colegas lo hirieron. Macrì no se dio por enterado, pero posó su mano juguetona sobre la esposa del funcionario, a quien le dijo sonriente: “Tenés una mujer demasiado linda para mirarla con un solo ojo”.
El lunes 18, la resistencia a seguir la norma legal se reflejó en las modulaciones de los policías de la Ciudad, que pueden escucharse aquí. Las invectivas alcanzan tanto a la jueza López Vergara como a Rodríguez Larreta.
Esta actitud policial responde a la línea que desde diciembre de 2015 baja desde la conducción política. El enojo con el gobierno local se exacerbó cuando muchos de los policías con contusiones o heridas fueron derivados al sanatorio Güemes y sólo la airada protesta de sus familiares consiguió que los admitieran en el hospital policial Churruca.
No es la única contradicción exacerbada en este tórrido diciembre político: también se hicieron evidentes los distintos criterios entre los sectores de la justicia que intentan poner límites a la violencia institucional y los entusiastas valedores de la nuda fuerza. Así como necesita de los gobernadores para que disciplinen a sus diputados y les hagan votar leyes intragables,
el gobierno requiere de los jueces la pátina de legitimidad que ayude a convertir en hegemonía lo que hasta ahora es sólo imposición. La ley no lo consiente, ¿pero qué ley se cumple sin un sector significativo de la sociedad que se la apropie como bandera y la milite en forma consecuente? Sí lo hace el CELS, que el 15 de diciembre, un día después de participar en la marcha reprimida por la Gendarmería, dirigió un detallado pedido de informes a la ministra Bullrich. Firmado por la directora del Área de Justicia y Seguridad, Paula Litvachky, invoca la ley de Acceso a la Información para inquirir en qué se basó la intervención de fuerzas federales en la Ciudad de Buenos Aires, más allá de la custodia de lugares sujetos a esa jurisdicción (como el edificio del Congreso). También pregunta “cuáles fueron los cuerpos policiales desplegados en el lugar, qué agrupamientos específicos fueron convocados, cuántos efectivos estuvieron afectados al operativo, quiénes fueron los responsables del operativo de cada una de las fuerzas, quién fue el responsable político de la intervención y desde dónde se impartieron directivas”; si se coordinó con las fuerzas locales y qué funcionario lo hizo. El CELS inquirió además qué instrucciones recibieron las fuerzas de seguridad “y en función de qué hipótesis de amenazas a la seguridad ciudadana” y pidió copia de las respectivas órdenes de servicio. Dados los numerosos registros de disparos al cuerpo y el rostro con balas de goma, demanda saber qué normativa y protocolos se aplicaron, qué armamento y material disuasivo portaba el personal y qué repartición de seguridad realizó el control de calidad, dado que se empleó material vencido. Otra pregunta fundamental fue “qué medidas se implementaron para asegurar que no se usara material letal”, cuántos vehículos se desplegaron, de qué fuerzas y con qué finalidad, y cuántos disparos se efectuaron. Los puntos finales indagan si se iniciaron investigaciones administrativas y se identificaron a los efectivos que abusaron de la fuerza y en la detención y hostigamiento de ciudadanos, de lo cual la organización de Derechos Humanos suministró al Estado abundante material fílmico y fotográfico; por qué se alojaron detenidos en instalaciones de Gendarmería; cuántas personas fueron heridas por las fuerzas de seguridad; si hubo personal no uniformado, equipos de filmación y drones y con qué finalidad y qué medidas se adoptaron para proteger a los periodistas presentes.
Un salto de calidad
Desde la finalización de la dictadura la denominada justicia ordinaria intervino en los conflictos producidos durante manifestaciones de protesta. Si se rompían basureros o mobiliario urbano, iba a contravencional, que hoy forma parte de la justicia porteña. Si se chamuscaba un patrullero, se rompía una valla o se rayaba el escudo de una tortuga ninja, ante el daño agravado intervenía el fuero de instrucción criminal; lo mismo si había lesionados o resistencia a la autoridad. Esta práctica se mantuvo durante distintos gobiernos, con escasas excepciones. El 19 y 20 de diciembre de 2001 intervino la jueza federal María Servini, a raíz de las refriegas en la calle Balcarce, frente a la Casa Rosada y porque el presidente Fernando De la Rúa había declarado el estado de sitio. Pero el resto de los episodios del microcentro correspondieron a la justicia ordinaria y el juez de instrucción criminal Crispo dejó en libertad a los manifestantes detenidos. Recién se unificó todo el expediente en federal cuando se trató la responsabilidad del propio De la Rúa. Incluso este año luego de la voluminosa convocatoria de Niunamenos, las personas detenidas fueron derivadas a la justicia ordinaria.
El artículo empleado para criminalizar más severamente la protesta fue durante años el 194 del Código Penal, contenido en el Título VII, Delitos contra la Seguridad Pública. Lo inventó en 1968 la dictadura de Juan Carlos Onganía, sin sustento en el derecho comparado, cuando maduraban las puebladas que culminarían un año después en el Cordobazo. Su propósito fue proteger “el normal funcionamiento de los transportes” y servicios públicos. Con la asunción de Macrì y la Segunda Alianza, el Poder Ejecutivo promovió que los detenidos fueran acusados por el más grave delito de intimidación pública (artículo 213 bis), contenido en el Título VIII del Código Penal, que contiene los Delitos contra el Orden Público. Esa es una decisión política que nada tiene que ver con el derecho. Las penas del 194 van de tres meses a dos años; las del 213 bis, de tres a ocho años. Este último artículo fue introducido en el Código Penal en 1974 por el presidente electo Juan Perón como parte de su confrontación con la organización declarada ilegal en primer lugar y con la organización declarada ilegal en segundo lugar, según la jerga de la época. Es una versión desteñida del 210 sobre asociación ilícita y de tan dudosa constitucionalidad.
De tres meses a tres años de mínima, de dos a ocho años de máxima. Se diría que estamos ante un salto de calidad. Pero se requieren operadores judiciales dispuestos a caer con esta desmesura represiva sobre quienes reclaman por el despojo de derechos consolidados en décadas.
El primer vocero de los nuevos tiempos fue el jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad, Pablo Noceti, quien coordinó con los jefes de Gendarmería, Policía de Seguridad Aeroportuaria, Prefectura Naval, los gobiernos de Chubut y Río Negro y las respectivas policías provinciales, los operativos de individualización y captura de los mapuche que reivindican tierras adquiridas y ocupadas por empresas transnacionales propiedad del italiano Luciano Benetton o el inglés John Lewis. Según Noceti, para ello no es necesaria una orden judicial porque todas las actividades de esos grupos constituirían delitos flagrantes a los que se les aplicaría el 213 bis, que reprime la mera pertenencia a una agrupación cuyo objeto principal o accesorio sea “imponer sus ideas o combatir las ajenas por la fuerza o el temor”, definición tan genérica como un comodín. La distancia entre Perón y Noceti es similar a la que media entre aquellas organizaciones político-militares insertas en grandes movimientos sociales y políticos y el minúsculo grupo que sólo compensa su escasez de alianzas con la interesada repercusión de la prensa nacional que apoya al gobierno en el intento de construir un enemigo funcional a sus objetivos de control social. Por eso, la Gendarmería penetró sin orden judicial y armas en mano en la comunidad mapuche de Cushamen, en un operativo durante el cual murió el joven Santiago Maldonado, entumecido y ahogado en el río mientras escapaba de la persecución. La misma lógica guió los pasos de la Prefectura en Bariloche, cuando sus efectivos abrieron fuego sobre un grupo de jóvenes que huían monte arriba en el Parque Nacional Nahuel Huapi, como lo demuestra la bala que mató por la espalda al chico de 22 años Rafael Nahuel. El gobierno justifica ese ejercicio de la violencia institucional en la presunta adhesión o pertenencia de alguno de esos jóvenes a una ubicua organización (Resistencia Ancestral Mapuche o RAM) a la que los doctrinarios de las Nuevas Amenazas equiparan con organizaciones que han sembrado el terror en otros lugares del mundo. Trasladar ese fantasmal enemigo de la desolada Patagonia a los grandes centros urbanos no es una tarea simple: hay que remontarse a las primeras décadas del siglo pasado para encontrar caracterizaciones de los sindicatos de trabajadores o las organizaciones sociales como asociaciones ilícitas.
Glock cumple
Luego de la persecución a los manifestantes del jueves 15 por la Gendarmería, intervino la fiscalía de instrucción de Paula Azaro, cuyo secretario, Pablo Colman, ordenó cerrar el sumario, citó al jefe del operativo y se aprestó a liberar a los detenidos. El ministro de Justicia Germán Garavano no perdió tiempo en recurrir al juez federal de turno con la policía, el infaltable doctor Glock. El fiscal Jorge Di Lello, quien durante la dictadura eludió un intento de secuestro y salvó la vida escondido con su esposa embarazada en la casa de un juez federal, pidió 23 excarcelaciones, que Glock no concedió. No sólo incurrió en la tipificación de intimidación pública, sino que ordenó allanamientos en las casas de varios detenidos y dejó por escrito que buscaba panfletos y literatura política, algo prohibido por la ley de Inteligencia Nacional.
El lunes ya no estaba de turno Glock. El sustituto interino de la Procuración General, Eduardo Casal, no perdió tiempo en anunciar que la competencia por lo sucedido cerca del Congreso correspondía a la justicia federal. El titular de turno era Sergio Torres y la fiscal Alejandra Mángano, esposa del director de escuchas telefónicas de la Corte Suprema, Juan Rodríguez Ponte. Ex secretario del juez Ariel Lijo, Rodríguez Ponte forma parte del bando judicial que encabeza el abogado de pago chico Ricardo Lorenzetti, quien resiste la avanzada del Colegio de la City de Buenos Aires, que nuclea a los lawyers de las grandes empresas y es el semillero preferido del gobierno. La pugna entre estxs dos bandxs se resuelve procesando o encarcelando a funcionarios del gobierno anterior o respaldando con argumentos leguleyos la conculcación de derechos cívicos o sociales. Es un juego en el que gana el más duro con los vulnerables políticos o sociales. Mángano tipificó lo sucedido como intimidación pública, tal como exigía el gobierno, y le agregó daños, lesiones y resistencia a la autoridad, delitos de existencia y prueba menos etérea. Torres no se dejó impresionar y luego de comprobar identidad y antecedentes dejó en libertad a todos los detenidos, pese a la invocación al 213 bis y sin esperar el sumario policial. Ya en agosto, Torres había rehusado procesar a los detenidos por el corte de la Avenida 9 de julio porque, dijo, afectaría el derecho constitucional de libertad de expresión y haría de la protesta un delito. Además se declaró incompetente y remitió la causa a la justicia ordinaria.
Ahora, el Capitán Garfio (como bautizó un subordinado a Germán Moldes luego de su inolvidable paso por la apetecida Dirección de Migraciones) pidió que una nueva ley impida que sean excarcelados quienes participen en manifestaciones ocultando su identidad, por ejemplo con capuchas, blandiendo palos, arrojando piedras o generando daños. El gobierno ya había hecho circular en el Congreso un proyecto similar, que penaría el uso de “elementos contundentes diseñados y empuñados para causar lesiones y capuchas y máscaras para ocultar la identidad y permanecer impunes, que no deben ser materia de interpretación, objeto de analogías impropias del Derecho Penal, o sujetas al relativismo moral o a la hipocresía descarada”. El articulado agrava penas o establece nuevas, de hasta diez años de prisión.
Moldes cree que así se impedirá que “malos jueces enrolados en la dañina doctrina del garantismo (…) continúen con el festival de liberaciones de aquellos que muy pronto volverán a agredir a la sociedad y a tratar de conmover el Estado de Derecho”. El fiscal ante la Cámara Federal equipara el respeto por las garantías constitucionales con “el abolicionismo del derecho penal presentado y servido con edulcorante”. Moldes fue una figura decisiva para conseguir la reapertura de la causa iniciada por la denuncia del ex fiscal Natalio A. Nisman por presunto encubrimiento del atentado a la DAIA, en la cual Glock ordenó el desafuero y detención de CFK. Altri tempi, Glock y Garfio formaron parte del equipo de los ex ministros menemistas Carlos Corach, Hugo Anzorregui y José Manzano. Siguen volando en escuadrilla.
Le hizo eco el propio Macrì en el brindis con los periodistas acreditados en la presidencia, ¿o sería más preciso decir que Garfio fue la segunda voz de Macrì? “No puede ser que alguien que hace un atentado o un intento de homicidio sea liberado a las 24 horas. Una piedra puede matar a una persona. El que tira una piedra está dispuesto a matar”, dijo el presidente. ¿Un atentado?
Balas si, piedras no, es la elocuente síntesis.
La música que escuché mientras escribía esta nota
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