En su muy recomendable autobiografía bélica (La Segunda Guerra Mundial, tomo I), Winston Churchill escribió: "Durante la violenta depresión, Gran Bretaña y otros cuarenta países se vieron cada vez más obligados, a medida que pasaban los años, a aplicar restricciones o aranceles aduaneros a los artículos japoneses producidos con unas condiciones de mano de obra que no tenían nada que ver con los modelos europeos". La afirmación de este político tan admirado por Javier Milei, nuestro Presidente electo, podría ser suscripta en la actualidad por todos los líderes de los países serios que Milei propone emular, incluyendo al ex Presidente Donald Trump. Competir en igualdad de condiciones es un reclamo elemental a la hora de establecer acuerdos comerciales entre estados. No hay allí ningún rastro del paradigma liberal del laissez faire (dejen hacer) sino una sólida intervención de los Estados en defensa de su producción.
Durante su presidencia, Trump llegó a amenazar a empresas norteamericanas que pretendían deslocalizar su producción en busca de una mayor rentabilidad: prometió aplicarles una tasa especial del 35% cuando importaran esos productos a Estados Unidos. Como Churchill, Trump buscó proteger a los trabajadores locales contra lo que consideraba una competencia desleal foránea, sin importarle la lógica comercial de cada empresa y avasallando sin culpa la libertad privada, algo que Milei consideraría delictivo. En ambos casos, los absolutos filosóficos liberales fueron dejados de lado en defensa de las necesidades de la nación. En este caso, el empleo local.
Por supuesto, la preocupación por equiparar condiciones entre producción local y extranjera a través de la mano visible del Estado sólo interesó a Estados Unidos y al Reino Unido cuando ese diferencial penalizaba a sus industrias. Cuando esas naciones dominaron un mercado, entonces sí invocaron el laissez faire y denunciaron las regulaciones públicas de otros países por limitar la libertad y coso.
Un ejemplo que ilustra la defensa de los intereses domésticos por sobre cualquier voluntad de equiparar condiciones diferentes fue el devenir de la industria textil de la India. Históricamente había dependido de los telares manuales, pero bajo la administración de la Compañía Británica de las Indias Orientales tuvo que competir con la pujante industria textil inglesa de principios del siglo XIX. No hubo allí protección estatal alguna, ni para arancelar las importaciones realizadas "en condiciones de mano de obra que no tenían nada que ver con los modelos indios" (parafraseando a Churchill), ni tampoco para industrializar la producción y lograr que las fábricas de Ahmedabad, por ejemplo, pudieran competir en igualdad de condiciones con las de Manchester. De exportar telas, la India pasó así a exportar materias primas para que otros fabricaran esas telas a miles de kilómetros de distancia.
No hay nada nuevo en estos debates. Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro de los Estados Unidos y accesoriamente uno de los padres fundadores de aquel país, propuso fijar aranceles, subsidios y todo tipo de regulaciones para proteger la incipiente industria estadounidense. Dichas protecciones no se pudieron aplicar mientras el país fue una colonia británica por las mismas razones que explican el accionar de la Compañía Británica de las Indias Orientales: evitar el desarrollo de una industria que pudiera competir con las de la metrópoli. La idea de Hamilton es que los países menos desarrollados debían proteger su producción industrial hasta que esta fuera lo suficientemente competitiva para sostenerse por sí sola. Una precaución elemental que, sin embargo, los países desarrollados suelen negarles a las economías emergentes. Lo extraño es que en nuestro país existe un sector que también le niega a su propia industria el mismo proteccionismo que acepta en esos países desarrollados.
En efecto, pese a admirarlos con pasión, nuestros liberales imaginarios jamás seguirían el ejemplo de Alexander Hamilton, Winston Churchill o Donald Trump en defensa de la mano de obra o de la industria local. Al contrario, nuestros liberales imaginarios, hoy potenciados por la victoria de Javier Milei —el agitado de la motosierra— son prisioneros de un marco teórico liliputiense en el que pretenden meter al universo con un calzador. Invocan un supuesto modelo filosófico sin correlato alguno con la vida real, que busca eliminar protecciones y regulaciones para conseguir lo que los países desarrollados lograron, justamente, con protecciones y regulaciones. Fracasan una y otra vez en su implementación, pero sin hacerse cargo de cada nuevo fracaso anunciado. Repiten un mantra referido a que las pymes argentinas deben competir con las de los países desarrollados —que acceden a enormes beneficios de los que las empresas argentinas carecen, como acceso al crédito barato, subsidios a la producción, restricciones a la importación o ayudas de todo tipo (regionales, estatales o incluso supranacionales, en el caso de la Unión Europea)— y que si no lo logran es virtuoso que quiebren. Apoyan un modelo en el que no todos pierden: solo la mayoría.
Como el trabajador inglés frente a su par japonés durante la Gran Depresión o una hilandería de Massachusetts o Ahmedabad frente a la competencia desleal de una de Manchester en el siglo XIX, las pymes argentinas están en inferioridad de condiciones frente a sus pares de países desarrollados. Lo singular de nuestro país es que, además de esa competencia desleal, deben enfrentar la prédica tóxica del pensamiento cipayo local (para retomar una categoría del Imperio Británico) que, al contrario de Hamilton, Churchill o Trump, los desprotege y los manda a la quiebra con la invocación de absolutos celestiales inaplicables en el reino de este mundo. De exportar telas (o fabricar satélites, para ponerlo en términos actuales), esos iluminados buscan que exportemos materias primas para que otros fabriquen esas telas (o esos satélites) a miles de kilómetros de distancia, ya que, como lo explicó el diputado electo de La Libertad Avanza Alberto Benegas Lynch hijo hijo —hijo de Alberto Benegas Lynch hijo—, los argentinos somos trogloditas y nada bueno se puede esperar de nosotros.
Por supuesto, cuando esa prédica tóxica nos condene a una nueva crisis social y económica, con más pobreza y más desempleo, como ocurrió con otros iluminados que enriquecieron a las minorías, como José Alfredo Martínez de Hoz, Domingo Cavallo o Mauricio Macri, nadie se hará cargo del desastre.
Ocurre que no es el modelo que se equivoca, es la realidad que falla.
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