Los procesos de lesa humanidad permiten revalorizar los delitos de índole sexual que fueron supeditados a otras violaciones relatadas durante el Juicio a las Juntas de 1985. Lo nuevo no son las denuncias sino las generaciones que se asoman con otra sensibilidad ante tales atrocidades y –como derivación de esa evolución– otras miradas acerca del proceso genocida. En ese marco deben desempeñarse los jueces, que reciben una interpelación destinada a todo el Poder Judicial.
En estos días
Durante una reciente visita ocular al ex centro clandestino Pozo de Banfield, donde estuvieron secuestrados los adolescentes de La Noche de los Lápices, Pablo Díaz avanzó algo más en sus relatos ya conocidos. Primero contó lo exhibido en la película de 1986 respecto de que “los guardias traían a Claudia (Falcone) y Clara Ciocchini, de 16/17 años, a verlas desnudas bañándose”. Este 21 de noviembre, incurrió en una inflexión: “En un momento las agarran e intentan abusar… abusan de ella”.
Asimilar la particularidad del delito sexual ha requerido décadas de aprendizajes para la sociedad, incluidos jueces, fiscales, periodistas, testigos y hasta víctimas. Incluso a personas con experiencia declaratoria, como Pablo Díaz, les cuesta decir “violación”; pasan de “intento de abuso” a “abuso” en una fracción de segundo que no alcanza a disimular la incomodidad de hacerlo público, como si las víctimas aún cargasen con una vergüenza que es justo endilgarles.
Pablo por fin lo ha dicho y, rodeado de mujeres, muchas nacidas en cautiverio, avanza un paso más. Cuando se ve ante un planteo por las cuestiones de género, agrega como anécdota: “No había el tema de si habíamos sido abusados o maltratados a nivel de género pero en una, yo estaba desnudo y uno me toca el pene, los testículos y me dice: ‘Qué lindo amigo tenés’”.
Esto puede ser visto y oído gracias a la enorme labor militante de un periodismo como el que ejercen La Retaguardia y Pulso, que provee invalorables insumos a quienes quieran saber, del mismo modo que en la Argentina de 1985 lo hacía la revista El Periodista de Buenos Aires, cuyos redactores salían de asomarse a los relatos del horror y se topaban con la gente que caminaba en las adyacencias de los Tribunales sin cabal consciencia de lo que allí se revelaba.
A diferencia de aquel entonces, en que el gobierno prohibió emitir con audio las filmaciones, hoy están en YouTube, donde también pueden verse las audiencias de los juicios gracias a una generación que suma tiempo y esfuerzo (no exentos de peleas con los jueces).
Solidaridades
Esos medios independientes recogieron la memoria de las transexuales en boca de Juana Eva Campero. La comunidad trans ha ayudado mucho a los compañeros aquí, por ejemplo Pedro Nadal. Una trans lo vio tan torturado que le dijo: ‘¿En qué puedo ayudarte?’. Él le dio su identidad para que alertase a la familia. Cuando ella salió, fue hasta Santa Fe y avisó. Cuando su familia se presentó, Pedro recibió una paliza pero quedó blanqueado y se salvó.
Preso y exiliado durante toda la dictadura, no habrá de saber lo que pasó con su mujer e hijos: Carlos Alberto, de dos años, y Pedro Luis Nadal, de nueve meses, que será el primer bebé robado en el Conurbano sur antes del golpe de Estado.
La compañera de Nadal era la maestra Hilda Magdalena García, de 18 años. Compartía la casa con Liliana Haydee Scoccimarro Miranda, de 19 años, y con Gustavo, un sobrino de Antonio Carrizo, según pudo reconstruir El Cohete.
Ella integraba una célula del PRT que hacía trabajo social y daba ayuda escolar en la Villa Itatí, de Quilmes, con compañeras que entre el 5 y el 6 de marzo de 1976 fueron secuestradas de sus casas: María Beatriz Díaz Bulgheroni, en Lanús; María Esther Tommasi, en Adrogué.
Scoccimarro escapó, aunque luego de un tiroteo en Monte Grande el 12 de mayo de 1977 será secuestrada y desaparecida a sus 21 años. Tenía 18 cuando su hermano de 20, Luis Antonio, estuvo entre los 16 fusilados en Catamarca –el 12 de agosto de 1974– por el general Luciano Benjamín Menéndez, que mandó ocultar los cadáveres y por lo cual el ERP buscó ejecutar en las calles a 16 militares, una retahíla que abandonaron luego de que –en el intento por matar al capitán Humberto Viola– balearan a sus hijas de 3 y 5 años.
Nunca más se supo de Gustavo o Pato Vallejos: Juan Carlos, hijo de la señora Sánchez y sobrino del locutor, responsable del ERP en Itatí, donde militaba Mariana, la madre del bebé raptado.
Pedro Luis Nadal García habrá de crecer a manos del policía Luis Ferián, que encabezaba la patota de la Brigada que pasaría a ser el Pozo de Quilmes, cuya composición fue revelada por la investigación periodística de quien firma esta nota, y destacada por el fallo de 2007 que redactara el juez Leopoldo Schiffrin, cuando la Cámara Federal de La Plata condenó a su apropiadora.
Su historia se vincula con las del submundo sexual. Tras la recuperación de la democracia, las Abuelas de Plaza de Mayo supieron de Luis Ferián y de su esposa e hijo homónimo (hoy también policía). La edad de la criatura despertó sospechas, que no fueron avaladas por el ADN. No sabían que el policía mantenía dos familias.
Junto con su compinche de Berazategui, Daniel Américo Juárez, se dedicaban a todo tipo de recaudaciones ilegales, entre ellas de prostíbulos y otros lugares de ofertas sexuales. Allí conoció a Yolanda, una mujer que no podía darle hijos. Entonces, él se lo dio a ella.
Ese concubinato paralelo fue el destino de Pedro Luis, desde sus nueve meses hasta que se convirtió en el nieto restituido 79 y se reencontró con su papá, Pedro Nadal, salvado gracias al valor y la decisión de una transexual.
Proxenetas
Recién este 22 de noviembre se oyó en un juicio de lesa humanidad a una víctima transexual, aunque su primera declaración data de 2013 (puede leerse aquí), poco después de que Cristina Fernández de Kirchner le entregara desde la Presidencia el DNI con su identidad de género.
Valeria del Mar Ramírez fue presentada como “señora” por el abogado de la querella, Germán Camps, ante el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata, donde declararon 442 víctimas en el juicio iniciado el 27 de octubre del 2020, en el expediente “Minicucci y otros”.
Esa causa denominada “Brigadas” repasó en 90 jornadas las aberraciones contra personas indefensas en tres centros clandestinos de detención: los pozos de Quilmes, de Banfield, y El Infierno de Avellaneda.
De acuerdo a su testimonio, a los 22 años Valeria del Mar ejercía la prostitución en Camino de Cintura, cerca de la rotonda de Llavallol, donde sus compañeras le consiguieron una plaza: “Tenía que pagarle al jefe de calle de la Policía”, quien a finales de 1976 les avisó que se fueran “o que volviéramos al otro día, porque pasaban unos inspectores y no quería ver a ninguna en la ruta. Nos quedamos en una estación de servicio. Como no hicimos caso, nos levantaron en una razia y nos llevaron a la Comisaría de Llavallol. Éramos 15. No entrábamos. Nos repartieron y nos llevaron a Banfield”.
La llevaron entre las piernas de algunos, con la cabeza gacha, en un Falcon. Al bajar, oyó:
–Acá tienen las cachorras que habían pedido.
Allí fue violada por dos policías que, como no quería tener sexo, la golpearon. Debió tener relaciones con ambos, “anal y bucal”, explicitó por transmisión virtual ante los jueces.
Al día siguiente no quería almorzar. Por un buzón de la celda, otro tipo le pasaba su miembro:
–¿Querés comer? Chupámela un poco y te doy la comida.
“A veces lo hacía”, acotó. Para poder negarse, se procuró una botella cuando la sacaban a ducharse o al baño. Así, en su siguiente negativa al sexo oral estuvo dos días sin comer; al menos tenía la botella con agua; hasta que le abrieron la celda y le tiraron la botella:
–Puto de mierda, ¿te hacés el vivo?
Uno tenía tono provinciano:
–Sos muy linda. ¡Hay carne blanca! –le gritaba a los demás, que reían.
En otro momento forcejeó, pero no pudo evitar la violación por parte de cuatro guardias.
Una vez la sacaron para tirarla en una pieza con colchones adonde fueron dos con un pepino:
–Ahora te vas a divertir más con esto que con las pijas de nosotros.
Temió que la lastimaran, aunque al final desistieron. Más tarde, otros tres la violaron. “Deseaba que Dios me llevara”, resumió.
La vez que la agarraron entre seis, le metieron un pedazo de manguera: “Yo gritaba pidiendo auxilio”. Era común que los gritos se ahogaran con música a todo volumen, aunque eso no impedía que los vecinos sospecharan sin imaginarse todo.
–Esto te va a gustar más porque te va a hacer cosquillas –oyó una vez en que le acercaban un roedor.
“Uno me abrió los cantos”, fue su expresión en el juicio, antes de serenar su relato para advertir que la asustaron pero no se lo introdujeron. “Parecía gente demente”, evaluó.
A más de 45 años sigue diciendo “no sé por qué; yo no era militante”. Con esa frase resumió un parecer propio de la sociedad que adoptó la teoría de los dos demonios o que mira desde lejos, descontando como lógica la tortura a los militantes que “en algo andaban”.
Valeria dirigió su declaración hacia las consecuencias de aquella experiencia, tras la cual regresó al barrio porteño de Belgrano, donde convivió con su madre y un padrastro, se cortó el pelo y “tuve que disfrazarme otra vez de Oscar”. Su vulnerabilidad persiste, a sus 66 años, con carencias económicas, según reclamó antes de agradecer la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (ammar) por su ayuda con la comida.
El paso por el Pozo le permitió algo más: ser testigo del robo de bebés. Una mañana, al ducharse, sintió corridas y gritos:
–¡Ya viene, ya viene!
Luego oyó un llanto de criatura. Había visto a la madre, “delgada, de pelo largo, demacrada, amarilla, con el vestidito lleno de sangre”.
Más partos
A otras parturientas les quitarían sus bebés, después de alimentarlas con comida que llevaban los bomberos de Avellaneda, según declaró Eduardo Castellano en la misma jornada.
A poco del golpe de 1976, entre abril y mayo, vio a tres embarazadas llevadas con los pies a la rastra, lo que le hizo pensar que venían de otro centro clandestino.
“Dicen que nadie vio embarazadas en El Infierno. Yo las vi. Me recordaba lo que hacían los nazis con las judías, que las traían con un número. Entraron con ropa de Grafa, de trabajo, y acá (se toca un pecho) tenían un cartelito”.
En una visita de reconocimiento, halló una habitación con plasma y “a todo lujo”. Allí dormía el comisario. Lloró cuando relató en qué habían convertido la sala de torturas.
En el recorrido por la cocina usada para los partos en Banfield, las hijas en cautiverio exigieron revocar los arrestos domiciliarios. El juez Ricardo Basílico oyó con su habitual respeto, pareció comprometerse pero sobre la marcha enmendó su frase inicial para limitarse a una “mención en el acta de la inspección ocular”.
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