TOMAS DE TIERRA, DILEMA JURÍDICO

Un problema que excede la discusión jurídica

 

Las tomas de tierra ocupan por estos días un lugar central en la agenda pública. Aunque es un problema político desde hace demasiado tiempo, permanece relativamente invisibilizado. Vimos, leímos y escuchamos muchas cosas, aunque el debate se mantuvo entre límites muy precisos. La discusión se tensó en base a dos polos, pero ambos puntos tenían algo en común: redujeron la discusión a un tema estrictamente jurídico. Es verdad que la dimensión jurídica es una parte de la cuestión, pero no la agota.

La Constitución Nacional asignó una protección muy fuerte al derecho de propiedad. A diferencia de la mexicana de 1910, resultado de la presidencia de Lázaro Cárdenas, que otorgaba a los ciudadanos la chance de considerar la función social de la propiedad, aquí las cosas son diferentes. Salvo durante la breve vigencia de la constitución de 1949, que recogía el espíritu mexicano, el derecho de propiedad tiene una protección legal intensa. Sin embargo, ello no significa que automáticamente aquel comportamiento que afecta la propiedad ajena inmediatamente se convierta en un delito que justifique la intervención del derecho penal.

Nuestra Constitución adoptó la forma republicana de gobierno. De allí salen dos premisas. La primera es que el derecho penal, como dicen los juristas, es la última herramienta que tiene el Estado para emitir decisiones autoritativas. Antes que el derecho penal existen una serie de dispositivos institucionales para procesar los conflictos y cuyo horizonte normativo es hacer efectivos los derechos de la Constitución. En este caso, obviamente, brillan por su ausencia las promesas del artículo 14 bis, que contiene el catálogo de derechos sociales.

La segunda tiene que ver con que en una república el ejercicio del derecho penal no se limita a castigar, sino que apunta a que un ciudadano rinda cuenta de sus actos frente a otros ciudadanos, de manera tal que, además de la posible sanción de los jueces, quien sufrió una condena tenga la posibilidad de disculparse y de reintegrarse a la comunidad.

Ambas premisas demuestran que el Estado, es decir la comunidad, está en falta. Y está en falta porque no logró diseñar políticas públicas capaces de incluir a todos, todas y todes los ciudadanos de la Nación.

La fragmentación de nuestra sociedad está en múltiples espacios inarticulados, a veces abandonados a su suerte y en otras oportunidades asistidos mínimamente por alguno de los tres niveles de gobierno para atender a necesidades elementales. Esa fragmentación es el indicador más fuerte acerca del modo en que la democracia no logró hacer efectivo el artículo 14 bis de la Constitución.

Además, esas condiciones de vulnerabilidad significan que hay un derecho anterior que satisfacer y que es el derecho humano básico e inalienable: el derecho a la vida. El derecho a la vida supone tener qué comer, tener dónde vivir y tener con qué subsistir. Es la violación de ese derecho la que impide la lisa y llana aplicación del derecho penal, porque el derecho penal exige como premisa material y ética de su aplicación que quien infringió la ley haya tenido la posibilidad de hacer otra cosa.

Ello no quiere decir que las tomas de tierras deben quedar impunes. De ninguna manera. Lo que no admite la república democrática es que, como criterio general, en las condiciones de vida de quienes afectan el derecho ajeno, se recurra a la aplicación del derecho penal como la primera herramienta para enfrentar ese problema colectivo.

En otras palabras, la protección fuerte del derecho de propiedad no significa que todos los comportamientos puedan ser automáticamente criminalizados. Aplicar la ley penal requiere ciudadanos en condiciones materiales de elegir. Aquí radica el desafío más importante de la toma de tierras. En resolver las condiciones de vida de muchos argentinos. Si en medio de esos problemas la justicia detecta comportamientos organizados o individuales que lucran con las necesidades de las personas, lógicamente los jueces y fiscales tienen que hacer los juicios necesarios. Lo que no permiten los componentes éticos de la democracia es que directamente se criminalice a quienes tienen que resolver minuto a minuto cómo subsistir. Por citar tan solo un informe que alarma, Unicef estima que a diciembre de 2020 la cantidad de niños, niñas y niñes pobres pasaría de 7 a 8,3 millones. Según este trabajo, la concurrencia a comedores populares aumentó del 8 al 10 por ciento.

El desafío de la toma de tierras se inscribe en uno mayor: construir una comunidad. Construir una comunidad reclama políticas públicas muy activas en términos económicos, sociales y culturales. En las actuales circunstancias y frente a problemas tan agudos a lo largo y a lo ancho de nuestro país, una dimensión ética de la vida colectiva nos impone el deber de discutir el esquema tributario de nuestro país. Sólo el hecho de pensar que cualquiera de las personas que ocupaban, por ejemplo, el predio de Guernica paga el mismo importe en concepto de impuesto al valor agregado que el ciudadano más rico de la Argentina, habla por sí mismo.

La toma de tierras es un problema gravísimo, pero es un síntoma de otro problema mayor: la profunda inequidad de nuestra sociedad.

 

 

 

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