El golpe de gracia fue la amenaza del Congreso estadounidense a la Corte Penal Internacional (CPI), si condenaba, como está jurídicamente justificado, a Benjamín Netanyahu por los crímenes atroces cometidos y el genocidio ordenado contra el pueblo palestino. Pero seamos realistas, la ONU lleva un tiempo tambaleándose por tantos golpes recibidos. El primero de estos golpes no pasó desapercibido para los atentos analistas. El milenio estaba terminando y el sistema internacional se acomodaba después de 40 años de bipolaridad durante la Guerra Fría. La URSS se disolvió para dar paso a una Rusia debilitada que dejó huérfanos a los países de su órbita. Estados Unidos empezó, con la arrogancia del “destino manifiesto”, a dictar las reglas que reformularían el sistema en transición. Entre ellos, y a modo de parteaguas, la caracterización maniquea del mundo entre el “bien” y el “mal”. En esta transición, la OTAN, creada como defensa contra el desmantelado Pacto de Varsovia, resultó inútil y costosa. Necesitaba un nuevo enemigo y eligió a Yugoslavia, que fue acusada de cometer abusos contra los derechos humanos en Kosovo y castigada con una tormenta de fuego del 24/03 al 10/06 de 1999. La embajada china en Belgrado también resultó bombardeada en estos ataques [1]. La agresión contra Yugoslavia, miembro de la ONU, no contó inicialmente con la autorización legitimadora de esta, que tuvo que apresurarse para autorizarla post facto para evitar exponer su obsolescencia como mediadora de conflictos. Así fue la sangrienta inauguración del régimen internacional de reglas dictadas por Estados Unidos, que instrumentalizó a la OTAN como gendarme internacional autónomo de la ONU.
Este ataque convirtió a Yugoslavia en la primera víctima del nuevo ordenamiento del sistema internacional, pero, aunque menos notorio, también fue el primero de los duros golpes asestados a las instituciones internacionales por la hiperpotencia autoproclamada “ganadora” de la Guerra Fría. Lamentablemente esta agresión no fue la única, otros golpes sacudirían las debilitadas instituciones internacionales.
Tras la impunidad de este golpe, Estados Unidos asumió lentamente el papel de sheriff internacional, aquel que distingue el “bien” del “mal” y decide qué países están de un lado o del otro. En otras palabras, y según la caracterización que hace Carl Schmitt [2] de la esencia de la política —que consiste en la capacidad de distinguir “amigo” de “enemigo”—, Estados Unidos secuestró la política del “Occidente ideológico” para decidir por todos quién es el enemigo al que hay que combatir. Para legitimar la decisión sobre la situación excepcional, controló (con el instrumento antidemocrático del veto) el Consejo de Seguridad de la ONU. Para materializar el castigo contra el “paria”, el “Estado fallido” o “enemigo de los valores de la civilización occidental”, se apropió de la OTAN como su brazo armado. Para transformar esta organización militar en un gendarme global, el Atlántico Norte pasó de ser una designación geográfica a un referente ideológico, lo que permitió proteger los “intereses occidentales” (definidos por Estados Unidos) en cualquier parte del mundo. Así se impuso la globalización forzada y se subordinaron los intereses de las naciones. En la práctica, saquearon a los Estados para declararlos “fracasados” y finalmente desintegrarlos. Con la “democracia por la fuerza”[3] derrocaron gobiernos para poner en su lugar a gente dócil y corrupta. Cualquier esfuerzo por defender intereses nacionales legítimos era considerado enemigo de los intereses occidentales y rechazado.
Al golpe contra Yugoslavia le siguieron otros que dejaron a la sociedad internacional desorientada y a sus organizaciones contra las cuerdas. Pero el golpe que la llevó a la lona vino del puño de George Busch en 2003. Las elecciones americanas estaban difíciles para él que no conseguía superar el 23% de aprobación y, para invertir la tendencia, decidió castigar al indefenso Hussein invadiendo su país. Alegó la existencia de armas de destrucción masiva en Irak y la ONU envió observadores para verificar la denuncia, pero el día en que se leería el informe, Bush adelantó la invasión. Evidentemente, el gobierno americano conocía el contenido de este informe que era desfavorable a las intenciones estadounidenses. Ante el hecho consumado, la ONU canceló la lectura del documento. De haber hecho esta lectura, se habría visto obligada a condenar la agresión injustificada o a guardar silencio. Si no condenaba, quedaría marcada como parcial; en cambio, si condenaba, pero Bush continuaba la invasión, se declararía su impotencia y se probaría su inutilidad. La ONU se abstuvo de decidir. Bush continuó con su agresión ilegítima, destruyó Irak y desmoralizó a la ONU, pero ganó su reelección (lo que demuestra que a veces el fin político de una guerra es doméstico, lejos del fragor de los campos de batalla). Sin embargo, para la mayoría de los países, seguía siendo mejor confiar en una ONU debilitada que encontrarse solos en la jungla de las reglas de los más fuertes en que se había transformado el mundo.
Ante la constatación de la impunidad internacional, la autodeterminación de los pueblos fue reiteradamente violentada. Bajo el argumento de “estados fracasados”, “autocracias”, “dictaduras” o “eje del mal”, aquellos países que buscaban defender sus intereses nacionales, contrarios a los de la hegemonía, fueron objeto de “revoluciones coloridas”, “intervenciones humanitarias”, “misiones de paz” o consentidas “intervenciones militares”. Ante el desfile de atrocidades internacionales y la doble moral, la impotencia de las instituciones internacionales se disfrazó de hipocresía. La “responsabilidad de proteger” fue quizás una de las máscaras más vergonzosas vestida por las instituciones internacionales para intervenir impunemente.
La OTAN proporciona fuerza; la legitimidad es inducida por el control de los medios corporativos sobre una sociedad alienada; el Consejo de Seguridad, rehén de Estados Unidos, concede la legalidad. Así es como logran defender a sus amigos y poner a la opinión pública en contra de sus “enemigos”, a quienes se les impone la ley, como sanciones económicas o condenas personales. Pero, para los amigos, si es necesario, se amenaza al TPI. Dos pesos y dos medidas es la doctrina del mundo regido por reglas. Doctrina que desconoce la isonomía jurídica de los países y desmoraliza las instituciones del sistema internacional.
Las instituciones internacionales comenzaron a ser instrumentalizadas por quienes dictan los criterios del mundo regido por reglas. Paradójicamente, el único país condenado por terrorismo por la CIJ [4] determina quién es terrorista. Sin aceptar el régimen jurídico internacional, lo presiona para que condene a sus enemigos y defienda a sus amigos. Raymond Aron decía que la ley es para los débiles, los fuertes la desdeñan y la rechazan. Pero hoy es peor: quienes no reconocen los tribunales internacionales los utilizan como patíbulo para sus adversarios.
Sobrevivimos en un mundo sin ley o, peor aún, con reglas dictadas por hors la loi. El creciente aislamiento internacional de Estados Unidos y de Netanyahu puede ser sólo aparente y transitorio. Frente a un mundo en descomposición, Europa está cultivando crisis internas que sustentan el crecimiento descontrolado de la extrema derecha que, a su vez, se verá fortalecida por un probable triunfo de Trump y ese aislamiento se disolverá. Sin embargo, el genocidio despiadado de los palestinos en Gaza parece haber arrancado la máscara hipócrita de la sociedad internacional. Ante tanta brutalidad, los estudiantes de las universidades norteamericanas y de algunas europeas están mostrando el camino que todos conocen, pero que prefieren seguir por el viaje idílico e infértil de la virtualidad. El sur global, cansado de ver sus intereses postergados, se muestra atento y vigilante, confiado en que el movimiento emergente por la multilateralidad y la cooperación cambiará esta tendencia para restablecer la igualdad jurídica internacional. Hay fuertes indicios de que el multilateralismo recuperará su lugar, pero si eso no acontece, el mundo regido por reglas traerá consigo décadas de tinieblas y barbarie.
[1] El 7 de mayo de 1999, la Embajada de la República Popular China en Belgrado recibió un impacto directo durante el bombardeo de Yugoslavia por la OTAN. Estados Unidos lanzó cinco bombas JDAM que mataron a tres periodistas chinos. El presidente Clinton presentó formalmente una disculpa que también fue aceptada formalmente por la República Popular China, pero esta disculpa no apaciguó la indignación de la opinión pública china.
[2] SCHMITT, C. El concepto de lo político. Coimbra: Ediciones 70 – Almedina, 2015.
[3] Véase HIPPEL, K. La democracia a través de la fuerza. RJ: Biblioteca del Imperio Editora, 2003.
[4] El 27 de junio de 1986, la Corte Internacional de Justicia falló a favor de la demanda interpuesta por Nicaragua en 1984 contra Estados Unidos por actividades militares y paramilitares contra el Estado. Estados Unidos consideró a la CIJ incompetente. Véase de Sorto F. “La Corte Internacional de Justicia y el caso Estados Unidos – Nicaragua”.
Héctor Luis Saint-Pierre es doctor en Filosofía Política, profesor titular de Seguridad Internacional en el Programa de Postgrado en Relaciones Internacionales de la Universidad Estadual Paulista (UNESP). Fundador y líder del Grupo de Estudios de Defensa y Seguridad Internacional (GEDES).
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