Las muertes de Antonio Di Benedetto
Diario de una agonía, una biografía recortada sobre el primer escritor detenido por la dictadura
En la madrugada del 24 de marzo de 1976, horas después del derrocamiento de María Estela Martínez de Perón, Antonio Di Benedetto fue secuestrado por las fuerzas de seguridad en su despacho de subdirector del diario Los Andes de Mendoza. A partir de ese momento la dedicatoria de Zama, su ineludible novela que decía, patéticamente, “A las víctimas de la espera”, cayó sobre su propia persona como un extraño meteoro que lo laceró o le arrancó parte del cuerpo, al decir de Juan-Jacobo Bajarlía, amigo, escritor y abogado que recibió las primeras cartas de su cautiverio.
De esa época, encarcelado inicialmente en el Liceo Militar de Mendoza y después en la Unidad 9 de La Plata, datan los golpes en la cabeza, uno de los cuales le producirá cierta amnesia intermitente que un día estallará en el coágulo que lo llevó a la muerte, en 1986. “Ya era la víctima propiciatoria de la espera, el ser para la muerte que saltaba de una página de Heidegger al escenario turbulento de un Buenos Aires devorado por el terrorismo”, escribe Bajarlía en el impactante Diario de una agonía (Mil Botellas), que acaba de publicarse tras permanecer décadas en el olvido. “Bajarlía lo escribió y estaba por salir en los ‘90, quedó en un impasse y ahora lo pudimos publicar tras años de hurgar en el material y de contactar a los familiares de Bajarlía. Es una especie de biografía recortada, de los últimos diez años de Di Benedetto, un libro muy esperado por los fans del autor mendocino”, cuenta Ramón Tarruella, editor de Mil Botellas.
A sus 54 años, el escritor de obras cumbres de la literatura argentina como Zama, El silenciero y Los suicidas, y de varios libros de relatos, entre ellos Mundo animal, sospechaba que las fuerzas represivas lo perseguían por sus convicciones políticas, pero jamás se imaginó terminar en una celda oscura, aislado de sus familiares y amigos. Fue uno de los primeros detenidos en Mendoza, donde vivía y trabajaba. Primer escritor detenido de la dictadura, figuraba en la lista de “subversivos” que distribuyeron los jefes de la represión en Cuyo. En el libro Antonio Di Benedetto, periodista (Capital Intelectual), de Natalia Gelós, se explica que el escritor había publicado, a partir de 1972, notas sobre la represión policial y los atentados de grupos parapoliciales, fotos de presos e información acerca de procedimientos irregulares, desafiando la censura. Esa línea de conducta fue suficiente para que los represores lo “marquen” como un defensor de la guerrilla: el enemigo ideológico que, a partir de los ‘70, fue el blanco del Ejército y de la Triple A.
Cuando los militares entraron a la redacción, Di Benedetto se descompuso y pidió que no lo sacaran por la puerta principal del diario, sobre la calle San Martín, donde la gente se agolpaba para seguir las novedades en una pizarra. Juan Carlos Schiappa de Azevedo, miembro del directorio de Los Andes, y Osvaldo Lima y el abogado de la empresa, salieron con él por la puerta trasera del edificio. Los tres hombres partieron en un auto que se dirigió al Liceo Militar General Espejo, a cargo del coronel Carlos Horacio Tragant.
Bajarlía cuenta que todo empezó cuando Di Benedetto le escribió una carta desde su detención. En el interior sólo había un fragmento de papel de diario en el que, con letras diminutas escritas con birome, decía: “Necesito abogado para optar salir del país”. Y más abajo, “Unidad 9. A”. El reverso estaba manchado de estiércol. Di Benedetto le había entregado el secreto mensaje a un recluso que en esos días recobraba su libertad. Y éste, para evitar la requisa a cuerpo desnudo, se había introducido el papel en las partes pudendas. A partir de allí, entonces, Bajarlía se movilizó de un lado a otro “transfigurado en zombie”, presentado escritos y oficios, aunque sin poder ver al detenido ni poder escuchar su voz.
A Di Benedetto lo alojaron en un sitio apartado del resto de los presos. Según el ex abogado querellante en causas de lesa humanidad en Mendoza y actual juez Pablo Salinas, allí llevaron a los dirigentes políticos y gremiales más importantes de la región. “A los militantes de base los llevaban al D2. Y a los que consideraban de mayor rango, al Liceo Militar. Entre otros, ahí estaba Ángel Bustelo, dirigente del Partido Comunista que declaró en el Juicio a las Juntas”, contó Salinas, y comentó que el caso de Di Benedetto apareció en varios expedientes judiciales –muchos testigos lo vieron en cautiverio–, como el emblemático “Juicios a Jueces” en el que fueron condenados ex magistrados como Luis Miret y Otilio Romano.
Salinas sostiene que Di Benedetto fue parte de un grupo de periodistas críticos que no garantizaban a los militares la posibilidad de manejar los medios de comunicación. A él lo golpearon, lo torturaron y lo incomunicaron. “Su caso permite entender no sólo la necesidad de silenciar a la prensa, sino la de colocar alfiles para controlarla. No hacía falta ser un militante político, bastaba con ser una persona honesta, éticamente correcta y con profundas convicciones morales, como lo fue Di Benedetto, para ganarse el odio de los militares”, señaló el abogado.
Lo cierto es que Di Benedetto pasó seis meses detenido en Mendoza. Del Liceo lo trasladaron al pabellón 11 de la Penitenciaría local. El 26 de mayo de 1976 fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Los militares se ensañaron con él: lo quemaban con cigarrillos, lo apaleaban y lo pateaban. Otros testigos dijeron que Di Benedetto no hablaba, que estaba ensimismado, pero que cuando miraba cómo torturaban a los demás se acercaba a las víctimas y las contenía. “Recuerdo que Antonio una vez gritó ‘guardia’. Ahí estaba todo el personal del Ejército y les dijo: 'Yo estoy enfermo'. Le contestaron: ‘Morite, viejo de mierda, si eso es lo que queremos’”, declaró un ex compañero de celda del escritor cuyano.
El Buenos Aires Herald, dirigido por Robert Cox, fue uno de los pocos medios que publicó de manera sistemática el caso de Di Benedetto. El 19 de mayo de 1976, en el famoso almuerzo en Casa Rosada, Jorge Rafael Videla recibió a Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. Este último entregó una lista con once nombres de personas relacionadas con la cultura que estaban desaparecidas. Entre esos nombres estaba Di Benedetto.
El 27 de septiembre de 1976 un avión Hércules de la Fuerza Aérea Argentina trasladó a un grupo de presos políticos de Mendoza a Buenos Aires. Allí estaban Di Benedetto y, a su lado, Ángel Bustelo, que más tarde narraría en un libro todo lo sucedido y se referiría al escritor como Suetonio Da Bene. “El silenciero cautivo”, se llamaría su historia. El viaje fue atroz: los obligaban a escupirse entre ellos, atados de pies y manos, y los torturaban.
Lo llevaron a la Unidad 9 de La Plata. Junto a figuras de la política mendocina, Di Benedetto fue identificado con una cinta azul. A los marcados, les reservaban los golpes más fuertes. Los castigos se volvieron bestiales. Le rompieron los anteojos y sufrió simulacros de fusilamiento: desnudo, en la madrugada, lo condujeron una noche invernal hacia un paredón.
–Recibí un golpe en la cabeza que es una preocupación continua, porque desde entonces tengo la impresión de que me afectó, en gran parte, mis capacidades mentales –dijo diez años después al periodista Jorge Urien Berri durante una entrevista.
En octubre del ‘76, Di Benedetto rompió el silencio y escribió una circular para sus conocidos. Pedía que le llevaran libros que respetaran las indicaciones de los militares: ni pornográficos, ni políticos, ni con dedicatoria. En la circular, defendía su inocencia, pedía que tuvieran confianza en él y mostraba perplejidad ante “esa realidad que le tocaba vivir”. Ante los que lo señalaban como un emisario del ERP o de Montoneros, aclaró que la detención podía haber sido porque, como periodista, “siempre me negué a ocultar información”. En la cárcel, además, había vuelto a escribir. Aunque le destruían los papeles, logró narrar el libro de cuentos Absurdos, que luego se publicaría en Barcelona.
La presión internacional para lograr la liberación hizo que los militares revisaran su situación. El 26 de agosto de 1977, mediante un comunicado, el Poder Ejecutivo informó que había dejado sin efecto su detención. Di Benedetto fue el primer caso de un escritor liberado. Al salir de la cárcel, quienes lo conocieron dirían que siguió de algún modo en el encierro. Su matrimonio estaba terminado, su cargo en el diario Los Andes se había esfumado y Mendoza ya no era un lugar habitable para él. “Ya estaba enfermo, envejecido en no menos de diez años, lleno de canas como ese Edipo ciego que Antígona llevaba de la mano”, escribe Juan-Jacobo Bajarlía en Diario de una agonía. Se fue a vivir a Buenos Aires antes de exiliarse. Quiso saber por qué lo habían detenido y consiguió entrevistas en oficinas del Ejército y del Ministerio del Interior. En cada lugar le dijeron que no preguntara, que dejara todo atrás, que agradeciera que estaba vivo. Le mostraron las cartas de apoyo que había recibido del exterior. “No sabíamos que eras tan famoso”, le dijeron.
En diciembre de 1977, el escritor mendocino decidió irse del país. Viajó a París, donde daría clases de literatura hispanoamericana. Allí se haría amigo de Juan José Saer. En el recorrido europeo, pasó también un tiempo en Alemania, donde se frecuentaría con Osvaldo Bayer. Luego se radicó en Madrid, donde volvió a ejercer el periodismo y escribió ficción. En 1984 volvió a la Argentina. Se reencontraría con su hija, a quien no había visto durante ocho años. Hasta su muerte, “fueron dos años y medio de no hallarse, de quejarse, de tratar de hacer de la nada una vida nueva. Estuvo a punto de lograrlo”, dijo su biógrafa, Natalia Gelós. El 10 de octubre de 1986 murió a sus 63 años en una cama de hospital, luego de una agonía tan larga como la espera de su Don Diego en Zama. En sus últimos tiempos había sufrido la pobreza y la desolación, juntando plata para pagar su alquiler.
“Si bien se me devolvió la vida libre, mi situación moral y mi aptitud para el trabajo, con el rendimiento normal anterior a esos hechos, estaba totalmente averiada y desquiciada”, confesaría en un programa televisivo, ya recuperada la democracia.
Allí, también, se refirió al periodismo cómplice: “Sé que ha habido defecciones en el periodismo, por su cobardía y por su silencio frente a la dictadura militar”. Y cerró: “Los que me quitaron la libertad, el castigo lo tendrán no sé dónde. Por lo menos, en la decadencia de su nombre”.
No fue militante sino un testigo y rectificó su opinión, sin dogmatismos, atento siempre a la realidad humana antes que a los prejuicios ideológicos, dice Graciela Maturo en el prólogo de Diario de una agonía, y lo ubica como uno de los mayores escritores de habla hispana a ambos lados del Atlántico.
Más que un homenaje, Juan-Jacobo Bajarlía reunió las cartas escritas por Di Benedetto a él dirigidas, juntamente con sus propias anotaciones críticas, comentarios y poemas dedicados a quien fue su amigo y su defendido en lides judiciales. “El libro adquiere la crudeza de una historia real que atraviesa la historia colectiva de los últimos tiempos de la Argentina”, sintetiza Maturo.
La soledad, el exilio, la muerte. Marginal y crítico del poder, Di Benedetto murió muchas veces, tantas como las de los protagonistas de sus novelas. Su caso, que había quedado oculto entre los expedientes de la represión, al menos obtuvo reparación. En los juicios de lesa humanidad en Mendoza, el castigo ha llevado nombres: el de los represores y sus cómplices, que lo secuestraron ilegalmente, lo detuvieron, lo torturaron, le quitaron su trabajo y le arruinaron la vida.
Diario de una agonía, en definitiva, es otro testimonio narrativo de cómo el terrorismo de Estado mutiló la existencia.
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