LAS MIL CARAS DE LA POBREZA

Para romper la malsana fragmentación, es necesario que las políticas sociales sean universales

 

Durante la década de los '90 mi vida se dividió entre la militancia política contra el régimen de capitalización y el ejercicio liberal de la profesión. Atendía semanalmente en un local céntrico de Moreno, y el resto de los días en mi estudio de la Ciudad de Buenos Aires, pero en ninguno cobraba honorarios por la consulta. Durante esos años atendí a una infinidad de personas y, a partir del nuevo milenio, abandoné la practica judicial para asumir otros desafíos profesionales.

En Moreno aprendí que lo más importante para atender a personas mayores es mostrarles la empatía necesaria para comprender la necesidad ajena, muchas veces desesperante, de quienes esperaban un milagro que, en aquellos tiempos, era impensado. Allí aprendí a leer los ojos. Hay quien dice que “los ojos son la puerta del alma”, y creo que es así. La tristeza se muestra irreversible cuando atraviesa a una persona cargada de años, y eso se manifiesta en sus ojos por más que la persona intente disimularlo.

Un día llegó a verme un hombre que se distinguía claramente de las demás. Estaba vestido con un traje de calidad que denotaba un uso intensivo, y venía acompañado de su mujer, también elegantemente vestida, aunque con ropa igualmente baqueteada. Cuando iniciamos la consulta, su trato fue muy cordial y educado, usando un lenguaje refinado. Al finalizar las presentaciones y entrar en tema, me entregó una carpeta llena de papeles y me contó que había sido corresponsal en Medio Oriente del diario La Nación, e incluso me relató algunas anécdotas muy curiosas de su paso por aquellas tierras lejanas. Mientras mi cliente hablaba, yo lo miraba a los ojos intentando comprender por qué estaba allí. Me costaba entender qué le pasaba interiormente, hasta que giré la cabeza, me enfrenté con los ojos de la mujer y entonces comprendí que a ambos los embargaba un gran dolor.

El modo de calcular los servicios con aportes de los periodistas era extremadamente complejo, ya que no se computaban en años calendario, sino que cada nota periodística estaba relacionada con el tiempo requerido para hacerla, por lo que había que revisar nota por nota, hacer el cómputo en años y verificar si contaba con los 22 años de servicio que, en ese momento, era el tiempo requerido. Le dije que me quedaría con la carpeta para hacer el cálculo y que viniera la semana siguiente.

Siete días más tarde, cuando llegué a la oficina, me esperaban ambos con idéntica vestimenta que la vez anterior y una sonrisa en el rostro. Entramos al despacho, y como si nada los preocupara me llenaron de anécdotas y de historias encantadoras. Finalmente saqué la carpeta y les mostré el cálculo que había hecho, según el cual aquel amistoso periodista podía acreditar 16 años y 6 meses de servicios, lo que no le alcanzaba para una jubilación ordinaria. Entonces le propuse que, como tenía 68 años, esperara a los 70 y tramitara una jubilación por edad avanzada. Luego de despotricar por el mal trato recibido por el diario La Nación me preguntó, sin solemnidades, si yo podía conseguirle una pensión no contributiva. Le expliqué que una pensión de esas características, además de tener un monto insignificante, podría demorar como mínimo dos años, tiempo en el cual él cumpliría el requisito para obtener el beneficio contributivo. Entonces, con la misma cordialidad de siempre, dijo algo que me dejó petrificado: “Usted tiene razón, pero lo que pasa es que ya agotamos todos los recursos de que disponíamos y a los 70 años hay que llegar”.

Ese día aprendí una nueva lección en el ejercicio profesional: nadie es invulnerable, puede ser rico, exitoso, mundano durante la vida activa, pero si la vejez te agarra solo, sin dinero y sin posibilidad de conseguirlo, la tristeza que se padece es desgarradora. Por ello, cuando oigo que se habla ligeramente de seguridad social midiendo sólo el "gasto” que implica, cuando veo que para los medios de comunicación, sean de tinte conservador o progresista, la seguridad social es una cuestión económica que se incluye en la sección economía, o cuando veo inhumanos legisladores neoliberales argumentar reiteradamente sobre cómo el costo de la seguridad social afecta la producción –lo que por otra parte es abiertamente falso—, siento que me sube la presión sanguínea y quiero ir a pelearlos y a espetarles en la cara si no se dan cuenta que tras cada número hay una persona de carne y hueso. El neoliberalismo hace de esta cuestión casi una religión.

Hace bastante tiempo que me dedico a estudiar el Ingreso Básico Universal (IBU) que creo que es el punto de llegada de un camino que se inició con el Plan de Inclusión Jubilatoria, siguió con la AUH, continuó con el otorgamiento de las pensiones no contributivas a todos los discapacitados que las requieran y con la ley de movilidad jubilatoria, todas medidas de la época kirchnerista que demostraron una fortaleza tal que ha resistido estoicamente el embate macrista de los últimos años. Retomando la línea de reposición de derechos, durante el actual gobierno se llevaron a adelante dos medidas que tienen una enorme relevancia: la entrega gratuita de medicamentos por parte de PAMI a todos los afiliados – una medida realmente revolucionaria— y el IFE.

Sin duda el IFE, al beneficiar a 9 millones de personas, reveló un mapeo bastante realista de la pobreza que azota a la Argentina. Cabe aclarar que este recuento de necesidades fue hecho en tiempos de pandemia, por lo que es de esperar que cuando la actividad económica se recupere el número de necesitados debería ser inferior al actual. Por lo que poco a poco se ha ido abriendo camino el debate sobre el IBU y, en atención a ello, siento la necesidad de analizar algunos de los puntos centrales.

 

 

La fragmentación de la seguridad social

Si algo caracteriza a nuestro país en materia de seguridad social es la fragmentación en la implementación de los distintos programas sociales. Tres organismos y un ministerio son los encargados de brindar las prestaciones involucradas: el Ministerio de Desarrollo Social, ANSES, PAMI y la Super-Intendencia de Servicios de Salud (SSSalud). Además de ello, cada provincia, cada municipio y una infinidad de ONGs, de organizaciones sociales y diversos cultos religiosos implementan programas sociales o caritativos de diversa naturaleza. Esta fragmentación no solo es costosa, sino que atenta contra la eficacia necesaria para brindar una solución integral. Si se dispusiera una coordinación general, con capacidad de reunir a estas organizaciones y con la participación de todos para implementar un programa como el IBU, los resultados  serían extraordinariamente diferentes. El sistema actual lleva a que el más pícaro reciba más y el más necesitado menos, se produce algo así como que quien está más cerca del poder se lleva la gran tajada, mientras los que quedan en la periferia no reciben nada.

Existe una tentación irrefrenable en gobernantes y legisladores por proponer la creación de nuevos programas sociales destinados a satisfacer necesidades puntuales. Esta compulsión por crear nuevos planes, por lo general se hace sobre el universo de gente relevada, por lo que llegan a los mismos de siempre que probablemente cuenten con un programa asistencial de otro tipo, dejando a su vez fuera a los que nunca dedicamos tiempo a registrar, siquiera a contemplar. Por ende, en vez de resolver un problema, se agudiza la diferenciación social haciendo que la sociedad sienta estas iniciativas como dádivas y no como un derecho, mostrando la vulnerabilidad de los programas respecto de la crítica interesada de los pregonadores del neoliberalismo.

Para romper esta malsana inclinación a la fragmentación, es necesario que las políticas sociales sean universales. Nuestro país tiene tres experiencias extraordinarias que demuestran la enorme efectividad de la universalización de las políticas sociales, a saber: el Plan de Inclusión Jubilatoria, la AUH y la entrega de medicamentos gratuitos a todos los beneficiarios del PAMI. Ese es el camino para seguir: cada prestación debe cubrir todo el universo que se pretende proteger. Cada uno de esos planes ha sido inexpugnable a la crítica interesada que solo atina a cuestionar el gasto, pero no la eficacia y la transparencia, y fundamentalmente, no ha sido criticado por los destinatarios de esas políticas, los cuales se han transformado en sus más férreos defensores. Por otro lado, la universalización hace realidad aquello que sostenía Eva Perón: “Donde hay una necesidad, nace un derecho”.

 

 

 

 

 

Los que no reciben nada nunca

Para que se valore lo que ocurre cuando las políticas no son universales es que aun hoy, pandemia mediante, existen infinidad de colectivos que no reciben nada:

  • Los indocumentados o mal documentados. Para tener una noción del impacto social que esta cuestión acarrea, según un estudio hecho por Planeamiento de ANSES en 2019, solo en la AUH se identifican más de 100.000 chicos que tienen errores de datos, otros 400.000 niños que no tienen compatibilidad con los datos de sus padres y otros 470.000 que directamente no solicitan el derecho por desconocimiento.
  • Las personas en situación de calle. ¿Alguien puede imaginar que quien vive en la calle tiene alguna posibilidad de acceder a un beneficio social? ¿Puede acceder al IFE solicitándolo por la web de ANSES? Resulta obvio que no.
  • Los pueblos originarios: a lo largo del tiempo se han dictado infinidad de normas que protegen a los integrantes de los pueblos originarios. Se escuchan discursos elocuentes sobre la necesidad de proteger a esos núcleos culturales, pero al momento de resolver su subsistencia poco y nada es lo que se hace.
  • La prostitución adulta, y sobre todo la prostitución infantil, es producto de la máxima marginalidad social. Si se lograra la implementación del IBU es probable que miles de mujeres y adolescentes dejen esa actividad, o por lo menos no sea necesaria para su subsistencia, por lo que, a partir de allí, podrán contar con una opción de decisión particular sobre su vida. Sería extraordinario que las fuerzas de seguridad, en lugar de molerlas a palos o abusar, las asesoraran en cómo obtener un beneficio de la seguridad social que las proteja a ellas y sus hijos, si los tienen.
  • Las travestis prostituidas producto de la marginalidad económica. Este colectivo es generalmente el más perseguido y el más proclive a las enfermedades, tanto es así que el índice de mortalidad va de los 42 a los 45 años.
  • A esta lista podríamos incorporar a los analfabetos, a los adictos a las drogas, a los detenidos, a los liberados es decir a aquellos que cumplieron condena penal y a muchos otros pequeños colectivos que, producto de la pobreza extrema, caminan por los márgenes de la sociedad.

 

 

¿Por qué el IBU resolvería estos problemas?

La razón es muy simple, si se aplica una política social en la que pueden ingresar todos y todas sin distinción de ninguna naturaleza, tarde o temprano todos ingresarán, porque el enorme potencial del accionar de las organizaciones sociales, las municipalidades, las ONGs y las personas de bien cuando vean a alguien en condiciones de marginalidad, podrán acompañarlo para que se incorpore al IBU y contar con un piso de ingreso mínimo que le facilitará mejorar su condición. Sería una epopeya maravillosa.

Una gran noticia en medio de la pandemia. El miércoles pasado a la noche, en el noticiero de Telefé, durante un reportaje, el Presidente dijo textualmente: “Yo creo que ese ingreso universal sería bueno que nosotros se lo garanticemos a todos los argentinos”. Al oír estas palabras, mi mujer y yo, al unísono, saltamos del sillón y nos abrazamos. Parece que al fin la pandemia nos dejará, luego de tanto sufrimiento, la maravillosa esperanza de, por fin, derrotar la pobreza y construir el mundo que soñamos.

Creo en la fe de las convicciones, así que para Alberto Fernández: ¡al gran pueblo argentino, salud!

 

 

 

 

 

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