LAS MANOS DE PILATO

Macri se lavó las manos durante cuatro años y se las lava ahora después de consumada su ofrenda

 

“Nos vamos a casa con la conciencia tranquila y las manos limpias”, dijo Macri después del rechazo de la ciudadanía a que siguiera gobernándolos. Una idea de conciencia sin registro de responsabilidad o culpa, como en el actuar perverso, que puede sentirse tranquila desde la desmentida del tercer lugar y la tercera persona, ese lugar de la justicia y de ese otro que juzga nuestras acciones ante los demás. Tranquila, aunque en las tinieblas de su inconsciencia moral, o de su inconsciente si se quiere,  “los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo”, como describía Walter Benjamin al Angelus Novus de Paul Klee, esa imagen del progreso que el gobierno dio en llamar “cambio”. Una conciencia tranquila por estar exenta de una idea de justicia compatible con el siglo en que vivimos, o acaso y sin más, exenta de toda idea de justicia, y un lavarse las manos que pretende desprenderse de toda mácula y responsabilidad política y social, o sea, moral.  Una vieja costumbre de los antiguos griegos antes de hacer un sacrificio para librar de impurezas a la ciudad, sólo que con un cambio en los tiempos del acto: Macri se lavó las manos durante cuatro años de sacrificio de sus víctimas y se las lava ahora después de consumada su ofrenda. Siempre actuó, obsesivamente, lavándose las manos.

Pero Thomas Nagel ya había planteado en La posibilidad del altruismo (1970) lo que reformula en La muerte en cuestión, ensayos sobre la vida humana (1979), y es su opinión acerca de la forma general del razonamiento moral como ponerse en el lugar de los otros. Así se entiende que Macri esté tranquilo. La ausencia en él de ese juego de roles es la que revela su falta de empatía con los vulnerados, aquello que Marco Enríquez-Ominami postula como falta mayor del sistema político chileno y de su Presidente Sebastián Piñera, cuya riqueza y poder humillan, como lo hace Trump, a quien se siente grande y poderoso ante los débiles y resulta pequeño y débil ante los poderosos.

Ese ponerse en el lugar de los otros se alcanza desde el interés impersonal en los demás, que se corresponde con el interés impersonal en uno mismo. Y esto aunque a la vez sigamos teniendo intereses personales que son propios de la individualidad de cada uno de nosotros. Pero si una generalización sobre lo correcto y lo incorrecto es posible, dice Nagel, es porque partimos de ese interés impersonal en uno mismo que nos permite aceptar el interés impersonal de todos los demás. Mi interés en alimentarme y preservar mi integridad (mis capacidades, según Amartya Sen) nada tienen de personal cuando me permiten creer que toda persona comparte ese mismo interés. Claro es que yo podría subjetivar ese interés, renunciando a él con una  huelga de hambre o inmolándome,  pero se trataría, ahora, de mi renuncia personal a un interés objetivo universal.

Por eso es que pese a su retórica sofística eleccionaria acerca de “valores”, la tranquilidad irresponsable de la inconsciencia moral de Macri se funda en su no participación afectiva en el dolor y el sufrimiento de los otros como centro esencial de sus valoraciones. Es esa falta de empatía la que explica su vulneración a los supuestos básicos exigibles a todo gobernante. Macri no cumplió con sus obligaciones de hacer lo que debía hacer en cuanto a aquellas políticas públicas que así se lo exigían y con las que se comprometió. No respetó los límites impuestos a su condición de gobernante por el derecho amparado constitucionalmente de los ciudadanos. Sus actos no se dirigieron al aumento de la suma de utilidades para el bien común, sino al beneficio de individuos y grupos sectoriales, causando grandes daños a la mayoría de la población. Sus políticas tampoco favorecieron aquellos valores sociales y culturales que más allá de sus réditos utilitarios hacen parte de la vida comunitaria y su progreso como lo son las diversas expresiones artísticas o la búsqueda de la verdad en los científicos. Y por último, y atendiendo a los tipos fundamentales de valor que propone Nagel, Macri tampoco dio sustento ni apoyatura a los proyectos individuales y colectivos que ya se habían iniciado en tiempos de administraciones anteriores a la suya. Macri sólo atendió a su imagen proyectada en los decisores del círculo rojo.

 

 

Es así que el gobierno de Cambiemos, aunque encuadrable en general dentro de lo que se llama neoliberalismo, en realidad no ha sido coherente con ninguna concepción de justicia para las democracias liberales, ni tampoco con los valores éticos que han procurado darle fundamento a esas concepciones. Por eso es que en los aspectos procedimentales del sistema de justicia, la primera cuestión se ha hecho formalmente visible con el pedido de informe del relator de Naciones Unidas Diego García Sayán. Y en cuanto a supuestos teóricos sustantivos, los cuatro años del gobierno han mostrado no sólo que no se trató de un enfoque político utilitarista, comunitarista, igualitarista o de las capacidades, sino que ni siquiera se le puede atribuir coherencia alguna con las teorías libertarias de justicia que serían, creo, las más cercanas a sus políticas.

Caritativamente se le ha llamado y se le puede llamar a esto mala praxis. Pero al hacerlo se presume que el gobierno tenía alguna concepción política que no fue bien ejecutada. Así como en responsabilidad médica, los jueces no juzgan sobre las diferencias de escuela en tanto cualquiera de ellas sostenga suficientes fundamentos reconocidos para considerarse sujetas a la lex artis que reclama el derecho, puede aceptarse que en las democracias liberales cualquier concepción política habilitada por el voto no es judiciable en tanto se sujete a las exigencias del estado de derecho (liberal). La cuestión es distinguir si Cambiemos ejecutó mal una de las concepciones políticas compatibles –aunque discutibles— sobre la democracia liberal, o si se trató –como se ha repetido— no de políticas públicas fracasadas sino de negocios privados exitosos por el uso indebido del poder público. La ponderación del conjunto de datos y resultados que hoy tenemos, indican esto último.

Macri había dicho, ya en el inicio de su gobierno, que sus tres ejes mayores serían unir a los argentinos, erradicar la pobreza y luchar contra el narcotráfico. Hoy sabemos que desde antes de asumir ya estaba planificando la despiadada persecución política que lanzó contra el gobierno anterior y toda persona o institución que se opusiera a su imperio. La utilización del acompañamiento mediático con noticias falsas y el control del sistema judicial y de los órganos extra-poder, con el encarcelamiento preventivo como estrategia punitivo-extorsiva, no dejan dudas de que no se trató de una política moralmente fundada y fracasada en sus resultados, sino que dejan claro el éxito de su inmoral control social. También su economía de endeudamiento público y beneficios particulares o sectoriales de una elite gobernante sin sujeción alguna a los más elementales supuestos ético-políticos, tampoco arrojan dudas comparativas. Y la lucha contra el narcotráfico, tradicional bandera de alineamiento que pide Estados Unidos junto al antiterrorismo, no buscaba otra cosa que la que consiguió: conseguir los avales para obtener mucho dinero prestado y así saciar la desmesurada codicia de una elite que debía ser pagada con el achicamiento presente y futuro del bolsillo de la población. Por todo eso hay algo imposible y es creer en las manos limpias de Macri y su gobierno. Hay que tener claros esos hechos y los juicios que de ellos se deducen, pero a la vez, y para rescatarnos del aplastante pesimismo de la razón práctica, no debemos olvidar el bálsamo que a la voluntad le acerca la razón creativa y sus metáforas.

 

Lucerna, Monte Pilato.

 

Recordemos por esto que recortada al fondo del lago Lucerna, en Suiza, se ve la imagen de un monte que los lugareños han dado el nombre del prefecto romano de Judea sobre el que la historia todavía arroja dudas en cuanto a los detalles precisos de su actuación mayor: su lavarse las manos tras la condena de Jesús. No queda claro si Poncio Pilato dejó a la voz de la turba la elección (acclamatio) de indultar al mesías acusado de sedición o al homicida ladrón y también sedicioso; si Jesús y Barrabás eran dos personas o una sola –Jesús Bar Abba— para la que el pueblo pidió su liberación pero Pilato condenó, como lo indicaría la ignominiosa muerte por crucifixión sólo imponible por los romanos; etc. Pero en el Evangelio según Mateo queda claro que el lavarse las manos de Pilato es un gesto de quitarse toda responsabilidad: “Soy inocente de la muerte de este hombre”.

Dice una leyenda que en aquel monte suizo, finalmente, se enterraron los restos de Pilato después de haber tenido que sacarlos del Tíber por la descarga de tormentas que asolaron a Roma inundando las calles del Trastévere después de haberlos arrojado en él. Y que ocurrió lo mismo al sacarlos de allí y arrojarlos al Ródano. Se dice por eso que hasta el último de sus restos siempre permaneció impuro en todo sitio donde fueron arrojados y que ni el manto de piedras del monte suizo logró nunca purificarlos ni acallar las tormentas que se repiten cuando alguien intenta alcanzar su cima. Quizá esas impurezas que las aguas de ningún río pudieron lavar se deba a aquellas características que el filósofo Filón de Alejandría destacó en el gobierno de Pilato: la corrupción y la crueldad, las ofensas y las condenas sin proceso previo. Quizá por esas maldades imperdonables, y pese al esperado milagro de la ablución ritual, las manos de Pilato nunca llegaron a estar limpias.

 

 

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