Las Malvinas y el Tío Tom

La derecha argentina cipaya a la orden del día

 

En 1966, el español José Luis Moreno Gordo —más conocido en aquella época como “José Luis y su guitarra”— publicó uno de sus discos más famosos: Gibraltar español. De intensidad pegadiza, la canción buscaba denunciar la ocupación británica y recordarle al mundo la españolidad del famoso peñón. Accesoriamente, fue un instrumento de propaganda del régimen franquista. 

 

 

Francisco Franco, el Generalísimo, usó el conflicto territorial con el Reino Unido, que ya llevaba más de dos siglos (desde el Tratado de Utrecht de 1713) como estrategia política. Con prudencia, descartó la opción militar y consideró que el peñón le “caería como fruta madura”. No sin cierta ironía, España aprovechó el impulso descolonizador que animaba a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en los años ‘60 y solicitó la devolución de lo que consideraba su territorio soberano. En 1965, un año antes de la publicación de “Gibraltar español”, la ONU pidió al Reino Unido que iniciase negociaciones con España para la devolución del peñón. Ese año, el organismo internacional adoptó la resolución 2065 sobre Malvinas, que reconoció la existencia de un conflicto de soberanía entre Argentina y Reino Unido, lo encuadró dentro de una situación colonial y rechazó que los habitantes de las islas tuvieran derecho a la autodeterminación. Es bueno recordar que ambas resoluciones han generado el mismo efecto nulo de parte de la diplomacia británica.  

Como Malvinas en la Argentina, Gibraltar es un reclamo nacionalista que no cesa en España. En una de las salas de la sede madrileña de Vox, el partido de extrema derecha español que reivindica a Franco, se exhibe como un trofeo un bloque de hormigón. Este “fue sacado de las aguas que rodean el Peñón de Gibraltar por el que fue secretario general de Vox, Javier Ortega Smith”. El partido de extrema derecha suele tratar a los gibraltareños de “piratas” y exigirle al gobierno de Pedro Sánchez acciones más contundentes para recuperar el peñón.

La Libertad Avanza, su alter ego argentino, comparte el arduo combate de Vox contra los males de este mundo —el feminismo, la interrupción voluntaria del Embarazo (IVE), el comunismo imaginario, la inmigración, la comunidad LGBTIQ+ o la escalofriante “ideología de género”—, pero no comulga con los reclamos territoriales. Ocurre que, a diferencia de su amigo Santiago Abascal, líder de Vox, el Presidente de los Pies de Ninfa es un reaccionario peculiar, desprovisto de nacionalismo. Mientras Abascal desprecia a los gibraltareños por ser invasores y piratas, el padre de Conan busca seducir a los kelpers. En su penoso discurso del 2 de abril, los trató de “malvinenses” y les otorgó el derecho a la autodeterminación que incluso la ONU les niega: “Anhelamos que los malvinenses decidan algún día votarnos a nosotros (…). Por eso buscamos ser una potencia a punto tal que ellos prefieran ser argentinos”. Subyace en el comentario la idea miserable de que la Argentina no es un lugar digno de ser elegido, una afirmación que la realidad contradice, ya que, desde fines del siglo XIX, nuestro país es un destino de inmigrantes.

No hay nada nuevo en la falta de apego al reclamo por Malvinas y al rechazo al conflicto con una potencia admirada. En una entrevista publicada en Página 12 en 1997, Mauricio Macri, por entonces presidente de Boca Juniors, afirmó: “La verdad es que los temas de las soberanías con un país tan grande como el que tenemos nunca los entiendo mucho. Nosotros no tenemos un problema como los israelíes, que tienen problema de espacio. Acá lo nuestro es casi un amor propio. Es más, creo que las islas Malvinas serían un fuerte déficit adicional para la Argentina. Tengo entendido que al Tesoro de Inglaterra le cuesta bastante plata por año”. Un reclamo soberano con rango constitucional era para el Macri empresario apenas el peligro de un gasto adicional. 

Casi un cuarto de siglo más tarde, durante la pandemia de Covid, la futura Ministra Pum Pum propuso en tono liviano intercambiar las Malvinas por vacunas del laboratorio norteamericano Pfizer: “Pfizer no pidió cambios de la ley. Lo único que pidió fue un seguro de caución. No pidió ni los hielos continentales ni las Malvinas. Bueno, no sé, las Islas Malvinas se las podríamos haber dado”. 

La extrema derecha alérgica al nacionalismo es una peculiaridad local que no trasciende nuestras fronteras. Jair Bolsonaro o el candidato pinochetista José Antonio Kast, por ejemplo, pueden compartir con Milei el alineamiento con Estados Unidos y algunas alucinaciones terraplanistas, pero de ninguna manera consideran que Brasil o Chile sean países de cuarta, ni tampoco sueñan con ceder su soberanía monetaria o diplomática.

Nuestra derecha, hoy extrema derecha, se caracteriza por su falta de apego nacional y su frenesí cipayo. El viaje relámpago de Milei a Estados Unidos para mendigar una foto con Donald Trump, traduce esa fascinación. El gobierno consideraba que esa foto o una charla de pasillo con el presidente norteamericano podría ayudar a la Argentina en su negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Es decir, cualquier limosna arrojada desde la Casa Blanca serviría más que un sólido equipo de negociadores argentinos, con una estrategia bien definida. 

Es lo contrario de lo que ocurrió durante los gobiernos de Néstor Kirchner y CFK. Las renegociaciones exitosas de deuda externa o el pago al FMI para apartar su injerencia —considerada nefasta para el país— fueron decisiones soberanas, llevadas a cabo por Presidentes que no mendigaban fotos, ni encuentros fortuitos en cenas pagas.

Esa es tal vez el mayor veneno de nuestra derecha: su falta de ambición como país autónomo, su rechazo constante a un proyecto colectivo y su crueldad cada vez más explícita hacia las mayorías. Que “los números tienen que cerrar con la gente adentro”, como suele repetir Máximo Kirchner, es una idea que le es ajena, como vemos cada miércoles frente al Congreso, cuando la policía apalea a los jubilados que marchan por un haber digno.

El sueño módico de nuestra derecha es ser el esclavo bueno, el amable Tío Tom, que entrega su libertad a cambio de las ropas usadas del amo, de un oportuno plato de tasajo y de una palmada en la espalda. Vale tanto para los miembros del gobierno de la motosierra, como para los diputados o senadores dizque opositores que aportan gobernabilidad, pero también para nuestros grandes empresarios, quienes aplauden a un presidente que busca destruir lo que históricamente diferenció a la Argentina del resto de los países de la región. A cambio de frenar el desarrollo del país y limitar su autonomía política, esos empresarios logran mantener posiciones dominantes con márgenes imposibles de conseguir en los países que llaman serios y que proponen emular haciendo exactamente lo contrario. 

Devolvernos nuestra ambición como nación y como proyecto colectivo, apartando la toxina del país Tío Tom, es la responsabilidad de Unión por la Patria, la única oposición real. Eso implica inevitablemente enfrentarse con aquellas posiciones dominantes, ya que no hay forma de aceptarlas si pretendemos que los números cierren con la gente adentro. 

Una Argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana, tal como la soñó un viejo líder a quien le debemos el peronismo, esa gran obstinación argentina. 

 

 

 

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