La(s) guerra(s) y su(s) víctima(s)
El lawfare fue una escalada violenta sobre ciudadanos a quienes se atacaba con infundios y pruebas falsas.
Hay una frase que escuchamos reiteradamente, según la cual, cuando se desata una guerra, la primera víctima sería la verdad. Esto lo vimos contundentemente cuando se desató el conflicto bélico en Ucrania. Vimos videos de juegos de animación transmitidos como si fuesen imágenes reales, vimos despedidas que no eran tales y vimos señores haciendo declaraciones muy altisonantes que pretendían justificar y legitimar lo que estaba sucediendo. Como si la muerte y la desolación pudiesen justificarse.
Vimos inclusive encuestas, como si la guerra fuese apenas un sorteo o un focus group. Incluso vimos chistes de ocasión y teorías paranoicas. Pero lo que vimos poco son explicaciones reales y sustentables sobre las causas del conflicto bélico. Por contrapartida, vimos muchísimos cables de embajadas repetidos como si fuesen la única verdad. Y vimos un verdadero corso en contramano de opinadores mal pagos, que enamorados de las cámaras o pagados por ellas, se dedicaron los últimos días a mandar fruta, diciendo cosas inexactas, dando explicaciones sin fundamento alguno y cobertura de la tragedia —que eso es la guerra— puramente editorializada.
Yo no soy experta en política internacional, pero tengo el suficiente sentido crítico para darme cuenta de la diferencia entre que me informen y que me operen. En el caso de que me esté informando, me muestran l que pasa y ponen personas que son expertas a opinar sobre lo que saben. Y yo aprendo. Cuando me operan, intentan convencerme de una verdad prefabricada y que construyen como un montaje televisivo. Y no aprendo nada, sólo me enoja porque me doy cuenta de que me están tomando –nos están tomando a todos— por estúpidos. Por poco más que focas aplaudidoras, dispuestas a batir las palmas ante esa noticia pre-digerida y pre-diseñada para que la aplaudamos. Como si lo que pasa en el mundo —nuestro mundo— fuese un traje prêt-à-porter en el que debemos calzar nuestras conciencias y nuestra noción de la verdad.
Y mientras allá lejos muere gente y llueven misiles, yo sólo quiero que me expliquen y me muestren lo que está pasando y no sacrificar mi criterio propio para encajar en una producción en serie. Porque mi verdad –siempre relativa— no está en oferta y mi conciencia intenta ser lo más libre que pueda y no sujetarse a un modelo standard. Yo quiero entender lo que pasa –lo que nos pasa— y no que me convenzan de nada. Porque ninguna de estas verdades prefabricadas es útil para lograr lo único que realmente importa: que deje de morir gente. Que dejemos de fabricar dolor y esparcirlo por el mundo como una pandemia.
Estamos en un mundo convulsionado, donde las categorías de lo humano se ponen en duda todo el tiempo. Y como canta Joaquín Sabina, “en tiempos oscuros nacen falsos profetas”. Pero yo no quiero profetas ni que me salven, yo humildemente quiero ser sujeto de nuestra propia salvación. Y para eso necesito entender, no que me mientan en la cara. Y para entender necesito que no maten la verdad – o mejor dicho, mi posibilidad de llegar a ella. Porque esa historia de mentiras termina mal para todos, incluso para los que reemplazan conocimiento por fe absurda. No, no quiero “siete crisantemos en el cementerio / siete negros signos de interrogación”. Quiero que entendamos que la muerte es dolor y destrucción y que no podemos andar sembrando la historia de la civilización con sangre. Con muerte. Con dolor. Con guerras.
Aquí, tan lejos de esa guerra, libramos otras guerras, menos sangrientas pero no menos cruentas en términos de humanidad. Una de esas guerras se llamó lawfare, que se traduce como “guerra legal” y significa la pelea entre las instituciones del Estado y la ley del propio Estado. Es la persecución judicial violando las reglas del Estado de Derecho.
Uno de los capítulos de esa guerra fue el caso Ciccone. Donde, a partir de una declaración de alguien vinculado a los servicios de inteligencia, llamado Pacifico, se desató una cacería sobre el Vicepresidente de la Argentina.
El lawfare como mecanismo de dominación cumple varias funciones, una de ellas es disciplinar a quienes adoptan políticas públicas que de algún modo afectan intereses de los eternos dueños del poder. Amado Boudou ideó, impulsó e hizo posible una de esas políticas durante el gobierno de Cristina Fernández. Tuvo que ver con la recuperación para el Estado de los fondos que los ciudadanos aportamos para pagar nuestras jubilaciones. Privatizadas en los años '90, esos recursos millonarios eran administrados por el sector privado y utilizados para financiar operaciones comerciales. Las ganancias, para los pocos de siempre; las pérdidas, para todos nosotros. Socios involuntarios e inconsultos sólo para el riesgo empresario. Nunca de las ganancias. Solo de las pérdidas.
Esa medida de estatizar los fondos de las jubilaciones generó la pérdida de millonarias fuentes de financiamiento para unos pocos. También permitió financiar políticas públicas redistributivas, como la jubilación de millones que no habían recibido sus aportes en los feroces '90, hasta la posibilidad de la inclusión digital a través de programas como Conectar Igualdad, donde los chicos con recursos limitados recibían su propia notebook para convertirse en alfabetos digitales. Los beneficios de esas políticas dejan una huella imborrable en la conciencia de la población argentina. El recuerdo de mejores días que estos. También dejaron una venganza jurada por los pocos que hacían negocios. Y la venganza se la juraron, entre otros, a Amado Boudou.
Y vaya si la vimos ocurrir, a esa venganza. Desde la humillante foto de su detención en pijama y descalzo hasta la persecución judicial que debió atravesar después. Y permítanme contar algo que supe como amiga de Amado: cuando aconteció la detención, en esa casa estaba la compañera de Boudou, embarazada de 7 meses, y de mellizos. Y déjenme contarles algo que supe como abogada de Amado: lo encerraron para someterlo a espionaje ilegal.
Para poder condenarlo en el marco de la causa Ciccone, el Poder Judicial colectó toda la prueba que pudo, que por cierto no era mucha. Pero para poder unir esa escasa prueba con Boudou necesitaban un vínculo. Y ese vínculo fue Alejandro Vandenbroele.
Y acá entraron a jugar otros de los actores del lawfare: los medios de comunicación. Les era tan necesario ese vínculo, que en el expediente están las constancias de periodistas como Duffau que se presentaba ante el Poder Judicial para decir que sabía que en tal hotel de la ciudad había una grabación de las cámaras de seguridad donde se observaba una reunión entre Boudou y Vandenbroele. Y el Poder Judicial iba y requisaba las grabaciones y la mentada reunión no aparecía. Porque, y como finalmente declararía Vandenbroele, nunca conoció a Amado Boudou. Pero para ese momento ya habían escrito ríos de tinta explicando y denunciando reuniones que no existían.
Y entonces entró a jugar la política. Los funcionarios macristas, encarnizados en la persecución de Boudou, contactaron a Vandenbroele para que este se convirtiera en “arrepentido”. De ello daban cuenta inclusive los propios medios de comunicación. Y Vandenbroele finalmente se arrepintió. Sólo que demasiado tarde para ser testigo arrepentido, porque la causa en la que se juzgaba a Boudou ya había sido elevada a juicio.
Con Alejandro Rúa fuimos sus abogados y nos cansamos de solicitar que, sobre el arrepentimiento de Vandenbroele, nos entregasen “los antecedentes, todos los antecedentes que obren en el Juzgado de Instrucción, en la Fiscalía que interviene, en el Ministerio de Seguridad, el Ministerio de Justicia y, en su caso… en otras agencias del Poder Ejecutivo que pudieran haber intervenido… todos los antecedentes que llevaran a que se concretara el acuerdo en el Juzgado de Instrucción. Y además de los antecedentes, lo actuado en consecuencia; después de esa declaración, toda actuación que se encontrara vinculada y entre ellas la presentación y los cuestionamientos que ya se están haciendo en ese trámite". No nos dieron pelota. Incluso Julio Maier se presentó como amicus curiae para explicar que, como defensa, teníamos derecho a acceder a dichos antecedentes.
Mucho tiempo después, el medio periodístico El Destape publicó una nota del periodista Ari Lijalad, titulada “El macrismo le puso un hotel boutique a Alejandro Vandenbroele, arrepentido clave para condenar a Amado Boudou”. Y allí constaban los pagos que le había hecho el Ministerio de Justicia a Vandenbroele. Incluso contaban los requerimientos del responsable del programa de Testigos de realizar el aporte dinerario, porque en base a ese testimonio Boudou había sido condenado. Un dato relevante: Vandenbroele había sido condenado en esa misma causa y no era arrepentido en la misma.
Con Alejandro Rúa hicimos la denuncia entonces y el viernes pasado tuvimos una noticia. La fiscal de la causa requirió la indagatoria de German Garavano, ex Ministro de Justicia, y de Lagos, quien fue responsable de Vandenbroele en el programa de testigos protegidos.
Se pidió dicha indagatoria porque en un sólido dictamen se concluyó que Vandenbroele no sólo incumplió sus obligaciones como testigo protegido, sino que recibió un trato especial y una cantidad inaudita de dinero por su testimonio. La figura por la que se debería llamar a indagatoria a los requeridos se llama administración fraudulenta en perjuicio de la administración publica (cuatro millones y medio de pesos, recibió el “arrepentido”) y abuso de autoridad. También se pidió la declaración indagatoria de Vandenbroele.
El juez que debería llamar a esa indagatoria pedida por la fiscal es Julián Ercolini.
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