LAS DECISIONES DE TRUMP

Pese a su incoherencia, cuestiona la ya vieja manera de llevar los asuntos bélicos en el Oriente Medio

 

El pasado 19 de diciembre, Donald Trump anunció por Twitter que las tropas norteamericanas desplegadas en Siria serían retiradas. “Hemos ganado contra ISIS”, anotició y su secretaria de prensa, Sarah Sanders, comunicó que el repliegue ya había comenzado y que duraría 30 días.

Las reacciones negativas fueron inmediatas. En rápida e incompleta enumeración puede decirse que hubo varios senadores que manifestaron públicamente su desacuerdo. Entre otros, los republicanos Mitch McConnell, líder de ese partido en el Senado y Lindsay Graham (compañero de golf del Presidente). También lo hizo Nancy Pelosi —jefa del bloque demócrata— quien calificó la medida de apresurada y sugirió que el Presidente había actuado más bien por “objetivos personales o políticos” antes que movido por la seguridad y el interés nacionales.  En el ámbito militar, el general Joseph Votel, jefe del Comando Central (Centcom) de los Estados Unidos, criticó la decisión y expresó preocupación por la situación de debilidad en que quedaban los combatientes kurdos.

 

El callejón sin salida sirio.

 

Desde el exterior llegó, entre otras, la voz del presidente de Francia, Emmanuel Macron, que manifestó “hallarse profundamente decepcionado por la decisión sobre Siria”. Por otra parte, hubo una lluvia de columnas periodísticas críticas.

Al día siguiente The New York Times publicó una nota firmada por los periodistas Thomas Gibbons-Neff y Mujib Mashad, que difundió información oficial del Departamento de Defensa que indicaba que serían retirados la mitad de los efectivos destacados en Afganistán: 7.000 sobre un total de 14.000.

En este marco, el general Jim Mattis, secretario de Defensa, presentó su renuncia, postdatada a fines de febrero, para asistir a una importante reunión que para esas fechas deberá realizar la OTAN. Trump la aceptó inicialmente y hasta le dispensó algún elogio al general. Obviamente no la había leído. Probablemente advertido por algún ayudante, captó la onda del Perro Loco –este es su apodo en el Ejército— y lo fulminó. Cambió su decisión primera y lo exoneró prácticamente de inmediato.

¿Qué dijo Mattis en su carta de renuncia? “Siempre he sostenido que nuestra fuerza como Nación está inextricablemente ligada a nuestro único y comprensivo sistema de alianzas y asociaciones. […] no podemos defender nuestros intereses fuera de fuertes alianzas y sin mostrar respeto por nuestros aliados”, escribió. Es explícito al resaltar el valor de las alianzas e inequívocamente drástico al sostener que sin ellas no se puede defender el interés nacional: dispara así, con sutileza, munición gruesa contra el Presidente. Abunda luego sobre la importancia de tratar bien a los socios: “Las 29 democracias que integran la OTAN demostraron fortaleza en su cometido de combatir junto a nosotros luego del ataque del  9/11. La coalición de 74 naciones [formada] para derrotar  a ISIS es una prueba más”.

Sin embargo, Mattis omitió hacer alguna referencia o balance sobre los resultados arrojados por la campaña en Oriente Medio y adyacencias, iniciada en 2001 por Estados Unidos y sus socios. La ausencia de éxitos parece indicar que no ha sido buena, pero el hoy ex ministro prefirió pasar de largo sobre este importantísimo asunto.  Cosa semejante hicieron los medios y periodistas críticos. Dana Milbank, por ejemplo, publicó una nota titulada con metafórico anacronismo It´s Official: We Lost the Cold War (Es oficial: perdimos la Guerra Fría).  Sin demasiadas contemplaciones, escribe: “Dejó en la estacada a muchos aliados que participaron en la campaña contra el Estado Islámico, tiró a nuestros socios kurdos a los lobos, dejó aislado a Israel y dio a Rusia e Irán rienda suelta en Oriente Medio”. Es notorio, sin embargo, que ni en esta ni en otras notas del mismo tenor se efectúe algún balance de los ya ¡17 años! de campaña desarrollados en esa región.

Con sus decisiones sobre Siria y Afganistán, Trump puso de facto en entredicho la estrategia norteamericana belicista en Oriente Medio iniciada luego de los funestos atentados del 11 de septiembre de 2001. Sólo un argumento sonó claro en respaldo de las medidas que había tomado: No seremos más la policía del mundo gratuitamente, dijo. Demasiado poco para fundamentar tan importante decisión.

El 7 de enero, el principal asesor en materia de seguridad de Trump, John Bolton, hizo sorprendentes declaraciones recogidas por The New York Times, que modifican lo informado inicialmente por el presidente: la retirada podrá durar meses o incluso años, dijo. Y aseveró que las tropas permanecerían en Siria para proveer garantías a los combatientes kurdos y hasta la derrota final de ISIS. Más sorprendente aun, al día siguiente el propio presidente declaró “Nos iremos a un ritmo adecuado, mientras al mismo tiempo continuaremos luchando contra ISIS”, según informa el mismo diario.

El embrollo se ha convertido ya en descomunal: un alto asesor corrige a su jefe quien, a su vez, niega lo que dijo antes. Pero además, desde la oposición se enarbolan críticos argumentos y razones que esquivan el examen explícito de una problemática central: la pertinencia de la estrategia desarrollada en la región y el balance de los resultados alcanzados. Conviene, en consecuencia, hacer un rápido repaso de los hechos:

Afganistán: guerra iniciada en 2011. Continúa en desarrollo con 17 años de duración hasta ahora.

Irak: guerra iniciada en 2003. Oficialmente finalizada en 2011 aunque continúa la insurgencia de ISIS, los talibanes y Al Qaida. Estados Unidos mantiene un pequeño contingente in situ y se halla preparado para intervenir con fuerza aérea, de ser necesario.

Formalmente son 8 años de guerra, que se transforman en 15 si se cuenta la segunda parte.

Siria: comenzada como guerra civil en 2011, con apoyo norteamericano a los sectores  que insurgían contra Bashar al Assad. En 2014 Estados Unidos se incorporó en forma directa a la contienda. Se suman ya 8 años de conflicto armado sin éxito norteamericano, no obstante la boutade triunfalista de Trump mencionada en el inicio de esta nota.

Libia: guerra convencional que comenzó en 2011 y culminó el mismo año con el derrocamiento de Muamar Gadafi, con decisiva participación de los norteamericanos y sus aliados. Fue continuada luego como guerra civil. Estados Unidos da apoyo a la facción establecida en Trípoli, sostiene un pequeño contingente militar en el terreno y mantiene alerta a su fuerza aeronaval del Mediterráneo.

Yemen: guerra civil comenzada en 2014; continuada luego como guerra convencional con intervención de terceros países encabezados por Arabia Saudita. Hay un pequeño contingente militar norteamericano desplegado allí destinado exclusivamente –hasta dónde se sabe— a dar capacitación, adiestramiento e información de inteligencia para la estimación de blancos y/u operaciones terrestres. Obviamente la opción de ataques aeronavales está disponible. Tanto desde los portaaviones norteamericanos localizados en la zona como desde las bases británicas ubicadas en Chipre.

Este cuadro expone a trazo grueso pero con cierta claridad que allí  la estrategia militar norteamericana está más cerca del fracaso que del éxito. Muestra además que los fundamentos de la renuncia de Mattis suenan bonitos pero tienen escasa correlación con la realidad, por lo menos en lo que respecta a efectividad en la defensa del interés nacional no obstante la conformación de amplias alianzas internacionales los resultados obtenidos son magros y el gasto insumido por 17 años de guerras, solamente en este teatro, es más que cuantioso: se cuentan en billones de dólares (trillions, en inglés).

Trump no ha presentado una propuesta formulada con coherencia, ni siquiera un bosquejo.  Pero ha cuestionado de hecho una ya vieja manera de llevar los asuntos bélicos en el Oriente Medio y cercanías. Torpe, desprolijo, atropellador, no tuvo inicialmente en cuenta los problemas mencionados por Bolton, que no son para desdeñar. Añado de mi parte que tampoco se está prestando suficiente atención –aquél ni siquiera lo menciona- a la delicada situación y al precario equilibrio que reinan en Afganistán (país del que también se están retirando tropas). Una salida apresurada y no bien diagramada del 50% de los efectivos –como se anunció- podría debilitar mucho al régimen gobernante hoy, empoderaría a los talibanes, a al Qaida y a los remanentes de ISIS y podría, incluso, convertir a Kabul en un remedo de lo que fue Saigón: aquella arrebatada búsqueda de salida de funcionarios, parientes y amigos de un ordenamiento político en derrumbe.

Hay sin duda irresponsabilidad en el accionar de Trump –a quien es riesgoso tomar al pie de la letra, como viene demostrándolo en estos días; curte además una pasmosa indiferencia por los archivos- así como ha habido escamoteo del debate sobre las falencias de la estrategia militar norteamericana para Medio Oriente y adyacencias, por parte de varias administraciones presidenciales pasadas, de analistas especializados e incluso de ex funcionarios como Mattis.

Despunta pues a los tumbos una controversia de enorme importancia estratégica y geopolítica. Tal vez ha llegado el momento en que los norteamericanos se miren al espejo para tratar de comprender un periplo escaso en éxitos, que se inició hace ya muchos años en Vietnam. Habrá que ver cómo se enrumba y cómo se solventa en el plano de las ideas y propuestas. No está demás advertir que su eventual resolución nos afectaría a todos.

 

 

 

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