Las cúpulas no tienen coronita

Un veredicto contra los jefes policiales en la represión a los maestros de ATEN

 

El pasado jueves 16 de marzo se conoció el veredicto del Tribunal Penal integrado por los jueces Raúl Aufranc, Luis Giorgetti y Diego Chavarría Ruiz, en el cual se condenó por unanimidad a la ex cúpula policial del gobierno de Jorge Omar Sobisch. Se declararon culpables por “abuso de autoridad” al ex jefe de la policía de la provincia, Carlos Zalazar; al ex subjefe, Moisés Soto; al ex superintendente de Seguridad Metropolitana, Adolfo Soto; al ex jefe del Departamento de Seguridad Metropolitana, Jorge Garrido, y al ex director de Seguridad, Mario Rinzafri. En el mismo fallo fue condenado el oficial principal Benito Matus por “abuso de armas agravado”. La sentencia en la causa conocida como “Fuentealba II” no cayó del cielo, es producto de la militancia persistente del gremio de los maestros de esa provincia, ATEN; del trabajo de sus abogados Marcelo Medrano y Ricardo Mendaña, y, por supuesto, de la lucha inclaudicable de Sandra Rodríguez, quien fuera la compañera de Carlos Fuentealba, asesinado por la policía en el marco de la represión a una protesta de maestros el 4 de abril de 2007 en Arroyito. Un veredicto destinado a sentar jurisprudencia, siempre que por primera vez se condena a los decisores de una represión a la protesta social.

 

Sandra Rodríguez, compañera de Fuentealba. Foto: prensa ATEN.

 

 

 

 

Represión y censura

La represión a la movilización de los maestros organizada por ATEN, donde asesinaron a Carlos Fuentealba e hirieron a otros cuantos maestros, es la expresión de la mirada elitista que tienen los funcionarios sobre la democracia, de la tentación autoritaria y la incapacidad que tienen algunos grupos de personas para pensar democráticamente o de manera ampliada.

Si la protesta social es la forma que tienen los ciudadanos organizados de expresar sus problemas y de hacer valer otros derechos que han conquistado a través de anteriores manifestaciones —sobre todo cuando no pueden esperar a las próximas elecciones para hacer sus reclamos y cuando tampoco los medios referencian como noticiables sus problemas—, entonces, la criminalización, judicialización y represión de la protesta constituyen formas de ejercer la censura previa, de silenciar a los actores desaventajados, de impedir que las personas que experimentan un acto administrativo como injusto o problemático puedan hacerlo evidente y hacérselo saber al resto de los ciudadanos. Como dijo alguna vez Georges Clemenceau, en una democracia, los problemas del otro son también mi problema; por eso, cuando los ciudadanos están protestando, no están solamente peticionando a las autoridades, sino que también están interpelando al resto de la sociedad a que participen en el debate sobre los problemas que tienen ellos, porque son problemas de todos, porque, en última instancia, de lo que se trata en una democracia es de discutir entre todos y todas cómo podemos vivir juntos.

La historia reciente en la Argentina nos enseñó que a veces primero es la represión y después la judicialización (que blanquea la represión policial) y, otras veces, primero es la judicialización y luego la represión policial (que habilita la represión policial). La represión a los maestros de Neuquén aquel año se dio sin intervención judicial previa. El entonces gobernador Sobisch había sido testeado para acompañar a Mauricio Macri en las presidenciales, y quería mostrar sus cartas, mandar un mensaje efectivo a gran parte de la ciudadanía: a él no le temblaría la mano a la hora de reprimir una protesta social.

 

Sobisch saludando a las ex cúpulas en las audiencias. Foto: prensa ATEN.

 

Como nos enseñó Owen Fiss, cuando se piensa la protesta social con el Código Penal en la mano, la pregunta que uno se hace es cuál es el castigo adecuado que necesitan los manifestantes. Acá el orden social se garantiza a través de la exclusión social. En cambio, cuando se piensa la protesta social con la Constitución, la pregunta es muy distinta: ¿Cuál es la protección adecuada que necesitan los manifestantes para expresarse libremente, para presentar su problema al resto de los ciudadanos? Acá el orden social se garantiza a través de la inclusión social, se trata de no dejarlos afuera de la discusión pública, de pensar los problemas de la Argentina con los problemas de los maestros.

 

 

La institución y la decisión

Detrás de una represión semejante no hay un “loquito suelto”, un “policía sacado”, alguien que se excedió en sus funciones, sino una decisión y la institución, hay voluntad y burocracia. Sabemos también, como nos enseñó Hannah Arendt, que “las estructuras no van a juicio”. En la justicia se reprocha la culpabilidad que les cabe a las personas por sus acciones individuales. Sin embargo, más allá de que las prácticas institucionales no se van a desandar con una sentencia, por más oportuna y severa que sea esta, existe una responsabilidad institucional y política que merece ser puesta en evidencia, cuestionada y reprochada también. Las decisiones que toman las autoridades civiles y policiales no pueden salir gratis, no se las puede llevar el viento. Hay que ir más allá de la teoría de la manzana podrida, no acotar el reproche a los ejecutores de una decisión.

Sabemos que la violencia policial ejercida durante las protestas no es un problema que pueda resolverse retirando la manzana podrida. ¿Cuántas manzanas podridas se han retirado en todos estos 40 años de democracia? ¿Cuántas purgas, exoneraciones, cuántos policías presos existen y, sin embargo, continúan pudriéndose las manzanas y la policía sigue gatillando? Y eso porque lo que está podrido es el canasto que las contiene, lo que hay que cambiar es la estructura: hay que transformar las prácticas de las que son objeto los policías y la propia división del trabajo policial. Pero allí no terminan las reformas. Los policías no son siempre el mismo policía. En una estructura jerárquica hay alguien que está arriba y alguien que está abajo, y los que están arriba son los que toman las decisiones. Estas decisiones forman parte del problema también. Le corresponde a la justicia subirles el costo político a las decisiones que toman los funcionarios cuando agitan a la tropa para que actúe más allá del Estado de derecho.

La represión nunca es el caos y no existe el azar. La policía nunca se equivoca, casi siempre reprime a los mismos grupos de personas, las mismas protestas. La fuerza utilizada debe adecuarse a determinados parámetros de oportunidad, proporcionalidad, racionalidad y legalidad y, además, tiene que estar adecuada a los estándares internacionales de derechos humanos. Estamos hablando de actores (los policías) que son profesionales de la violencia, que han sido especialmente entrenados para usar la fuerza letal y no letal de acuerdo a criterios de legitimidad institucional. Y estos criterios corren para todos, para quienes toman las decisiones, no solo para sus ejecutores. Les corresponde a los funcionarios representarse el escenario donde se desplegarán las operaciones que decidan, y luego monitorearlas en vivo y en directo.

Los que trabajamos estos temas sabemos además que el policía es otro eslabón débil de una larga cadena que no siempre controla, que los policías son cebados, alentados, avivados y empujados por sus jefes, sobre todo cuando tienen en frente a determinados actores, referenciados por los funcionarios y parte de la gran prensa como actores molestos o “enemigos públicos”. ¿Quiénes son los que toman las decisiones? ¿Dónde está la responsabilidad de los jefes en el diseño, ejecución y control de un operativo de represión a la protesta social? No hay obediencia debida que ampare las actuaciones policiales que se producen al margen del Estado de derecho y, por eso mismo, no se le puede bajar el precio a las decisiones de los jefes de un operativo, dejándolos afuera del radar judicial. Al contrario: si se trata de leer las actuaciones de los policías al lado de la actuación de sus jefes, encargados no solo de tomar las decisiones, sino de controlar las actuaciones que ellos mismos decidieron, entonces corresponde sentar en el banquillo de los acusados a los responsables del operativo.

 

 

La trampa de los cheques grises

Es cierto que las cúpulas suelen recostarse —es los que les conviene— sobre los modos de actuar o las rutinas aprendidas y reproducidas durante varias camadas a lo largo de muchos años. Es cierto que esos rituales allanan los procederes y que, en las represiones, las decisiones suelen quedar implícitas o transmitirse, como ha señalado Jean-Paul Brodeur en Las caras de la policía, en base a un sistema de “cheques grises”: decisiones que, en el mejor de los casos, están redactadas en términos generales y cobradas en operaciones particulares. Para decirlo con las palabras de Brodeur: “La firma y los montos consentidos son, por un lado, lo bastante imprecisos como para suministrar al ministro que lo emite el motivo ulterior de una denegación plausible de lo que fue efectivamente autorizado; no obstante, son lo suficientemente legibles como para garantizar al policía que recibe con este cheque un margen de maniobra del que a su vez, podrá afirmar de manera plausible que le fue explícitamente concedido. Las dos partes se protegen estableciendo la base de un litigio interminable, a partir del cual podrán llevar a cabo una guerra de desgaste contra sus acusadores, en caso de un escándalo. Evidentemente, la opacidad de las directivas trasmitidas es una función de la previsión que se hace del carácter ilegal o reprensible de las operaciones que deberán ser ejecutadas para ponerlas en práctica”.

La disimetría protege a la vez al que lo emite y al que cobra. Contra el primero es muy difícil –pero no imposible– demostrar que sea cómplice de una operación de la que jamás tuvo un conocimiento particular o que, teniendo conocimiento, no estaba a su alcance detenerla porque los hechos en una represión tienen un vértigo propio y porque, en última instancia, todos se mueven dentro de las generalidades de la ley. En cuanto al segundo, siempre puede argüir, de manera razonada, que una licencia general autoriza prácticas particulares, so pena de no tener ninguno.

Acá los “cheques grises” fueron dos, y, a juzgar por la justicia, uno de ellos estaba más gris que el otro: por un lado, estaba el cheque volador que extendió el gobernador a la cúpula policial, tan gris que resulta dificilísimo hacerlo valer; y, por el otro, el cheque que los jefes policiales le dieron a los efectivos que fueron desplazados al operativo. Una suerte de “cheque gris” que llevaba el nombre del cobrador: los maestros de ATEN.

Los “cheques grises” son un problema para los policías de a pie, que deben aprender a desentrañar a tiempo para no pisar el palito. Porque las autoridades suelen sembrar de pistas falsas las labores policiales, y si el agente no está despabilado y se cree el cuento, puede costarle demasiado caro: constituirse en el fusible que salte por los aires y pague “los platos rotos”.

Luego están las responsabilidades políticas de los funcionarios civiles, pero ya sabemos que estas suelen quedarnos todavía más lejos, toda vez que suelen estar amparados o quedar blindados por la justicia. De hecho, intríngulis procesales, la modificación del ordenamiento procesal y, finalmente la propia decisión del Tribunal Superior de Justicia Neuquino impidieron que Sobisch fuese imputado, dejando afuera de la “causa Fuentealba II” al ex gobernador Sobisch que participo en el juicio en calidad de único testigo de parte ofrecido por una de ellas. Pero si lo que buscamos es desandar la “ética del patrón de estancia” con la que suele manejarse gran parte de la política y los funcionarios en estas instituciones, alguna vez habrá que destinar más tiempo de militancia en cuestionar la prepotencia política embutida en las decisiones de las cúpulas policiales.

 

 

Asesinos de escritorio

Hay una violencia antes de la violencia policial, y esa violencia previa hay que buscarla en las prácticas burocráticas, pero también en la prepotencia con la que suelen moverse los funcionarios. Los modos de actuar le quedan grande a la justicia; sin embargo, los modos de decidir pueden empezar a ser referenciados como materia judiciable y comenzar a ser reprochados. En otras palabras, están las personas que cometieron un asesinato (el ex cabo José Darío Poblete que disparó contra Carlos Fuentealba y fue sentenciado a prisión perpetua en el juicio anterior, realizado en 2008), pero después están –y lo digo tomando prestada otra categoría de Arendt formulada en el libro Responsabilidad y juicio— “los asesinos de escritorio”. ¿Qué hacemos con ellos? ¿Qué hacemos con los que toman las decisiones explicitas o –como ya se ha dicho– implícitas (“cheques grises”)? ¿Qué hacemos con el patetismo y banalidad de los funcionarios que, desde la distancia de los despachos, munidos de teléfonos y computadoras, toman decisiones que luego se inscriben en el cuerpo de otras personas? ¿Tienen que quedar fuera del radar judicial?

En definitiva, la responsabilidad no solo se extiende al ámbito de las propias acciones y sus intenciones, sino también a las consecuencias pretendidas o no pretendidas de las acciones que los funcionarios deciden. Si la represión a los maestros de ATEN sucedió, si el asesinato a Carlos Fuentealba aconteció, entonces puede volver a suceder, porque su establecimiento depende de condiciones (burocracias y decisiones) que la política y las cúpulas policiales han hecho posibles y quizá todavía no se han desactivado.

 

 

 

 

 

*Esteban Rodríguez Alzuet es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y de la Universidad Nacional de La Plata. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control, La máquina de la inseguridad,Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.

 

 

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