Consejos que se transforman en condiciones
En 2016 el gobierno del presidente Mauricio Macri le pidió al Fondo Monetario Internacional que volviera a auditar la economía argentina, después de diez años de saludable abstinencia. Durante esa década, cuyas estadísticas no incluyen los registros sumamente favorables de los primeros tres años de la presidencia
de Néstor Kirchner, el país creció a un promedio anual equivalente al que el presupuesto plurianual de Macri promete y celebraría alcanzar al final de su mandato; disminuyó el desempleo a casi la mitad (10,4% a 5,9%), y redujo la deuda pública hasta el nivel más bajo de todas las naciones del G20. A pesar de automedicarse. O, mejor dicho, gracias a ello.
El por entonces Ministro de Hacienda y Finanzas Públicas, Alfonso Prat-Gay, relativizó la importancia de esa visita inaugural: "En este momento tenemos una misión del Fondo Monetario que lo único que está haciendo es analizar la situación de Argentina; nosotros no tenemos por qué hacerle caso". La aclaración es válida si se consiente la literalidad de la frase. "Argentina" no tenía por qué hacerle caso, pero su nuevo gobierno sí.
Son dos las razones por las cuales los gobiernos acatan las recomendaciones del FMI: porque ideológicamente las comparten o porque económicamente no tienen más remedio. Cuando se combinan ambas, como le sucede al gobierno de Macri, se le hace caso en todo. Un encomiable artículo de Julián Blejmar, publicado en la última edición dominical de El Cohete a la Luna, describe en detalle las equivalencias entre las políticas públicas impulsadas por Macri y las sugerencias incluidas en los informes finales de las auditorías completadas por el
staff del organismo en 2016 y 2017, en cumplimiento del Artículo IV del Convenio Constitutivo del FMI.
El gobierno aduce que las revisiones del Artículo IV sólo aconsejan medidas económicas pero no imponen las "condicionalidades" características de los programas de asistencia financiera del FMI, como los clásicos acuerdos stand-by. Verdadero, pero engañoso. La frontera entre los consejos y las condiciones se vuelve porosa a medida que crece la deuda pública de un país con el mercado internacional de capitales, y el nuestro está emitiendo bonos a un ritmo anual de 30.000 millones de dólares. A falta de lluvia de inversiones, tsunami de deuda. En su último informe, el FMI nos advierte la diferencia entre esos dos fenómenos climáticos. Después de pronosticar que "el endeudamiento se mantendrá elevado en los próximos años", se lamenta porque "la inversión extranjera directa sigue siendo escasa, equivalente a un 0,75% del PBI, comparada con el promedio de 1,5% del PBI entre 2006 y 2016", y explica que "posiblemente se deba al deseo de los inversores internacionales de ver un progreso sostenido en la implementación de las reformas estructurales".
No hace falta leer el resto del informe para saber de qué "reformas estructurales" se trata porque son siempre las mismas, como lo ilustran dos estudios realizados por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 2012 y por el Center for Economic and Policy Research (CEPR) en 2013, que analizaron, respectivamente, los informes del Artículo IV de 50 países de medianos y bajos ingresos (OIT) y de 27 países de la Unión Europea (CEPR). Por ejemplo, en 48 de los 50 países analizados por la OIT y en los 27 países analizados por el CEPR, el informe del FMI recomendó un ajuste fiscal y, en general, el método sugerido para ese ajuste fue el recorte del gasto público en vez del aumento de impuestos.
Ni siquiera el país más desarrollado de Europa esquiva la jeringa. En el informe revisado por el CEPR, el FMI le aconsejaba a la Alemania de Angela Merkel "incrementar la flexibilidad del mercado laboral mediante la reducción de las protecciones laborales jurídicas y judiciales". Un repaso de las últimas auditorías del Artículo IV de nueve países sudamericanos —Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay—, ninguno de los cuales tiene en la actualidad un acuerdo stand-by u otra modalidad de financiamiento del FMI que le exija condicionalidades, también revela un parecido notable entre las políticas públicas que el FMI les recomienda adoptar al margen de sus distintos grados de desarrollo, estructuras productivas, niveles de desigualdad y coyunturas económicas.
La similitud persiste aun cuando se comparan las recetas de la Argentina y Bolivia, dos países que se hallan en las antípodas económicas e ideológicas de nuestra región. En ambos casos, el FMI reclama recorte del gasto público, reducción de la participación del salario en el producto bruto, aumento de las tarifas de los servicios públicos, ampliación del impuesto a las ganancias, eliminación de las líneas de crédito subsidiadas a pequeñas y medianas empresas, aumento de la edad jubilatoria, flexibilidad laboral, congelamiento y recortes de la ayuda social. Como es de estilo, los informes incluyen una sección donde se expresan las "opiniones de las autoridades", donde sí se puede apreciar la diferencia entre ser gobernado por Mauricio Macri o por Evo Morales.
Mientras las "autoridades" argentinas sólo disienten del informe para vaticinar resultados más optimistas, sin objetar ninguna de las medidas que el FMI les demandaría si su optimismo resultara infundado, el gobierno boliviano no deja dudas sobre lo que opina de ellas. Según se lee en el informe, las autoridades bolivianas "no adhieren a la recomendación del staff de ajustar la política fiscal", "siguen creyendo en el rol del Banco Central de fomentar el desarrollo económico", "consideran que los créditos del Banco Central a las empresas estatales son cruciales para financiar proyectos de inversión estratégicos con el fin de alcanzar la industrialización", "plantean que la administración del tipo de cambio promueve estabilidad y protege a la economía doméstica de las presiones inflacionarias", y "en general mantienen su compromiso con un modelo de desarrollo económico y social liderado por el estado".
Más allá de las desmentidas políticamente correctas de sus funcionarios, la conducta del gobierno sugiere que le gustaría acordar con el FMI una Línea Flexible de Crédito (FCL) sin condiciones explícitas, facilidad excepcional que sólo está disponible para países con un "historial de adopción de políticas macroeconómicas adecuadas".
Mientras Macri se ilusiona con que la Argentina se sume a Colombia, el único país sudamericano que ya ha obtenido una FCL, le convendría reparar en otros episodios cercanos que demuestran cuán velozmente un evento inesperado puede erradicar las sutilezas diplomáticas de la relación con el FMI. En 2016, Ecuador obtuvo del organismo una asistencia financiera de emergencia "no condicionada" (Instrumento de Financiamiento Rápido o RFI) de u$s 364 millones, para cubrir necesidades urgentes de balanza de pagos por los gastos extraordinarios de reconstrucción luego del terremoto que asoló a ese país. En la carta que le envió el gobierno ecuatoriano a la directora ejecutiva del FMI para solicitarle esa ayuda de emergencia, el gobierno se comprometió a "evitar medidas o políticas que potenciarían las dificultades de la balanza de pagos" y a "implementar las medidas de gastos y recursos necesarias para alinear nuestra situación fiscal con el financiamiento disponible", incluyendo "la generación de recursos adicionales mediante la venta de activos estatales".
Cuando menos se lo espera, los consejos se transforman en condiciones y las promesas devienen contratos.
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