El 15 de enero de 1919 asesinaron a Rosa de Luxemburgo. En esa misma fecha, pero 25 años después, se producía el terremoto en San Juan que motivó, según diferentes testimonios, el encuentro de Eva Duarte y Juan Domingo Perón en el estadio Luna Park.
Rosa y Eva fueron nominadas, con el paso de los años, por sus nombres de pila. Quizás como un tributo a la autenticidad de sus vidas. Ambas fueron testimonio vivo del enfrentamiento a diferentes formas del sometimiento social. Las dos fueron denigradas por sus respectivos compromisos con los más vulnerables. A Eva la ultrajaron festejando su cruel enfermedad. A Rosa la encarcelaron por oponerse al endeudamiento belicista y sus masacres en las brutales contiendas de la Primera Guerra Mundial. Ambas fueron indigestas para quienes se empecinaban en impedir las variadas y yuxtapuestas formas de la equidad y la justicia.
Mientas Rosa fue asesinada por promover la radicalización de la democracia, Eva fue hostigada por asumir la responsabilidad de constituirse en abanderada de los sectores más postergados y humillados. “Mis grasitas”, los denominó, y consolidó la reconversión de un estigma –inculcado por los sectores oligárquicos— en un emblema de ternura social organizada. Rosa y Eva son momentos femeninos y emblemáticos de las trayectorias políticas europea y latinoamericana. Una por su autonomía frente a las imposiciones dogmáticas y homogeneizantes. La otra por su desobediencia estratégica frente a los corsés de la dinámica burocrática de las buenas costumbres bienpensantes. Ambas, más allá de los rótulos, feministas estructurales: Rosa por su validación de la diferencia como conquista de la autonomía de género. Y Evita por la apertura de las puertas sufragistas como conquista de derechos políticos. Heréticas ambas. Brujas modernas.
Las luchas por la emancipación no han sido –ni lograrán ser— lineales: nunca alcanzó con la denominación para darle coherencia a un derrotero: ha habido feministas intituladas, que ni siquiera supieron que lo fueron. Por supuesto que existen diferencias. Pero son nimias frente al tembladeral que aún provocan sus nombres. O la advertencia que sugieren sus vidas.
Sus trayectorias vitales son pronunciadas recurrentemente como formas de valentía cívica, como subversión frente a la resignación. Y también como desafío femenino al protocolo patriarcal. Rosa expresa la oposición al dogmatismo férreo de las consignas y a los condicionamientos impuestos por lógicas ajenas a la conformación propia (nacional) del devenir social. Y Eva, por su parte, el torbellino del resentimiento bueno. Aquel que es memoria encarnada de lo sufrido. Algo que no necesita traducción. Que se trasmite desde el cuerpo, que es dramaturgia del dolor compartido: un grito de jirones frente al cínico espíritu oligárquico, recurrentemente horrorizado ante el desfile descamisado de quienes demandan derechos.
¿Por qué una Rosa debiera convocar a una Eva? Porque en esta parte del planeta nada de una mujer trascendente puede ser referido sin nombrar a Eva. Algo similar a la afirmación de que nada de Luxemburgo puede plantearse –desde estas coordenadas— en forma desgajada de nuestra tradición de Madres y/o Abuelas. Las analogías, las cadenas de significación, sirven básicamente para eso: para convocar a otrxs al debate de la vida. Para darle sentido cercano, local, táctil, a algo que puede resultar ajeno o lejano. Si se tratara de pronunciar algún nombre de mujer que haya sido capaz de abrir caminos, siempre aparecerán esas referencias. Siempre estarán presentes estos parentescos que se sobreimprimen en nuestra identidad colectiva. Habrá algo de Eva en Rosa, y viceversa. Dos puntas de una madeja que hoy se teje, nuevamente, con nombre de mujer.
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