LA VIRTUD RESISTENTE
Emilio de Ípola revela la comunicación clandestina dentro de la cárcel en un ejemplar análisis sociológico
Volvía de una cena “animada y no demasiado etílica” con sus antiguos compañeros del secundario. Eran cerca de las dos de la madrugada. Subió al ascensor, tocó el botón del noveno piso. Encaró la cerradura, dos vueltas de llave; qué raro. Se apagó la luz del palier justo antes de abrir la puerta. No importa, ya estaba dentro. Desde la oscuridad, la luz de una linterna se le clavó en los ojos. “Perdiste, flaco”, dijo la voz. Tras parpadear alcanzó a divisar a una docena de tipos que revisaban papeles y desollaban almohadones. Se quedó petrificado. El pánico produce irrealidad. Respondió en forma mecánica algunas preguntas que no recuerda. Lo bajaron por el ascensor, esperaba el piso trasero de un Falcon verde y la capucha. Al rato de andar, lo bajaron al fresco, sintió “la caricia de una brisa ligera, inoportunamente grata”. De allí “a un recinto que olía a cigarrillo y sudor de oficina”. En ese trayecto había escuchado un nombre, “coronel Montero”.
Era el 6 de abril de 1976 y el secuestrado un joven doctorado en Sociología, investigador y académico de creciente prestigio internacional; Emilio de Ípola (Buenos Aires, 1939). Antes que nada, el ritual submarino: la cabeza dentro del agua hasta la asfixia. Varias veces. No logró contarlas. “Sabemos muchas cosas de vos, pero queremos que confirmes y sobre todo completes”. Enumeró sus actividades, repasó cargos oficiales, cátedras, hasta bibliografías. Incluyó a Marx, pero poco. “¡Ningún argentino, ningún nacionalista enseñabas! ¡Todos alemanes y zainos!”, bramó Montero, el coronel. Nuevos submarinos, insultos, patadas. Un tiempo incontable después, ya avanzada la luz del día, el trato cambia: “Usted, doctor, es lo que llamamos un perejil. Un perejil hecho y derecho, aunque se haya graduado en la Sorbona. (…) Pero en fin, a pesar de todo, le permitiremos salir del país. No enseguida, comprenderá: hay mucho papeleo, mucho trámite que completar. Tendrá que bancarse unos tres meses en cana”.
Fueron dos años a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Los primeros tres días, desaparecido. La presión internacional logró que de Ípola fuera uno de los pocos afortunados en obtener la opción para exiliarse tras permanecer en la Superintendencia de Seguridad Federal secuestrado; legal seis meses en la unidad 9 de La Plata, un año en la cárcel de Villa Devoto y finalmente en la de Caseros. Con este relato titulado, no sin cierta sorna, “El examen”, arranca Ser preso político en los años setenta, el flamante libro con el que Emilio de Ípola traza una entrañable tangente a esa extensa línea que explora meandros y honduras de los modos de producción ideológicos. Sin apartarse de ese rumbo, el teórico de la sociología aplica saber y experiencia recabados durante el cautiverio en la descripción y análisis de las formaciones en que una realidad extrema interpela a los individuos como sujetos de un colectivo. Uno muy especial: el que comparten de forma involuntaria mientras construyen una distinta práctica social. La prisión.
El marco fáctico en que transcurre la experiencia, a la manera de un campo de significación, lo componen tres relatos que bien podrían caber en la más esmerada literatura de ficción, si no fuera por el hecho de que resultan gajos de una crónica verídica. El ya adelantado “El examen” repasa los sucesos de detención y cautiverio, la salida del país, exilio y retorno, sucintamente. Letra clara, gramática ajustada, poética tímida, desenvuelven escenas precisas una tras otra. Hasta el momento que, en 1987, el autor concurre al Centro Universitario de la cárcel de Villa Devoto, esta vez para tomar examen a los detenidos que allí cursan sus estudios terciarios. Sin reconocerlo en un principio, aprueba a su torturador: “Ya no soy coronel. Aunque, como habrá comprobado, me sigo llamando Montero”. La historia es más perfecta, presentada en esa prosa térmica.
El siguiente relato, “Condenado Fofó”, avanza sobre los sistemas de solidaridades entre los presos, sin expresarlo de tal manera. Toma un personaje, “Fofó”, chorro común inserto por los guardias para hacer de buchón. Función evidente y aceptada, traza las disonancias e inevitables proximidades de un personaje querible, encantador, a todas luces disonante en el pabellón de los presos políticos, con quien había que generar un acuerdo básico más o menos tácito a fin de sobrellevar una inevitable convivencia. La narración que cierra el campo semántico, “Rodríguez”, reúne en un solo personaje —el que nomina— arrojos y temores acechantes en distinto grado sobre todo preso político. Encarna el destino, la responsabilidad y, también, la desaparición.
Dentro de lo que el autor con modestia llama “abordaje múltiple, aunque por cierto no exhaustivo”, propone dos análisis. “Para una estética trascendental de la celda” puede parecer un divertimento paliativo del encierro. Sin dejar de serlo, va adquiriendo con rapidez el carácter sistemático de la exploración de un “'no texto' en su enfática insignificancia”, presente en la inmóvil materialidad de los objetos como vía de acceso a las tortuosas mentalidades que diseñaron el minúsculo espacio de reclusión. Asimismo, los indicios de sucesivas generaciones de presos que procuraron subvertir la enrejada limitación que con tanto detalle les había sido dedicada. Semiología del espacio y del tiempo, descubre cómo el encierro invierte el discurrir, no “del pasado al porvenir, sino del futuro al presente”, de manera que el paso del tiempo se experimenta como espera. Dicho todo en forma más bella y, sobre todo, más profunda.
El plato fuerte de Ser preso político..., que complementa el análisis anterior, se ha convertido en un clásico recluido en la teoría de la comunicación, aunque sus alcances se desplieguen hacia lindes próximos, tan reiterada como superficialmente explorados, como son los mecanismos ideológicos. Bocetado apenas recuperada la libertad, “La bemba” tuvo una primera edición ya en 1978. Dedicado a todos los presos políticos de la dictadura 1976- 1983, el título designa en la Argentina una peculiar forma del rumor carcelario. Toma su nombre de la tradición oral durante la Revolución cubana (1953- 1959) para transmitir la información insurreccional que era censurada por el gobierno. Fenómeno discursivo que quiebra el ciclo convencional de la comunicación —producción/ circulación/ recepción—, superpone los tiempos a la vez que construye “una forma elemental de resistencia a la opresión carcelaria”. Análisis que intercala la descripción sistematizada de la rutina carcelaria con el soterrado enfrentamiento de dos tecnologías de discurso —la de los carceleros (explícita) y la de los cautivos (silente)— con una tomografía semiológica capaz de anudar formas y contenidos.
Al desgranar una dinámica que resulta novedosa tanto para los guardiacárceles como para los presos políticos (considérese que corría 1976 y poco se había experimentado de una masividad represiva de tamaña magnitud), de Ípola se topa con la urgencia teórica y metodológica de trazar parámetros propios frente a un universo inédito: “Se teme menos a las revueltas y motines que los detenidos políticos podrían organizar —en ese terreno, la autoridad carcelaria sabe cómo responder— que a las tentaciones y a la seducción que puede provocar, sobre todo en el personal subalterno, el discurso de tales presos. Discurso insidioso y astuto, tanto más peligroso cuanto que sustentado por un saber incontrolable e inalienable. No hay pues que dar dar ocasión a que ese poder de discurso se ejerza. Las jerarquías y las disciplinas consiguientes tendrán como base de sustentación y condición de eficacia la regla estricta del silencio recíproco”.
Así como construye un dispositivo original a fin de desmenuzar esa soterrada versión de la lucha de clases al interior de los muros, este capítulo crucial de Ser preso político en los años setenta discierne entre las distintas producciones ideológicas y sus mecanismos internos: “En lo que respecta a las bembas, ninguna autoridad prevalece por sí misma, y una bemba tiene mayores posibilidades de éxito cuanto menos visibles estén en su enunciado, las huellas de su enunciación”. A los desarrollos epistemológicos los sostienen acontecimientos objetivos como, a fines de 1976, el asesinato de los dirigentes peronistas Dardo Cabo y Carlos Piris, retirados de sus celdas en la unidad de La Plata y fusilados durante un traslado fraguado. El ciclo informativo en consecuencia adquiere características de renovada profundidad, amplía los horizontes de pensamiento y, a partir del fenómeno de la bemba, propone articulaciones extrapolables a otros dominios: "Cada versión de una bemba funciona así como una suerte de materia prima para un trabajo de reelaboración que es indisociable de su constante y a veces accidentado transitar entre los miembros de los población penal. La circulación de la bemba, pues, es siempre circulación productiva".
En esta situación histórica, presiona un estímulo particular: "No abandonarse, no claudicar frente a la degradación moral y psicológica que el sistema carcelario provoca". Cada quien, puesto a actuar en un contexto semejante, aplica las herramientas que su cuerpo esconde (y las que allí logre incorporar) en la fluctuante pulsión por escapar de la opresión, ya sea simbólica, encontrar la libertad y proseguir la lucha. Emilio de Ípola utiliza las suyas con holgura, desarrolla nuevas y genera principios para futuros fines. Sin haber sido un militante orgánico, genera y produce en solidaridad, revierte algo del sistema represivo en espacio de libertad. Como afirma la sabiduría popular, hace de la necesidad, virtud. Producción que llega hasta la actualidad en un libro que funciona como narrativa y, para quien quiera asomarse a una vuelta de tuerca, al modo de puerta de entrada al pensamiento riguroso de uno de los más destacados intelectuales argentinos.
FICHA TÉCNICA
Ser preso político en los años setenta – memoria sociológica de la vida en las cárceles de la dictadura
Emilio de Ípola
Buenos Aires 2021
110 páginas
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