LA VIDA Y LA BRÚJULA

Lugar y alcance de la política sanitaria en la mala hora del Hantavirus

 

Los análisis sobre los hechos del brote de Hantavirus en Epuyén ponen en claro el nada feliz comportamiento del gobierno federal. Complementa el desasosiego, la obtusa actuación del gobierno chubutense. Pero aún si ambas respuestas fueran de lo más adecuadas, y no tuvieran el costo humano que tienen, cabe preguntarse si es posible que una sociedad avance en sus estándares de salud si el núcleo estratégico de las políticas que lleva adelante el gobierno es bajar y estabilizar en ese nivel más bajo el ingreso promedio de la población. En términos más concretos, ¿qué aguardar con relación a la esperanza de vida al nacer (EVN)?

La EVN es un indicador que resume el grado de avance de las condiciones del desarrollo social –educación, salud, vivienda, etc.— que se traducen en vivir más años. Se define como el número de años que en promedio esperaría vivir un recién nacido si durante toda su vida estuviera sujeta a las condiciones de mortalidad por edad (los decesos en toda la población que se produjeron a lo largo de todo ese año) cuando salió al mundo. Con la información proveniente de los censos, esos datos se agrupan en una tabla, llamada comúnmente de mortalidad, y de ahí se calcula la EVN.

Por ejemplo, en la Argentina la EVN promedio es de 77,5 años –hombres: 74,4; mujeres: 80,8. Que las mujeres vivan más es un hecho demográfico, como lo son que nazcan más mujeres que hombres y hasta los 30 años mueran más hombres que mujeres. Un argentino recién nacido hoy probablemente viva más de 74,4 años en tanto continúe descendiendo la mortalidad. Otra forma para razonar con el indicador es, por ejemplo, considerar por hipótesis un país muy pobre donde la EVN de las mujeres es de 47 años y otro muy desarrollado en el cual es de 86 años. Las curvas de supervivencia correspondientes nos dirían algo así como que en el primer país 3.000 mujeres de cada 100.000 recién nacidas llegan a esa edad. En cambio, en el país más longevo 78.000 de 100.000 mujeres recién nacidas alcanzan a esa edad.

En 1820 la EVN de los pocos países más prósperos era de 35,6 años, la de los más pobres de 26,4 años. La diferencia da 9,2 años. En 1820 el producto interno bruto per capita (PIBPC) anual de los prósperos era de 1.230 dólares y el de los más pobres 420 dólares. Los prósperos superaban a los pobres en 2,9 veces. Casi dos siglos después, cuando despuntó este milenio, la EVN de los pocos países más prósperos había ascendido a 76,8 años, y la de los más pobres a 50,5 años. La diferencia da 26,3 años. En 2000 el PIBPC anual de los prósperos era de 26.150 dólares y el de los más pobres 1.370 dólares. Los prósperos superan a los pobres en 19,1 veces. (Datos demográficos de James C. Riley y de PIBPC, Agnus Maddison). Ahora, transcurridas casi dos décadas de esas estimaciones, las tendencias —como es de suponer— siguen por donde venían.

 

El perjurio del producto

El significado de estas relaciones en el debate actual sobre la salud pública viene desde hace unas décadas y al revisarlo se cae en la cuenta de su plena actualidad e importancia. Angus Deaton, premio Nobel de Economía, sale al cruce de la concordancia entre producto per capita y EVN y la notable asimetría centro-periferia señalando que “los economistas [principiando por él mismo] han comenzado a enfrentar los desafíos planteados por los epidemiólogos sociales que sostienen que es el status socioeconómico, incluido el ingreso, el principal factor determinante de la salud, no la atención médica”. Debería haber aclarado que se trata de los economistas neoclásicos y no de todos. Descuido al margen, esa observación está inserta en el comentario de 2005 que hizo para el NBER, sobre el ensayo aparecido por entonces de Robert Fogel, otro premio Nobel de economía, titulado: “Escapar del hambre y la muerte prematura, 1700-2100.”

 

Premio Nobel Angus Deaton

 

Deaton refiere que el trabajo de Fogel sigue los pasos del médico Thomas McKeown, quien argumentó que “el crecimiento económico y una mejor nutrición eran las causas fundamentales de la notable mejora en salud de la población desde el siglo XVIII.” McKeown fue descartando uno a uno los avances médicos para explicar la mejora generalizada de la salud palpable en el aumento de la EVN para luego dirigir “sus armas hacia las medidas de salud pública y argumentó que también tuvieron poco efecto”. Procediendo por eliminación, puntualiza Deaton, “McKeown concluyó que la reducción en la mortalidad provino de la mejora general en los niveles de vida, particularmente el aumento asociado a la nutrición. El programa de investigación de Fogel comienza donde McKeown concluyó, reemplazando la evidencia negativa indirecta por la evidencia directa y positiva de la importancia de la nutrición, documentando los niveles de disponibilidad de calorías y sus efectos en la salud”.

Para bajarle el precio a la hipótesis McKeown-Fogel, varios argumentos son desplegados por Deaton. Con poca originalidad y romo alcance epistemológico, esgrime que la “buena razón para dudar de la capacidad de una trampa nutricional, por sí misma, para maniatar a sus víctimas por mucho tiempo” se encuentra en la supuesta falta de respaldo empírico para esa hipótesis y cita un trabajo suyo en coautoría para establecer que “en las economías modernas, incluso en las muy pobres, la trampa no puede ser vinculante. Las 2.000 o más calorías que pueden proporcionar los medios para escapar [del hambre] pueden comprarse con solo una fracción del salario diario”. El informe de la FAO sobre la seguridad alimentaria y nutrición 2018 indica que “por tercer año consecutivo se ha producido un aumento del hambre en el mundo. El número absoluto de personas subalimentadas –es decir, las personas que padecen privación crónica de alimentos– ha aumentado a casi 821 millones en 2017, desde alrededor de 804 millones en 2016”.

Alerta que “desgraciadamente una de cada tres mujeres en edad reproductiva en el mundo se ve todavía afectada por la anemia, con importantes consecuencias para la salud y el desarrollo tanto de las mujeres como de sus hijos”. Además, “muchos países cuentan con una elevada prevalencia de más de una forma de malnutrición. Esta carga múltiple de la malnutrición prevalece en los países de ingresos bajos, medianos bajos y medianos y se concentra entre la población pobre”. Por lo que se da la “coexistencia de subalimentación con sobrepeso y obesidad”, situación a la que se alude “comúnmente como la de la malnutrición”, consigna el informe de la FAO, sin dejar de señalar el impacto del cambio climático para empeorar el panorama.

Con el ardid de dar un paso atrás para dar dos adelante, Deaton matiza su análisis deslindando que “si bien es difícil imaginar la ausencia de una correlación entre la salud y el ingreso en períodos muy largos, la relación puede desaparecer durante períodos de tiempo sustanciales. Esto es importante, no solo para aclarar la historia, sino también para las políticas de salud en todo el mundo”. Acude para fundamentarse a los estudios del demógrafo Samuel H. Preston; el gran contradictor de McKeown. Preston, en un trabajo de 2007, dice que el cruzamiento de datos entre países entre 1960 y 2000 no arroja casi ninguna relación entre los cambios en la esperanza de vida y el crecimiento económico. De acuerdo a su óptica, en muchos países las subrayables mejoras en la salud fueron conseguidas casi sin crecimiento económico. Por esa situación, Preston infiere que “el cambio debe ser un motivo de celebración. Esto significa que un elemento críticamente importante del bienestar humano puede ser mejorado sin tener que esperar a que los densos procesos de crecimiento económico empujen a los países lentamente hacia adelante en la curva esperanza de vida / ingreso. Claro que esto no dice que haya razón para frenar el crecimiento económico”.

Si claro, pero le da una buena excusa. Por si las moscas, Amartya (la-Madre-Teresa-de-los-economistas) Sen, otro premio Nobel, no hesitó en dejar bien en claro que “el proceso mediado por el crecimiento tiene una ventaja frente al proceso impulsado por la política social; puede acabar ofreciendo más […] Es mejor tener un ingreso elevado y una elevada longevidad que sólo la segunda. Merece la pena hacer hincapié en este punto, ya que corremos el riesgo de que las estadísticas de la esperanza de vida y otros indicadores básicos de la calidad de vida nos convenzan con excesiva rapidez”.

Unos años después del comentario sobre Fogel, Deaton publicó un ensayo donde ordena y sistematiza sus anteriores puntos de vista, titulado para variar “El gran escape”. Ahí, respecto de lo apuntado por Preston y haciendo caso omiso a lo rezumado por Sen, previene respecto a la relación PIBPC-EVN que “ el dato no establece que el ingreso más alto es el causa una mejor salud o que la pobreza es lo que causa las frecuentemente llamadas enfermedades de la pobreza”.

 

El producto del perjurio

Lo que está detrás de los postulados tipo Deaton-Preston es la llamada teoría de la transición epidemiológica. De los gérmenes a las enfermedades crónicas. Algunos autores, viendo sus limitaciones, la subsumieron como una primera etapa de lo que llamaron teoría de la transición de la salud o transición de la atención a la salud, según la cual las fuerzas sociales afectan los resultados de salud individuales por encima de las fuerzas económicas y de otra índole y esto explica cómo la gente puede estarse volviendo más sana mientras se sigue empobreciendo.

El antropólogo Paul Farmer, en un trabajo académico de hace unos lustros, tras constatar que “los microbios siguen siendo la más importante causa de muerte en el mundo”, le entra de lleno a la crítica de la teoría de la transición de la salud que influye tanto en lo que muchos llaman la nueva salud pública como en las instituciones financieras internacionales que dirigen a menudo [sus] esfuerzos [para desarrollarla]”. Farmer juzga que el modelo de la transición de la salud “define patrones de validez general y encubre al mismo tiempo otras realidades”. Asimismo anota que “muchas fronteras políticas funcionan como membranas semi-impermeables, abiertas con frecuencia a las enfermedades pero todavía cerradas a la libre circulación de los medicamentos”. De resultas, “las desigualdades de acceso pueden ser creadas o bloqueadas en las fronteras, aun cuando no ocurra lo mismo con los microorganismos que ocasionan las enfermedades”, coteja Farmer.

 

Antropólogo Paul Farmer

 

La parte decisiva de lo descripto por Farmer se deduce de oquedad en la crítica a la visión de McKeown-Fogel que proviene de la aproximación Deaton-Preston. No se ha considerado que lo que explica la mejora en la nutrición es el aumento de los salarios, que es un componente del producto per capita pero no es todo el producto per capita. El PIBPC puede subir por la renta de la tierra o minera. Típico en las exportaciones de la periferia. Hasta tanto ese ajuste no se haga, y hasta donde llega nuestro conocimiento no se hizo ni se intento hacer, la relación PIBPC-EVN es un ejercicio académico sin ningún interés práctico, salvo el de servir como superestructura ideológica a un mundo maltusiano para que no lo parezca tanto.

El gatomacrismo ni siquiera se toma en serio la superestructura ideológica que justificaría su accionar y desfinancia la salud pública. El Hantavirus atestigua sobre el resultado en su gestión en política sanitaria. Y eso que lo respalda una (generalmente) variopinta coalición ad hoc que suele reprochar cualquier decisión del gasto del Estado a favor de la alegría de vivir a socaire del sambenito de que, con esas partidas presupuestarias, se podrían haber construido ene cantidad de hospitales. O sea, la enfrenta con la melancolía de la convalecencia y el estertor. Si bien es curiosamente serio y descalificador que el debate público y publicado, por lo común, ignore o prescinda olímpicamente de los óptimos relacionados (camas y médicos por habitante, por caso), y aún que cuando los tuviera en cuenta, sus objeciones se relativizarían, lo destacable es que tal criterio estaría poniendo de manifiesto la creencia de que una sociedad pobre puede ser sana con sólo gastar adecuadamente en salud pública. Como corolario queda de manifiesto, una vez más, que el problema más importante de la política en general, y de la política sanitaria en particular, no es únicamente el verdaderamente entreverado de evitar la crueldad sino también el mucho más denso de limitar a los bien intencionados.

 

 

 

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