La vida por delante

El Juicio Contraofensiva y una familia cruzada por todos los vientos de la historia nacional

 

“Salvate vos que tenés toda la vida por delante”. Gustavo cuelga el teléfono. Mira al frente. Camina derecho hacia los hombres que están armados y listos para ingresar a la casa. Les pasa a un metro de distancia. La luz de la calle ilumina el asiento trasero de un auto. Mira hacia adentro. Está Juliana, abatida, después de aguantar cuatro horas la tortura. La casa debería haberse levantado. Pero no. Lima anochece hace menos de un mes a puro festejo. Fernando Belaúnde Terry es el nuevo presidente electo. Se termina la dictadura. Pero esos hombres de civil ingresan a la casa. Se llevan a Noemí. Gustavo no olvida las últimas palabras que escuchó de su mamá: “Es la frase que me llevó a luchar por la justicia hasta el día de hoy”.

 

Noemí Gianetti de Molfino, María Inés Raverta, Gustavo Molfino.

 

Gustavo Molfino declaró en la tercera audiencia del Juicio Contraofensiva, en el que se juzgan los brutales delitos de los aparatos de inteligencia de la dictadura cometidos entre 1979 y 1980 contra 96 militantes montoneros. También declaró Víctor Hugo Díaz, cuyo caso revela que muchos de los que se unieron a la Contraofensiva militaban en el país. Ambos testimonios detallaron por vivencias personales los métodos ilegales de la represión estatal, que cruzaron las fronteras y pusieron en jaque relaciones diplomáticas con otros países.

Durante la audiencia se exhibieron documentos que demuestran que Estados Unidos sabía cómo operaba la represión en el Cono Sur. Los abogados acusadores solicitaron que el Ministerio de Justicia aporte los nuevos desclasificados. Los imputados volvieron a estar presentes y el tribunal volvió a licenciarlos de la audiencia. Se presentó el represor Eduardo Ascheri, sobre el que pesaba una denuncia de fingir una enfermedad para eludir el juicio.

 

Desde adentro

Beto Díaz está por declarar. Piensa hablar bastante y está nervioso. Florencia llega con alfajorcitos. Se reencuentran dos antiguas militantes. No recuerdan sus nombres, pero se reconocen. La última vez fue en México, en 1982. Entran los imputados a la sala. Se levantan los carteles con las fotos de lxs compañerxs que no están. Cesa el bullicio abruptamente.

Se sienta Beto frente a los jueces. “¿Cómo, por qué pasó?”. Comienza reflexivo. Luego toma confianza. No quiere perder la oportunidad de reivindicar la militancia de los '70 y la organización a la que pertenece (la identidad está sellada). Sus quejas se centran en el Prólogo al Nunca Más, porque los demonizó, dice, los equiparó con el terrorismo estatal. No titubea: “Los productores de la violencia son las oligarquías poderosas”. Habla de fuerzas sociales en lucha, no de aparatos. Remonta el hilo, pero el juez lo corta: “Ya nos fuimos a Trelew”, se queja.

Beto guarda recuerdos con una nitidez asombrosa. El terror puede aguzar los sentidos. Nos transporta en el tiempo. Estamos en uno de los últimos edificios del Regimiento III de La Tablada. Es febrero de 1977. Beto acaba de ser secuestrado del taller de juguetes donde trabajaba en Berazategui. Lo habían ido a buscar a la casa de sus padres y se llevaron a su hermano menor. Era casi la medianoche. Tres autos, una camioneta, personas de civil y de la policía local. Ahora está atado a la “parrilla”. No quiso responder las preguntas de rigor: “¿Cuál es tu nombre de guerra? ¿Cuál es tu nivel?, ¿Quién es tu responsable?”. Lo picanean durante horas. Le hacen la del bueno y el malo. Se le corre el tabique y ve a los torturadores. También a otro secuestrado. Un médico le toma el pulso. Pide unos minutos para volver a pasarle electricidad. “Vos pibe perdiste, sos boleta”, le aseguran. Tiene 23 años y milita en la Juventud Peronista barrial.

 

Víctor Hugo Díaz, a la salida de la audiencia.

 

Ahora Beto está corriendo. Mira hacia los costados. Dos centinelas lo descubren en fuga. Beto trepa el alambrado, se corta con las púas. Tiene los pies hinchados, pero no se detiene. Está amaneciendo. Logró desatarse del camastro donde lo acostaron a la espera de una nueva sesión de picana y preguntas. Golpeó con un hierro en la cabeza al oficial de custodia, que se había dormido. Se llevó su arma, su chaqueta y sus documentos. Corre. Un canillita, el repartidor de una compañía de lácteos y dos porteros lo ayudan. No hay consenso con el terrorismo estatal, que conste. Le dan indicaciones, plata y una camisa. Se sube a un colectivo y llega a Once. Está decidido. Va a participar de la resistencia.

A partir de allí, Beto relata cómo se enganchó en la Contraofensiva Montonera. En enero de 1979 viajan a México tres parejas para recibir instrucciones. Tienen mañanas de debate político y tardes de capacitación técnica y entrenamiento para defensa personal. En Cuernavaca, Morelos, durante tres meses, aprenden cómo interferir las señales de transmisión televisiva. El objetivo es que la voz de la pequeña Andrea Del Boca se transforme en la del comandante Mario Firmenich. Beto recuerda nombres de militantes que componen las Tropas Especiales de Agitación, las tea, que operaron en la zona sur del conurbano bonaerense. Eran unxs diez compañerxs, más otros tres que se suman desde la zona sur de la Capital.

“Se creía que la resistencia se iba a asentar sobre una conflictividad mayor”, dice. Asegura que trataban de tener anclaje territorial: “No éramos tipos que estábamos encerrados en una casa y a la noche salíamos a interferir una señal de televisión. Estábamos en el conflicto, nos conocían”. En noviembre de 1979 salen del país. Terminó la primera etapa y tienen que evaluar resultados. Llegaron a hacer más de 20 interferencias. Planifican. Algunos deciden no volver. Él regresa.

Beto reivindica la Contraofensiva. Desmiente que hayan sido extraterrestres caídos desde Madrid o México. “La contraofensiva se armó con los que estábamos acá, con los presos políticos que fueron liberados y querían volver y con los que en el exilio dejaron el confort”, dice. Se trataba de una campaña con distintos tiempos. Así responde a las preguntas de los abogados defensores, que se turnan para intentar orientar su testimonio hacia los aspectos de la opción por la lucha armada y hacia las disidencias internas por el proceso de militarización y aislamiento de las masas. “¿Qué nivel alcanzó en la organización?”, pregunta uno. Desde el público alguien advierte que es la misma pregunta que hizo el torturador de La Tablada.

Gustavo tiene apodo de superhéroe. Un periodista lo definió como el “cazador oculto”. Persigue a los represores condenados que violan la prisión domiciliaria y retrata las caras de desazón de los genocidas cuando son identificados y detenidos. Pero no es su apodo ni su particular oficio lo que lo lleva a creer que su vida es de película, sino todo lo que vivió con 16 años como militante montonero en el exilio. En varias oportunidades Gustavo apela al adjetivo cinematográfico. Es una legítima y eficaz forma de preservarse.

Los Molfino concentran en su historia todo lo que representan los años '70. La trayectoria familiar incorpora militantes del PRT, Juventud Guevarista, Ligas Agrarias, Juventud Peronista, Peronismo de Base, gremialismo, clandestinidad, Montoneros, exilio, desaparecidos, nietos apropiados y restituidos, asesinados, sobrevivientes. También sufrieron la infiltración del personal civil del Batallón 601 de Inteligencia desde 1969 hasta hace pocos años, cuando se publicaron los listados de los pci.

 

El Gordo 1, feroz torturador de montoneros en Campo de Mayo, capturado y escrachado.

 

Gustavo traza la trayectoria política de sus cinco hermanxs, la suya y la de su mamá. Una de ellas, Alejandra, fue detenida en mayo de 1976 y legalizada hasta que le dieron el destierro. Con su madre vivían legales, pero su hermana Marcela y su cuñado Guillermo Amarilla estaban clandestinos. Una dinámica difícil de soportar. Gustavo estaba en el secundario y sufría las incursiones represivas en las escuelas, que otros compañeros con familias militantes no superaron.

En diciembre de 1977, Gustavo llegó a París con su mamá. Marcela y Guillermo, que esperaban un tercer hijo, salieron en mayo de 1978, y regresaron. Antes, Marcela le propone meterse en Montoneros. No lo duda. Participan en las campañas de denuncia contra la dictadura. Tienen contacto directo con un joven que decía tener familiares desaparecidos y que después supieron que se trataba del capitán de fragata Alfredo Astiz.

En plena adolescencia, Gustavo se transforma en una pieza clave de una organización guerrillera. Aprendió a falsificar documentos y armar embutes para esconderlos. Debía conectar a la Conducción Nacional y a los cuadros intermedios. Viajó a México, Nicaragua, Cuba y Líbano. Entre La Habana y Madrid, hacía de enlace entre Firmenich y Perdía. Tomaba vuelos a Panamá y durante las escalas técnicas en la capital cubana dejaba paquetes en un cuarto oscuro en el aeropuerto. Un día, un cubano entró de improvisto y encendió la luz, sin prever la situación. Frente a Gustavo se encontraba Raúl Yager, miembro de la conducción nacional. Rieron.

Aquellos meses estuvieron llenos de momentos felices. También tensos. Una de sus misiones era reingresar a la Argentina para entregar documentación y dinero a militantes que querían salir del país. Se impuso cuando desde la conducción le solicitaron conocer sus movimientos. Prefirió que lo juzguen por los resultados. Antes de ingresar, en el aeropuerto de Asunción, se reconocen con una compañera. Mientras esperaban las valijas, ella pasa por detrás suyo y le desea suerte. Era Alicia Mateos, desaparecida en octubre de 1979. Gustavo sintió miedo, pero “había algo por encima que era rescatar a varias familias, ver a mi hermana y ayudar a otros”, explica.

Entre señas, claves y viajes “cerrados”, tiene las citas. Lleva en el bolsillo de la campera una pastilla de cianuro que consiguió, pese a la prohibición interna. Se encuentra con Marcela y con su cuñado Guillermo, a quien le pregunta cómo ven la situación argentina: “Mirá, no es lo que pensábamos”, le confiesan. Ambos están desaparecidos. Su hermano Alejandro, el mayor, también fue secuestrado, llevado a Coordinación Federal y luego a Resistencia, y salvado por las presiones de un monseñor cuando estaba pronto a ser arrojado al río Paraná en una bolsa de arpillera.

El episodio más impactante sucedió en Perú, a comienzos de 1980. Gustavo fue enviado para conseguir casas y autos. Hasta allí los persiguió la represión ilegal con complicidades de otras dictaduras. Llegaron con compañeros “levantados” en Argentina y produjeron caídas en cadena. Raverta primero, Noemí después. También Julio César Ramírez. Hubo otros. Gustavo se lamenta no haberle dicho a su vieja “vámonos”. Se quedaron. Gustavo se salvó por poco y gracias a ello comenzó enseguida la campaña internacional para reclamar la aparición con vida.

Allí comenzó el periplo de las víctimas, que iban a ser trasladadas por tierra hasta Campo de Mayo. La historia termina con Raverta –que había sido torturada en una casa veraniega de militares peruanos— y Ramírez desaparecidos. A Noemí la asesinaron y simularon que fue un suicidio. Lo extraordinario es que la habían llevado hasta Madrid. La capital española ya no era segura. Gustavo muestra documentos desclasificados del gobierno de Estados Unidos. Conocían de primera mano los métodos de sus aliados. La fuente de la embajada era un servicio de inteligencia argentino:

"Fue durante esta conversación que la fuente declaró que el 601 con la colaboración de la inteligencia militar peruana detuvo a cuatro argentinos en Lima (…) El procedimiento con los individuos será el siguiente. Los argentinos serán retenidos en Perú y luego deportados a Bolivia, donde a su vez serán deportados a la Argentina. Una vez en Argentina serán interrogados y luego desaparecidos permanentemente".

El “Caso Molfino” es paradigmático para conocer cómo funcionaron las dictaduras depredadoras del Cono Sur, donde jugaron un rol represivo central funcionarios del servicio exterior, como lo explica el historiador Facundo Fernández Barrio. Muchos de los detalles de estos crímenes en Lima fueron relatados por el periodista peruano Ricardo Uceda en el libro El Pentagonito. Allí cuenta que, para conseguir estas caídas, los militares argentinos llevaron secuestrado desde Buenos Aires a Quito, un militante montonero, en un episodio que incluyó un espectacular intento de fuga en un mercado de Lima.

Gustavo detalla la investigación judicial que hizo España por la muerte de su mamá y explica por qué es obvio que fue un asesinato plantado por los militares argentinos. Todavía recuerda sus últimas palabras al teléfono. Son un mandato para la búsqueda de justicia. Y lo hace feliz, dice, al tiempo que recuerda que algo había que hacer para que la dictadura se fuera. “Me gustó ser parte de esta historia”, dice. Se levanta. Mira a sus compañerxs en el público. Hace la V.

 

 

 

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