En lo que va del siglo XXI América Latina experimenta distintas formas de neogolpismo. A partir de nuevos formatos destituyentes o de derrocamiento –que a menudo encontraron sustento en las constituciones nacionales– se han implementado golpes de Estado en Haití (2004), Honduras (2009), Paraguay (2012) y Brasil (2016). Golpes perpetrados en contra de Presidentes y gobiernos legítimos emanados de la voluntad soberana en órdenes formalmente democráticos.
Paraguay, con el primer golpe en la región del Cono Sur al gobierno de Fernando Lugo, ha colaborado en acuñar una categoría reflexiva: “golpe a la paraguaya”. Así se convirtió en una especie de modelo para los golpes institucionales de la derecha. Luego el golpe en Brasil –al gobierno de Dilma Rousseff y de manera mediada al propio Lula, ahora excarcelado por no tener sentencia firme– volvió a reeditar los dramas que en 2012 marcaron a Paraguay y antes a Honduras y Haití. El golpe en Brasil, definido “a la paraguaya” por la propia Presidenta Rousseff, forma parte de “tecnologías de derrocamiento” o más bien de un mismo conjunto de operaciones políticas que ahora vemos en estado activo en Bolivia. Esas tecnologías u operaciones destituyentes configuran toda una genealogía para los gobiernos de izquierda en América Latina.
El de Paraguay fue el tercero de los llamados “golpes blandos” y que tuvo éxito desde el inicio de este siglo. Haití, Honduras, Paraguay y Brasil fueron golpes exitosos porque antes ya había habido tentativas que no prosperaron en otras latitudes latinoamericanas: Venezuela (2002), Bolivia (2008), Ecuador (2010). En la Argentina, antes de que el gobierno CEOliberal y mafioso de la Alianza Cambiemos asumiera el poder con la crisis de fines de 2015 –un momento colectivo de penumbras infaustas– hubo por lo menos dos escenarios destituyentes: el conflicto por la renta agraria en 2008 y el caso del suicidio del fiscal Nisman en enero de 2015. Estos dos emergentes prepararon un escenario golpista que no pasó a mayores pero facilitó la llegada de la Alianza Cambiemos a la Casa Rosada.
Toda la genealogía golpista latinoamericana del siglo XXI expresa un mismo sentido: nunca se trata un acto de defensa o protección del sistema, del Estado o del pueblo. Es más bien un instante fugaz que interrumpe la democracia. O que más bien pretende “restituirla” con un ademán de clase antipopular. Los neogolpismos no pretenden instaurar dictaduras, pero sí posibilitan el despliegue de gobiernos de derecha que apuntan más o menos a lo mismo: debilitamiento del crecimiento económico de la clase trabajadora en función de los apetitos depredadores de la élite dirigente, desorden de la estructura estatal, entrega de la soberanía, degradación cultural y violencia.
Ahora es el momento de Bolivia. En las últimas elecciones el gobierno dirigido por Evo Morales y Álvaro García Linera resultó ganador con más del 10% de diferencia, en primera vuelta. Así y todo se activaron fuerzas de derecha golpista –conducidas por Carlos Mesa y Luis Fernando Camacho, principales referentes de la oposición– que dieron un golpe cívico-político-policial. De acuerdo a la correlación de fuerzas y la capacidad violenta de imponer una nueva voluntad política, anularon un proceso que radicalizó la democracia boliviana. Un proceso indígena y campesino que desde 2006 viene amenazando el orden “natural” boliviano: neoliberal, oligárquico, colonial y racista con una cuota de fundamentalismo religioso sin nada de popular (inscripta en esa Biblia que Camacho apoyó sobre una bandera nacional en el piso del Palacio Quemado). Ese proceso puso en estado de crisis los intereses de los sectores económicos y políticos concentrados y justo en un momento regional en el que las experiencias emancipatorias latinoamericanas vuelven a articularse –con la victoria del Frente de Todxs en Argentina y la derrota de Cambiemos, con la libertad de Lula en Brasil, con Piñera acorralado de las protestas en Chile, con Lenin Moreno trastabillando por la movilización popular– el imperialismo decide jugar un papel estratégico en el corazón de América del Sur. En ese corazón, el gobierno masista duplicó el PBI en menos de 15 años. Según el FMI, en 2006 el crecimiento del PBI fue de +4,8%, en 2013, de +6,8% y en 2019, de +3,9%.
¿Cuál es entonces el objetivo de golpear a un gobierno que en términos económicos tenía índices positivos y que había ampliado los márgenes sociales y políticos de la democracia liberal y burguesa? Contraponer una “victoria” a un nuevo ciclo emancipatorio regional. Señalamos estos elementos porque enfrentamos poderes que no tienen un tinte nacional, sino que son parte de una ola global. Basta con poner en paralelo las figuras de Espert/Gómez Centurión, Bolsonaro, Camacho y Guaidó para que aparezca una línea nítida de continuidades, pese a las especificidades de cada uno. Las derechas tienen una “internacional”. Con el Plan Cóndor las derechas latinoamericanas se subordinaban de forma coordinada a los planes del imperialismo norteamericano. Ahora, en el contexto actual de crisis capitalista, muestran nuevamente una clara subordinación y coordinación que impacta sobre las condiciones materiales de existencia de las grandes mayorías latinoamericanas. La prueba se manifiesta en la coordinación de acciones desestabilizadoras tendientes a reorganizar la hegemonía.
El (neo)golpismo boliviano está encabezado por civiles (con el soporte implícito o complicidad explicita de los aparatos militares) que pretenden violar la constitución del Estado, pero preservando cierta apariencia institucional mínima. Ese pacto, implícito o explícito, suele concentrar otra pretensión: la de resolver una encrucijada social y política crítica más que fundar un orden nuevo que tenga como objetivo el bienestar de las grandes mayorías nacionales. Se trata de un fenómeno gradual por medio del cual los grupos civiles van generando condiciones o escenarios para la inestabilidad con vistas a invocar luego la opción de una salida electoral. Estamos entonces frente a prácticas profundamente antidemocráticas: golpistas. El argumento político utilizado es que un golpe se produce para resguardar un orden democrático, apelación que utilizaron también las Dictaduras de las Fuerzas Armadas en el Cono Sur. Los golpistas ahora centran sus esfuerzos en demostrar la legalidad de sus actos con el objetivo de suplantar a los Presidentes que encarnan procesos revolucionarios (pero también reformistas y progresistas, como en el caso de Honduras, Paraguay y Brasil). Distintos poderes, entre ellos las Fuerzas Armadas, le han “sugerido” a Evo que renuncie con el objetivo de poner fin a la conflictividad y el enfrentamiento entre ciudadanxs de la misma nacionalidad. Pero en Bolivia millones de ciudadanxs han participado en elecciones que se han realizado bajo la supervisión de un gobierno electo democráticamente que tiene el “pecado” de “parecerse a su pueblo”, haber impulsado un proceso de radicalización democrática y un estricto crecimiento económico en beneficio de la clase trabajadora, aunque no de forma excluyente.
Pero el golpe en Bolivia tiene algunas particularidades que vale enfatizar. Reúne características menos cercanas al neogolpismo latinoamericano siglo XXI que a un golpe “clásico”. Esas características se manifiestan con el amotinamiento de las fuerzas de seguridad que luego apoyan a los grupos golpistas. Una vez consumado el golpe se establece un “Estado de sitio” no declarado que se utiliza para cazar opositores y funcionarios del gobierno saliente. Es decir, que el escenario de violencia en Bolivia no ha cesado, y es difícil esperar que cese a pesar de la renuncia de Evo y Álvaro. Estos para proteger su vida y las de sus familiares tuvieron que abandonar Bolivia rumbo a México, gracias a las intermediaciones de su Presidente, López Obrador, y también del nuevo Presidente argentino, Alberto Fernández.
El bloque golpista reúne no pocos intereses económicos (vinculados con las transnacionales del litio con las cuales el mismo Camacho tiene vinculaciones, los productores de soja y las reservas gasíferas), pero su objetivo es principalmente político: contra el gobierno masista, contra el proceso de cambio, contra Venezuela, contra el progresismo y la izquierda, contra lxs indígenas, lxs campesinxs, las mujeres, la clase media trabajadora. Por esto la violencia no ha hecho más que incrementarse desde el comienzo a pesar de las invitaciones al diálogo y la conciliación solicitada por el gobierno. La violencia no ha cesado tampoco frente a la auditoría de la OEA, a la convocatoria a nuevas elecciones con la renovación total del Tribunal Supremo Electoral, ni finalmente con la renuncia de Evo. Sin embargo, y pese a algunas muestras de división y fragmentación en el campo político del MAS, hay sectores con decisión y voluntad de resistencia. La Federación de Juntas Vecinales (FEJUVE) de El Alto le ha dado a Camacho un ultimátum de 48 horas para abandonar La Paz por incitar al odio y la violencia y ha llamado a constituir una Policía Sindical Civil para la autodefensa de las comunidades. El escenario está lejos de estar definido, pese a los avances claves que ha dado el golpismo. Estamos en momentos en que la solidaridad, la voluntad de lucha, la movilización, el análisis crítico y comprometido, la difusión de información responsable serán algunos de los factores que pueden ayudar a la resolución del conflicto en favor del pueblo boliviano, en contra del golpismo y en defensa de la democracia radical y las transformaciones sociales.
Y como desde hace cinco siglos la resistencia y la necesaria reorganización están depositadas en los pueblos indígenas y en el campesinado en estado de articulación plebeya con los sectores de clase media trabajadora, antirracista, antiimperialista y descolonizada. Todos sectores que recordamos perfectamente las palabras de Hugo Chávez: “Aquí no se rinde nadie, aquí no se cansa nadie. Rendirse es traición, cansarse es falta de conciencia, el que se cansa de una lucha es que no tiene conciencia, por más dificultades que haya en el camino”.
* Universidad Nacional de General Sarmiento/CONICET - Universidad Nacional de La Plata.
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