La tentación pop-punitivista
El problema de la desconfianza hacia las policías y de las respuestas políticas con lógicas delivery
1.
En una coyuntura electoral que será muy larga –se extenderá hasta 2023–, la tentación policialista es enorme. Una suerte de tentación pop-punitivista: hay que decirle a la gente lo que quiere escuchar y, con ello, volver a reducir la seguridad a las matemáticas, hacer números, estadísticas. Seguridad = a policía y policía = a + policías + patrulleros + armas + sentencias + cárcel. Son repuestas sencillas pero espectaculares, al alcance del imaginario social. Cuando la gente confunde la seguridad con la policía, y la policía con la prevención, las respuestas siempre estarán al alcance del presupuesto. No se irá muy lejos, pero alcanzará para llegar a las próximas elecciones.
El desplazamiento de Sabina Frederic y su reemplazo por Aníbal Fernández pusieron sobre el tapete un problema que no debería subestimarse pero que tendríamos que analizar sin contarnos cuentos. Me refiero a la desconfianza policial. Las primeras medidas del flamante ministro que disponen la movilización de fuerzas federales hacia la ciudad de Rosario y el Conurbano Bonaerense, apuntan a compensar las desconfianzas que tienen las policías de estas provincias. El patrullamiento intensivo, los allanamientos masivos y la saturación de policías en el espacio público no están vinculados a la persecución del delito complejo pero tampoco a la prevención del delito callejero y predatorio, sino a remar una desconfianza que amenaza con licuar el capital electoral que tienen que defender los gobernadores en sus territorios.
La desconfianza es uno de los problemas con los que se miden los titulares de casi todas las carteras de seguridad en las Provincias. La gente no confía en las policías o confía cada vez menos. Hablamos de una desconfianza de larga duración, que no puede achacarse a tal o cual gestión. Las policías cargan con la sospecha de los vecinos y tienen sobradas razones. Suelen llegar tarde cuando se acude a ellas o se llama al 911, y encima el trato que dispensan deja mucho que desear, está teñido de un lenguaje contaminado de burlas, risas, consejos llenos de pesimismo y cinismo.
Peor aún, los vecinos perciben que las instituciones encargadas de perseguir el delito tienden a participar en ellos. Más allá de que su intervención no sea prescindible, pues se trata de regular los ilegalismos que contribuyen a sostener las economías cotidianas en muchos barrios, que garantiza que las clases medias puedan usar drogas sin problemas o conseguir repuestos de dudosa procedencia a bajo costo, lo cierto es que las policías se ganaron la desconfianza de los vecinos.
2.
La desconfianza hacia las policías es un problema que hay que leer al lado de otros problemas sociales e institucionales. A medida que fue creciendo la pobreza y la desigualdad social y la economía se informalizaba, se fueron debilitando los marcos de entendimiento comunitario que pautaban la vida de relación en los barrios. No sólo aumentaron los delitos callejeros y predatorios sino las violencias expresivas asociados a ellos. Peor aún, la inseguridad se transformó en un problema público. En este contexto se duplicaron los problemas para los funcionarios de turno, que tienen no sólo que dar una respuesta frente al delito sino, de ahora en más, frente al miedo al delito. Delito e inseguridad son dos problemas separados, aunque articulados, con muchos puntos en común. Pero el miedo al delito no es el mero reflejo del delito. Muchas veces la sensación de inseguridad está por debajo de los delitos que se comenten, y otras veces, suele estar muy por encima. Y eso porque se trata de fenómenos distintos, con causas o factores diferentes. Sin dudas el delito contribuye a que la gente se sienta más insegura, lo mismo que la desconfianza interpersonal entre vecinos como consecuencia del deterioro de las redes sociales, del crecimiento urbano, del tamaño de las ciudades, pero si encima esa gente desconfía de las instituciones encargadas de perseguir y controlar el delito, o no puede acceder a la justicia para tramitar sus problemas o conflictos, entonces la sensación de inseguridad puede dispararse y transformarse en un problema mayor, no sólo para los ciudadanos sino para los funcionarios.
Esa es la tesis de Lucía Damert y Mary Fran Malone, formulada en un viejo artículo: “Inseguridad y temor en la Argentina. El impacto de la confianza en la policía y la corrupción sobre la percepción ciudadana del crimen”. La tesis de las autoras es que a medida que la corrupción es percibida como problema mayor, que la confianza en la policía disminuye, la sensación de inseguridad se incrementa. Para las autoras hay un vínculo entre la corrupción y la desconfianza, pero también entre estas y la inseguridad. Una corrupción que hay que tomar con pinzas porque estamos en el terreno de las percepciones y creencias. Pero detrás de estas percepciones hay experiencias propias o ajenas hechas de destrato y maltrato, de abusos, arbitrariedades y mucha ineficacia de las policías.
Pero también, como sugiere el especialista e investigador de la Universidad Nacional del Litoral, Gustavo González, hay que leer la desconfianza sin perder de vista un “proceso cíclico de sedimentación” de prestaciones deficientes del servicio de seguridad, de prácticas policiales abusivas y violentas, y de la baja resolución de casos. Todo esto fue devaluando las legitimidades de las policías, sobre todo en los sectores donde se acumulan las desventajas que, dicho sea de paso, son los que más padecen el delito predatorio y callejero.
La desconfianza asociada a la corrupción y la ineficacia es un predictor significativo que distorsiona las percepciones sobre el delito, magnificando el fenómeno, dándole una universalidad que no suele tener. La corrupción y la impericia tienen impactos negativos en la legitimidad del sistema. Porque la desconfianza no suele quedar compartimentada en la agencia policial sino que suele salpicar al gobierno de turno, a las autoridades judiciales y, en última instancia, a “la política” en general. No sólo puede licuar su representatividad sino cuestionar la legitimidad general del sistema. Si a eso se les suma la exposición a medios con coberturas truculentas o sensacionalistas, la expansión de delitos violentos y los discursos destituyentes de “que se vayan todos”, “la casta política” o “son todos corruptos”, entonces hay sobradas razones para preocuparse.
3.
Dijimos que desconfianza o baja confianza está asociada a la impericia pero también a la corrupción. No es una actitud u orientación individual sino –nos dice Charles Tilly en su libro Confianza y gobierno– una propiedad de las relaciones interpersonales por la cual la gente se arriesga al fracaso o la traición de los otros. Tilly nos dice también que la misma gente puede mantener simultáneamente con diferentes personas de una misma institución, relaciones que van de la profunda sospecha a la confianza total. De modo que la desconfianza nunca será total y por eso los vecinos se debaten entre querer y renegar de la policía al mismo tiempo. Como personajes de la tragedia griega, los ciudadanos se debaten entre llamar al 911 o denunciar los hechos en la Comisaría o resignarse o tomar las cosas en sus propias manos. Saben que la policía es la institución de rigor, y desean que esté presente y de su lado, pero intuyen también que les servirá de muy poco su intervención. Al contrario, muchas veces cuando se hace presente y de manera oportuna, termina caldeando los ánimos y el conflicto puede espiralizarse hacia los extremos. Lejos de reponer la concordia aviva malentendidos, y acentúa las desconfianzas entre los vecinos.
Dicho esto, hay que decir que la desconfianza no necesariamente es una pasión antidemocrática. La democracia está hecha de confianzas y desconfianzas. No hay democracia sin contrademocracia, esto es, los arrojos de confianza que implica votar a un partido se compensan con una reserva de desconfianza, que los ciudadanos ejercen a través de distintos medios (poderes de control, formas de obstrucción, y el juicio público). Nadie entrega un cheque en blanco a ningún candidato o funcionario. Esa por lo menos es la tesis de Pierre Rossanvallon en Contrademocracia. Lo que no implica que las relaciones de confianza se hayan ido erosionando en las últimas décadas como consecuencia de la crisis de representación, la desigualdad social y otros fenómenos. Pero en su lugar, y simultáneamente, se han ido desarrollando otros repertorios de expresión, implicación e intervención a través de los cuales se procesa y canaliza la desconfianza.
Por eso para Rosanvallon el problema contemporáneo no es tanto la despolitización sino lo que él denomina la “impolítica”, es decir, “la falta de aprehensión global de los problemas ligados a la organización de un mundo común”. El aumento de la distancia entre la sociedad civil y las instituciones va delineando una suerte de contrapolíticas que devalúan y disminuyen el poder legal de las instituciones, que ni siquiera buscan prioritariamente conquistar el poder para ejercerlo. “Su objetivo implícito es encorsetarlo y disminuirlo, deplorando al mismo tiempo las consecuencias finales de esas prácticas que valoran cotidianamente”. Por eso, agrega Rossanvallon, “el ciudadano se ha transformado en un consumidor político cada vez más exigente, renunciando tácitamente a ser productor asociado del mundo común”. Eso no significa que estemos ante una sociedad replegada en la vida privada, cada vez más indiferente. Al contrario, la sociedad interviene de manera activa y creciente, sólo que sus reclamos reniegan de los diagnósticos y tienen un temperamento que termina clausurando las discusiones. Por eso las instituciones y sus gobiernos son objeto de fuertes expectativas y grandes exigencias. Cada problema es la oportunidad para manifestar demandas que se acumulan y están muy por encima de las posibilidades de las autoridades de turno. Demandas que están hechas de ideales que se encuentran muy por encima de las realidades complejas. “A falta de saber lo que el poder debe hacer positivamente, la única preocupación es sobre aquello que debería hacer”.
Vaya por caso el delito predatorio, que tiene un alto impacto no sólo en la integridad física de las personas sino en sus subjetividades y en el imaginario de la comunidad. Cuando un delito o serie de delitos semejantes gana la pantalla de los medios, y se dispara la inseguridad en algunos barrios, las demandas de seguridad rebasan los límites de la gestión. Son demandas apasionadas, urgentes y con mucha ansiedad. No están hechas de debates racionales y de la paciencia que necesitan esos debates. La gente se siente vulnerable y reclama medidas ¡ya!, para eso pagan los impuestos, para eso votaron a los políticos. Las políticas públicas de largo aliento, que vayan a la raíz de cada problema, son experimentadas como una burla. El capitalismo le enseñó que las cosas tienen que hacerse rápidamente, y si la cosa no funciona, si los problemas no se resuelven con celeridad, mejor tirarlo a la basura y comprar otra cosa.
Estos diversos mecanismos contrademocráticos a través de los cuales se ejerce la desconfianza están disolviendo las pertenencias a un mundo común, tienen dificultades para estructurar y sostener una proposición colectiva y pueden, por tanto, conducir a formas de fragmentación y diseminación. De modo que, por un lado, la desconfianza es la expresión del activismo cívico pero también de la desilusión política. En este último caso pueden conducir hacia una atrofia de lo político, incluso, una parálisis o declinación de lo político.
4.
El catedrático vasco Daniel Innerarity sugiere en La política en tiempos de indignación que no hay que interpretar la desconfianza como una antesala de una crisis de la democracia. La desconfianza está en el origen de las instituciones y forma parte de una serie de transformaciones que se han producido en las últimas décadas, una sociedad que ha dejado de apostar a representaciones heroicas y vive la política sin el dramatismo anterior, pudiendo mudar de un partido a otro sin mayores inconvenientes. Los ciudadanos emiten señales a través del desinterés o la indignación que han de ser interpretadas políticamente. “El problema es cómo nos enfrentamos al hecho de que lo que moviliza son energías negativas de indignación, afectación y victimización” y “cómo distinguir la cólera regresiva de la indignación justa”. Más aún: cómo romper con la inmediatez y la adulación hacia estos movimientos negativos.
Los llamamientos alarmistas y las prédicas policialistas siguen siendo recetas simples, al alcance de la mano, pero son una manera de escamotear la complejidad y patear los problemas para tiempos mejores.
Para evitar esa atrofia, la política o algunos sectores de ella están dispuestos a dejarse absorber y vampirizar por estas demandas desmedidas y sus lógicas delivery. Si la gente quiere respuestas urgentes hay que darle comida chatarra y el repartidor tiene que llegar rápido, entonces hay que dedicarse al bacheo policial, a tapar agujeros. Y cuando la sociedad en general tiene una concepción policialista de la seguridad (seguridad = policía), las policías se transforman en un fetiche.
Lo que no advierten los gobernantes es que esta apelación frecuente a las fuerzas federales puede contribuir no sólo a certificar los prejuicios y desconfianzas que pesan sobre las policías provinciales sino a aumentar la propia desconfianza que los policías tienen sobre los actores políticos.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
** La ilustración de esta nota fue especialmente realizada por el artista Augusto “Falopapas” Turallas.
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