Los países auto considerados “centrales” pueden darse el lujo de dejar en manos de emprendimientos privados lo concerniente a la investigación, desarrollo y aplicación de modelos tecnológicos de nuevo cuño que, surgiendo con potente originalidad, rodean hoy el universo de la vida cotidiana, la economía, la comunicación, el mundo laboral y múltiples etcéteras. Y sin embargo no lo hacen. Sus Estados participan junto a las plazas comerciales y los mercados atinentes porque así resguardan vitales espacios que hacen al interés nacional.
Obvio, aquellos países considerados (por los “centrales”) como periféricos –nuestro caso– no pueden ni deben dejar de estar presentes en el seguimiento y control democrático de los avances de esas innovaciones tecnológicas.
La presencia hoy de la Inteligencia Artificial, robótica, automatización inteligente, Big Data Analytics, impresión tridimensional, comunicación y transporte cuántico, ubicación y defensa del ciberespacio, extraterritorialidad satelital, plataformas digitales y su mundo algorítmico y todas la relaciones sociales, económicas y culturales generadas cuando se vinculan estos entornos tecnológicos con las sociedades, debe contar con una respuesta institucional en forma de organismo público que contemple y resguarde el desarrollo del área.
Y no es un tema meramente técnico pues al impactar los productos de la “automatización con inteligencia” sobre los patrones culturales de una sociedad, esta se modifica y ese mundo muta sus condiciones de vida. Cambia el trabajo, cambia la ciencia y sus aplicaciones y cambia la economía. Habrá progreso y, si se hacen bien las cosas, aumentarán ciertos bienestares, pero también convivirán incertidumbres y modificaciones que pondrán a los Estados en el desafío de amparar nuevos derechos y ser garantes de modelar una nueva sustentabilidad desde lo social como comunidad y en sus relaciones internacionales como país independiente. Esa variación de reglas estará más próxima a la gestión e interpretación humanista y social que a la sola comprensión de la técnica.
Por eso hoy ya es tarde si no se ponen en marcha los lugares infraestructurales que cobijen, desde un espacio estatal, las capacidades de gestión, los saberes, la planificación y la elaboración de normas, estándares y legislación pertinente que construyan no solo una modalidad regulatoria sino la base del necesario equilibrio que lo público como custodio de los intereses propios, objetivos y difusos de la sociedad debe tener con el mundo privado que hoy domina estas formas innovativas de la tecnología.
Estamos casi ante lo que se denomina un “constructo”, que es lo que se sabe que existe, pero hay dificultad para definirlo. (En el campo de la psicología y la sociología, constructos son la personalidad humana y la inteligencia, entre otros.)
Nos alcanza con saber que existe. Sabemos y vemos la presencia de la IA, vemos los avances de la comunicación cuántica. Ya la robótica, las plataformas digitales, el mundo de OTT (over-the-top/por encima de), el campo satelital hace tiempo manifiestan su presencia en el orbe de la producción y la economía. Cada uno de esos campos modélicos poseen inabarcables límites donde, sin la presencia de regulaciones lógicas y democráticas y del Estado, lo que marcaría su desarrollo va a estar signado sólo por intereses de mercado y a merced de los capitales más concentrados y “abundantes”, generando por consiguiente nuevas desigualdades sociales y una ampliación de la “brecha digital”.
Pongamos el número que queramos (4ª o 5ª revolución industrial) esta disrupción sobre lo analógico requiere nuestra atención prioritaria. Hay un marco internacional donde se prevé que mejorarán su ubicación comercial, militar y financiera en el mundo esos países que dominen con mayor excelencia las nuevas tecnologías. Y también existe una mirada interna sobre las condiciones de adelanto de estas nuevas tecnologías para que no sean solamente otro soporte de crecimiento para los espacios de más disponibilidad económica.
La tecnología y su aplicación pueden equilibrar tensiones entre países o someter más a los menos poderosos, a la vez que, en lo interno de cada país, pueden ser factor de justicia social y mejor armonía entre desigualdades o ahondar más esas discordancias.
Y en esto, cuando planteamos la presencia del Estado, lejos nos ubicamos de ideologismos vetustos o de admiraciones por inmensidades públicas ineficientes. En este tema no existe en nuestro país y me atrevo a decir en toda la América cercana otra alternativa que no sea un Estado presente, vinculando sus intereses a las nuevas tecnologías y avalando el uso popular, masivo, barato y democrático de los instrumentos de esas tecnologías.
Otra práctica a impulsar, sobre todo en el nivel del intercambio entre países, es la cooperación con eje en la multilateralidad y el intercambio cordial de tecnologías, cuestión probablemente más ubicable en la ingenuidad de quien escribe que en la realidad de una presencia dominante de países fuertes y enormes corporaciones privadas que manejan, hoy casi a su arbitrio, las “autorregulaciones” de sus plataformas y los secretos de sus desarrollos en IA y no tienen, seguramente, interés alguno en compartir descubrimientos presentes y futuros, patentes, perfeccionamientos e innovaciones con nadie.
Pero el camino hay que hacerlo, con caminantes y con objetivos. Argentina debe incluir sus necesidades 2030/2050 y 2100 en sus presupuestos y proyecciones actuales. Rompamos aquello de que lo “urgente no realiza lo bueno”, en este tema hay urgencias y será bueno cumplirlas. Con un Plan Nacional de Nuevas Tecnologías que cubra una adecuada planificación con metas observables, control legislativo y objetivos de aproximaciones sucesivas (teoría de la psiquiatría muy aplicable aquí).
Aparte de estas consideraciones existe la valoración en “moneda” de las economías digitales (se toma en cuenta la parte de la economía total que se basa en los diversos componentes digitales como el trabajo, el capital digital y los bienes intermedios digitales que se usan en la producción). Los pedestales del valor digital, sus columnas son los activos productivos de las tecnologías, la capacidad social digital, el mercado laboral digital y su calificación y lo que se llaman aceleradores digitales que son cuantificaciones muy diversas como la visión digital del gobierno, la facilidad en la financiación, el nivel regulatorio, las cualidades ambientales, culturales y de conducta que pueden favorecer iniciativas digitales de producción.
Obviamente todo esto puesto en valor, consolidado desde el apoyo de lo público/estatal y en armonía con el campo privado, puede convertirse en un importante porcentaje del PBI argentino. Algunos aventuran que llegará a los 40.000 millones de dólares en 2021 (¡casi un 25% más que lo que ingresaría por la soja!), siempre y cuando no se descuide la inversión en tecnologías digitales y se aliente el talento argentino para conformar una economía con amplio y fuerte sostén en el conocimiento.
Con cada revolución industrial se modelan nuevas formas de dominación, cambian las relaciones de producción y surgen originales moldes sociales.
La nueva transformación industrial/tecnológica/digital no sólo abandonará el átomo (unidad constituyente más pequeña de la materia) como medida de la producción, para contemplar los bits (binary digit, digito de numeración binario) y los cúbits (unidad mínima de la información cuántica), sino que generará reformulaciones sobre la clase trabajadora mundial y su protagonismo. Seguramente caerán millones de empleos y también surgirán nuevas posibilidades laborales que requerirán “reformateos” educativos y una imprescindible cualificación para novedosos trabajos y profesiones.
Para estas alternativas también debe haber un Estado comprometido, políticas públicas y un espacio institucionalizado que conduzca el proceso de cambio no sólo en lo tecnológico, sino en las nuevas dinámicas sociales que aflorarán.
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