La derecha latinoamericana continúa recibiendo malas noticias. Su percepción colonizada de la realidad insiste en reverenciar a Estados Unidos y a Europa occidental en el mismo momento en que sus referentes se ven derrotados y sus valores neoliberales licuados por el intervencionismo estatal.
El trumpismo se disuelve entre lamentos de autovictimización, espasmos de brutalidad y griteríos supremacistas. Sus partidarios globales, mientras tanto, perciben con inquietud creciente que el Estado, la política y las regulaciones institucionalizadas han retornado. Las medidas dispuestas por los países europeos –incluso aquellos cuyos gobiernos que se inscriben en tradiciones conservadoras y/o neoliberales– han decidido reducir el daño del Covid-19 limitando las autonomías individuales y la potestad de los grupos más concentrados. Pese a esas evidencias, provenientes de sus admiradas culturas de Occidente, las derechas locales insisten en desplegar una ofensiva articulada para socavar las tres dimensiones regulatorias que el Covid puso en circulación:
- Las que refieren a los confinamientos y restringen la circulación de lxs trabajadores, (limitando la omnipotencia empresarial para continuar con su normalidad);
- Las que suscitan las contribuciones estatales hacia los sectores populares mediante las ayudas de emergencia (y por lo tanto limitan la capacidad autoritativa de los CEOs);
- Y, sobre todo, las que instalan o sugieren paradigmas futuros de gestión gubernamental que pueden condicionar el omnímodo poder de las empresas monopólicas.
En los tres casos, los CEOs globalizados observan un riesgo latente respecto al porvenir: perciben que algunas de las iniciativas desplegadas por los gobiernos pueden convertirse en la plataforma genuina de acciones futuras. Su desvelo central es la legitimación (y ampliación) de las capacidades de arbitraje estatal y la consecuente depreciación de la autoridad empresarial que –con obstinación diplomática– insisten en designar como mercado. Los confinamientos han diluido la capacidad de los sectores concentrados para imponer su agenda. En el nuevo escenario, los asalariados formales no se ven obligados a implorar auxilios ante sus empleadores, situación que altera la ascendencia de estos últimos sobre los colectivos subalternos. La persistencia de la crisis sanitaria reconfigura las expectativas de las sociedades y las convoca a interrogarse sobre potenciales alteraciones respecto a la normalidad futura. Eso supone contingencias que los sectores privilegiados perciben con inquietud y temor, sobre todo con relación a la capacidad ulterior de los Estados para regular a los mercados.
Esta semana el número de contagiados alcanzó los 46 millones. Un total de 1,19 millones de personas fallecieron desde que el virus fue detectado a principios del año en curso. Con el otoño europeo se inició la denominada segunda ola de contagios, que reinstaló a Europa como el epicentro de transmisión del virus a nivel global. El último miércoles, en Francia, el Ministerio de Salud registró 40.500 nuevos contagios y 385 muertes en los hospitales, cifra que no incluye los fallecimientos en las residencias para adultos mayores.
En Polonia el Primer Ministro Michal Dworczyk informó el último jueves que el sistema de salud está colapsado respecto a las camas hospitalarias, a la cantidad de ventiladores proveedores de oxígeno y al personal sanitario. En Austria se decidió el toque de queda, el teletrabajo y el confinamiento domiciliario. Italia se sumó en la última semana a las medidas dispuestas por el mandatario conservador austríaco, Sebastian Kurz, y Bélgica, uno de los países más golpeados por el virus, se decidió a establecer políticas de confinamiento luego de haber desconfiado de ellas en la primera fase de contagios.
En Alemania, otro de los Estados gobernados por una alianza de centroderecha, la administración federal acordó la clausura, durante noviembre, de bares, restaurantes, museos, cines, teatros, piscinas y gimnasios, y en Portugal se instruyó el deber cívico del confinamiento en todas las ciudades del país. En el Reino Unido el Primer Ministro Boris Johnson anunció el regreso a la cuarentena estricta, dado que el país registró durante la última semana un promedio de 20 casos diarios. La Unión Europea se comprometió a poner a disposición una flota de aeronaves para paliar los previsibles colapsos hospitalarios. Los contagios en el Viejo Continente ascendieron a un 40 % –respecto del mes anterior– y el número total de contagiados alcanzó los 10 millones de casos, con la fatídica suma de 278.000 muertos desde que comenzó la pandemia.
La tradición económica neoclásica, popularizada en la actualidad como neoliberalismo, postula que toda regulación estatal es enemiga del normal funcionamiento de la economía. En su lógica, los gobiernos deberían permitir que los individuos decidan en forma autónoma las mejores formas de cuidado (o de contagio). Según esta visión, toda restricción producida por fuera de las opciones elegidas por los actores económicos libres impide la autorregulación del sistema. En síntesis, la libertad de los ciudadanos debiera delimitar quién se infecta y quién muere. En última instancia, el pensamiento hegemónico busca persuadir a la sociedad de que el mercado debe ser el que disponga quién debe ser el beneficiado con la sobrevivencia, dado que la trayectoria biográfica sólo puede ser asimilada a una inversión cuya rentabilidad posible incluye riesgos positivos y negativos, análogos a éxitos o fracasos.
Esta concepción impone –en la actual crisis pandémica– dos formas de negacionismo: o el virus no existe (dado que es el invento de fuerzas oscuras: versión conspiranoica), o hay que permitirle circular libremente para que sea la naturaleza (la mano invisible) la que disponga los lugares de las víctimas y los beneficiados. Ambos negacionismos omiten que no es el azar –ni las elecciones equivocada de los actores– lo que convertirá a unos y a otros en sujetos agraciados o damnificados: el virus castigará en forma prioritaria a quienes poseen menos recursos materiales y simbólicos para protegerse.
El darwinismo social subyacente acepta como sacrificables a lxs trabajadores (porque el mercado es una institución natural y no puede paralizarse), y a los adultos mayores porque no son productivos. El neoliberalismo expresa una cultura emocional compatible con los valores que promueve y defiende: el negacionismo irrumpe porque postula irracionalmente un individualismo acérrimo y un egoísmo explícito, base consustancial del mito del libre mercado. El cuidado colectivo, dentro de esa visión, es demonizado como una acción totalitaria que impone regulaciones por sobre sobre la arrogancia de los exitosos hombres de negocios. La segunda ola europea obstaculiza las ilusiones neoliberales de un asalto contra la política y el Estado. Muy pocas veces los partidarios de la muerte se presentaron sin mascarilla ni tapabocas ante el resto de los mortales.
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