La salida de los atrapados
Desarrollistas verdaderos y apócrifos y una disputa que concierne a oficialismo y oposición
Las categorías surgidas de la tenida analítica que intenta sistematizar las contradicciones objetivas del oficialismo –que no peca de originalidad– son dos: desarrollistas y distribucionistas. Puesto de manera estilizada, los partidarios de la primera variante se plantan en la meta de invertir y agrandar el producto y luego distribuir, en tanto que los de la segunda aducen que la ampliación del mercado lleva a invertir incentivando el consumo a través de la mejora de los ingresos. Más allá de no haber recibido mucha atención en el debate público, al desgranar la tipificación que pretenden objetivar las disputas políticas del oficialismo en torno a cuál temperamento prevalece en la consecución del crecimiento económico, quedan perfiladas con algo más de nitidez algunas cuestiones clave que hablan de la ecuación política con posibilidades de cambiarle el rumbo a la macroeconomía.
La difícil coyuntura actual viene signada, entre otros rasgos, por la inflación –que se encuentra en un nivel en extremo alto– y por la malaria generada por la asimetría en la distribución del ingreso. En corto: la guita no alcanza. Hay buen nivel de empleo, un mal arreglo alcanzado en materia de endeudamiento externo y un crecimiento que se proyecta que baje y se mantenga bajo por unos años. ¡Ah! Por cierto, se habla de restricción externa por la persistente pérdida de reservas de divisas del Banco Central y el baile en la cotización de varios tipos de dólares, dado el control cambiario vigente. Eso luego de cuatro años al hilo de superávits comerciales (exportaciones mayores a importaciones) y pagos suspendidos de los bonos soberanos. Si fuera una restricción externa, es una que no restringe nada. El contrasentido se supera si se tiene en cuenta el manejo ineficiente (por decir lo menos) de los dólares de los superávits comerciales: entregaron dólares para pagar deudas privadas sin que mediara para el Banco Central ninguna obligación legal de hacerlo, esgrimiendo el desagradable argumento chanta de que eso mejoraría las perspectivas de la inversión. A las cosas parece más interesante evocarlas por lo que son.
Hay que tener ciertos cuidados de fondo y de forma al describir la lógica de lo que está mal etiquetado como “desarrollista”. Una cosa es que el sistema económico en el que vivimos pueda crecer por un tiempo considerable sin generar una crisis política, con la distribución del ingreso estropeada sobre la base del consumo suntuario de las clases acomodadas y las exportaciones –como es el caso de la Argentina en la actualidad, encima con una distribución del ingreso maltrecha en grado sumo– y otra muy diferente postular la lógica cartesiana de que para crecer hay que invertir, para invertir hay que ahorrar y para ahorrar hay que dejar de consumir. Luego, con una torta ya grandecita, es posible mejorar la distribución del ingreso.
Esta última es una ilusión peligrosa. El sistema siempre necesita gastar primero. El núcleo de su comportamiento lo define el hecho ineludible de que la inversión es una función creciente del consumo. Que el grueso de ese consumo sea de las clases acomodadas, como en la actualidad del crecimiento argentino lo certifica la hinchada de cagatintas que viajó a Qatar, no quita entidad a la necesidad de consumir primero. Ahora bien, la solidez democrática necesita que el núcleo que dinamiza el crecimiento venga dado por el avance del consumo popular, si no el sistema aumenta mucho la probabilidad de derrapar mal y poner en vilo a sus propias bases de reproducción y subsistencia como tal. Eso siempre pasó en la Argentina y siempre fue muy tenue en Brasil. Son dos sociedades civiles diferentes justamente por cómo –históricamente– encaran la lucha de clases.
Los verdaderos desarrollistas
Es por estos tipos de razones que la categorización “desarrollistas” se apoya en falsa escuadra y queda corta. Corta, porque el colectivo mal motejado “desarrollistas” no sólo convoca a una parte importante del oficialismo, sino a toda la oposición de derecha cuya ideología precisamente se organiza en torno al mito de que hay que dejar de gastar para crecer. Eso de desarrollismo no tiene nada y menos el nombre, porque no es nada neutral etiquetar de desarrollistas a semejante combo de grandes heraldos del estatuto del subdesarrollo. Desde 1976 en adelante, el ofertismo primó como ideología y están a la vista los desastres a los que llevó. No es desarrollismo, es ofertismo.
Posiblemente, la raíz del gato por liebre provenga de una tara muy de la izquierda paleolítica argentina que comparten sectores del peronismo que siguen sin comprender, ni querer comprender, el significado político y económico del único gobierno que puede ser calificado como desarrollista, el de Arturo Frondizi como Presidente de los argentinos y Rogelio Frigerio (el abuelo) como fogonero (1958-1962). Etiquetar de desarrollistas al colectivo actual de ofertistas muy medio pelo de opositores (una parte coloreada con indisimulables rasgos autoritarios, tirando a fascista oscuro) y sectores del oficialismo es bajarle mucho el precio, a casi nada, al verdadero gobierno desarrollista. Ese gobierno que pudo accionar nada más que un año y medio sobre los cuatro que duró, porque el resto del tiempo se ocupó en sobrevivir a los golpes gorilas, fue de lejos el intento más serio de desarrollo argentino y sentó las bases de la Argentina moderna, dando entidad material al peronismo. La UOM (Unión Obrera Metalúrgica), el SUPE (Sindicato Unido de Petroleros del Estado) y el SMATA (Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor), por citar sindicatos importantes, serían entelequias sin Frondizi.
En el espinel nunca falta el pescado –al contrario abundan– que frente a la corriente verdaderamente desarrollista emite los guturales CONINTES-Larkin o que toma como una lucha heroica de los trabajadores los eventos del frigorífico Lisandro de la Torre, cuando constituyó un serio error de la dirigencia, particularmente de aquellos para cuyos sueños socialistas cubanos el impulso al capitalismo de Frondizi era una verdadera pesadilla. ¿Habrán creído que la Guerra Fría era otra novela nacida de la profusa imaginación de John Ronald Reuel Tolkien? Sea como fuere, bien puntualizó Frigerio que esa dirigencia “había declarado públicamente durante la huelga que la defensa del frigorífico nacional será la chispa que incendiará al país y barrerá al gobierno de la entrega”.
Con la ley de Conmoción Interna del Estado (eso resume la contracción CONINTES, que era una norma sancionada por Juan Perón para poner en caja a los sindicatos gorilas de los ferrocarriles) se frenaron y encuadraron en la legalidad las pretensiones irracionales y criminales del teniente general Carlos Severo Toranzo Montero, que como comandante en jefe del Ejército quería fusilar a trabajadores peronistas aplicando la ley marcial. Es el antecedente directo del genocida Jorge Rafael Videla. De manera que el CONINTES fue hacer virtud de esa necesidad imperiosa de que no haya un muerto por la violencia política en medio de las relaciones de fuerza realmente existentes, que eran francamente deplorables. Y, gracias a Dios, no lo hubo. Como demostración extra de que la cosa venía de apoyo a los trabajadores, durante el CONINTES se le devolvió la CGT intervenida por la Fusiladora a sus titulares legítimos: los sindicatos.
En cuanto al plan Larkin, se llamó así por el coronel Thomas Larkin, un militar norteamericano retirado que fue máximo experto en logística, contratado por el Banco Mundial –a pedido del gobierno de Frondizi– para rehacer los ferrocarriles argentinos. Larkin, quien había rehecho nada menos que los ferrocarriles europeos tras la guerra, entregó su plan a fines de febrero de 1962, unas tres semanas antes de que un enésimo golpe militar finalmente derrocara a Frondizi. Ni tuvieron tiempo de leerlo. Pero cualquier buen samaritano no duda en invocar el “plan Larkin” (con tono siniestro) para descalificar al gobierno de Frondizi, y resulta que nunca se aplicó porque no hubo tiempo. Lo cierto es que Frondizi modernizó mucho la red ferroviaria. De 41.000 kilómetros de vías férreas, privatizó nada más que 1.000 y les dio los vagones comedores a los trabajadores ferroviarios para que los exploten a su cuenta y riesgo. Los que critican el plan Larkin parecen olvidar que la red de ferrocarriles tendida por los británicos fue un embudo con pico en el puerto que siguió prácticamente el Camino Real de los españoles del Virreinato. Un país integrado necesita una malla ferroviaria, no un embudo. Nunca se logra saber desde qué posición hacen la crítica: ¿quieren seguir con el embudo del subdesarrollo o, en cambio, ir en pos de la malla de la integración nacional? Si es lo segundo, ¿qué proponen distinto del Larkin? Pero ninguno de estos hechos parece importar. Cuando se los pone sobre la mesa, el eventual interlocutor –de corriente– se hace el ofendido (o el boludo, lo cual es más exacto) y sigue apostrofando como si nada. Si al menos tuvieran el tino de avisarles a las generaciones más jóvenes que la guerra psicológica no empezó con Cristina, sería un comienzo.
El frente
El frondicismo no sólo fue la etapa superior del peronismo en materia económica, sino también un avance político de la clase trabajadora peronista que con el frente de febrero de 1958 por primera vez contaba de aliado a una iniciativa política cuya pretensión era ser el eje de los intereses de la acumulación a escala nacional. Los gorilas de antes y de ahora –y de siempre– no sólo quieren un país al costado de los trabajadores, sino contra los trabajadores. No hay que perder de vista que floreció en un paisaje tan áspero que eran legión las almas bellas creídas que un proceso de desarrollo (capitalista, socialista o mengueche, en este punto, salvo como detalle al margen, poco importa) podía prescindir –sin más– de las inversiones de las corporaciones multinacionales.
Con posterioridad a 1962, el frente siguió su azaroso curso. El 17 de noviembre de 1972, Arturo Frondizi fue el único dirigente de peso que estaba esperando a Don Juan en Ezeiza. Fue para garantizar que Perón pudiera salir de allí, porque había dudas y fuerte oposición en grupos de las Fuerzas Armadas. “Que se animen a detenerlo a Perón junto conmigo”, decía Frondizi, ataviado con un sombrero para la lluvia y un piloto debajo del cual tenía una ametralladora. Tiempos de mierda, aquellos. Tiempos de ese gran documento que fue “La única verdad es la realidad”. Tiempos en que Don Juan y Don Arturo se vieron por primera vez la cara (no se conocían personalmente) en febrero de 1972, en Madrid. Siempre el contacto había sido Frigerio. No parece que Perón y Frondizi se apreciaran mutuamente. Perón le preguntaba a Frigerio por el “Gringuito”. Pero esas subjetividades son una nada frente a las necesidades objetivas del interés nacional, que se plasmaron parcialmente en el victorioso FREJULI el 1° de marzo de 1973, siendo los desarrollistas los principales aliados del peronismo.
Tal es así que surge la pregunta de por qué fue Ricardo Balbín –la expresión a fines del siglo XX del mitrismo decimonónico de los ganaderos bonaerenses de invernada– el que despidió los restos del General. Baste recordar la cáfila que rodeaba a Isabelita, integrada por personajes tan oscuros como el canciller Alberto Juan Vignes y ese mal recuerdo del Brujo, quienes decidieron cómo se desenvolvería el funeral. Un importante funcionario del gobierno actual parece haber recordado el significado político real de esa caterva, cuando para justificar la forma en que el gobierno viene devaluando el peso adujo que “devaluar, si lo hacés, tenés que hacerlo sabiendo que te va a salir bien. Si te sale mal, es un Rodrigazo”. Se llama Rodrigazo por el plan de ajuste lanzado por Celestino Rodrigo (04/06/1975), ministro de Economía que respondía a José López Rega. Su ideólogo fue el economista liberal Ricardo Mansueto Zinn, posteriormente fundador de la UCeDé y por un tiempo ejecutivo del grupo Macri. El Rodrigazo salió mal porque los trabajadores no quisieron pagar la factura deshaciendo su nivel de vida. Es obvio lo que la actual conducción económica entiende por una devaluación que salga bien.
De la Moncloa a Tel Aviv
Ante las perspectivas de que el mal momento económico se agrave, a la letanía de lograr una Moncloa criolla se le suma el runrún de la imperiosa necesidad de poner en marcha un plan de estabilización. El israelí de 1985 va ganando adeptos. Fue un plan de estabilización con bastantes similitudes justamente con el de mayo de 1958 lanzado por Arturo Frondizi e ideado por Rogelio Frigerio. En particular, con la devaluación compensada con aumento de salarios, hecha con financiación bancaria respaldada por el gobierno. Luego de tres trimestres en que los agentes económicos (que son como las cabras montañesas, pisan dos veces antes de avanzar) digirieron el shock, la Argentina creció como nunca antes y hasta 1976 siempre tuvo superávit comercial (salvo un año), que lo embromaba el déficit de cuenta corriente de la balanza de pagos, por donde salían los dólares que no se reinvertían porque desde 1962 en adelante la idea del país gorila fue derrotar al modelo desarrollista. Cosa que logró José Alfredo Martínez de Hoz con la dictadura genocida.
Hay otra importante circunstancia a observar en ese proceso de la Moncloa y el plan israelí. El gran éxito de Israel fue fijar el tipo de cambio, para lo cual contaba con todo el apoyo norteamericano. Dos economistas estadounidenses, Stanley Fischer (MIT) y Herbert Stein (American Enterprise Institute) –el primero demócrata, el segundo republicano–, participaron activamente en el diseño del plan como representantes del gobierno de los Estados Unidos. Con posterioridad, Fisher fue presidente del Banco de Israel entre 2005 y 2013 y anteriormente estuvo en la conducción del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional (FMI). Stein fue jefe de asesores económicos de Richard Nixon y Gerald Ford. Claro que hubo que parir, a mediados de septiembre de 1984, un “gobierno de unidad nacional”, con la única disposición de que en la primera mitad de su previsto período de cuatro años, el líder del Partido Laborista, Shimon Peres, se desempeñaría como Primer Ministro, mientras que el líder del Partido Likud, Yitzhak Shamir, sería canciller, y que al cabo de dos años rotarían en estos cargos. Esta coalición pactó el fin de la inflación y la retirada del Ejército Israelí del Líbano.
Respecto de la Moncloa, cabe tener presente que la segunda semana de diciembre de 1973, Henry Kissinger viajó a España para reunirse con el almirante Luis Carrero Blanco, nombrado por el mismo Generalísimo como su sucesor (Franco falleció en 1975). Kissinger repetía el mensaje que en 1971 Richard Nixon le envió a Franco por medio del subdirector de la CIA, general Vernon Walters, que lo continuaba siendo en 1973: “Sin democracia no pueden estar en la OTAN y con democracia pueden no querer estar en la OTAN. Hay que reforzar el estatuto de nuestra presencia en sus bases”. Kissinger se fue con las manos vacías de la reunión con Carrero Blanco, que no estaba para ser el sepulturero del franquismo, puesto que condicionó el uso renovado de las bases norteamericanas –estaban en suelo español desde los '50– a un pacto bilateral. La OTAN no quería a España por la dictadura de Franco, por lo que además estaban impelidos a aceptar la propuesta que Francia le hizo a España para compartir la fabricación de armamento nuclear. El 20 de diciembre de 1973 Carrero muere por la bomba que le puso la ETA.
La Moncloa fue un pacto nacional por la necesidad de reconocer las posibilidades del desarrollo español conforme la relación de fuerzas geopolíticas. Fueron firmados el 25 de octubre de 1977 para cortar con la inflación (desbocada desde la crisis del petróleo) y frenar las ansias revanchistas. Los dólares norteamericanos se hicieron presentes en gran forma. España entró en la OTAN.
Frenar la inflación, hacer del desarrollo un proceso sostenible, conseguir buena cantidad de inversión externa sobre la base de ampliar el mercado interno, renegociar de forma adecuada el endeudamiento externo, requiere de una espalda política que únicamente la proporciona el acuerdo de unidad nacional. En ausencia de presiones geopolíticas como las acontecidas en Israel y España (y de la zanahoria de los dólares que las acompañaban), no parece fácil alcanzarlo porque el espacio para actuar de nuestros remedos de Carrero Blanco y de los ultras de derecha israelíes no tiende a empequeñecerse. Sin embargo, el movimiento nacional tiene un pasado que vale la pena leer sin prejuicios, o al menos sin esos prejuicios que impiden entender que fue posible desarrollarse a partir de superar las circunstancias más adversas. Una vez más, resulta imperioso lograr que todas las fuerzas del pueblo marchen en una misma dirección, con un mismo sentido, como alguna vez escribió Rogelio Frigerio.
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