La rueda virtuosa

El ingreso básico puede romper el círculo vicioso de la pobreza

 

El problema de la pobreza en la Argentina forma parte de un debate constante, a veces ocioso, por momentos inconsistente, y ocasionalmente prioritario. Pero si bien en algunas épocas nuestro país registró índices bajos de pobreza, nunca se alcanzó a erradicarla y, como una fatalidad, esta situación siempre obstaculizó la construcción de una sociedad solidaria, con igualdad de posibilidades y una adecuada distribución de la riqueza. En julio de 2002 se registró un índice de pobreza del 57,5%, con un 27,5% de indigencia, los que se transformaron en los guarismos más altos de nuestra historia. Estos índices récords tienen, como antecedente inmediato, la etapa neoliberal de la dupla Carlos Menem / Domingo Cavallo. Con un paciente, pero constante trabajo durante la etapa kirchnerista, esas cifras disminuyeron significativamente llegando, para enero de 2013, a un índice de 4,7% de pobreza y de 1,4% de indigencia. Pero a partir del retorno de las políticas neoliberales con el gobierno de Mauricio Macri, el índice volvió a dispararse para alcanzar, en agosto de 2020, un pico del 42% de pobres, con un 10,5% de indigentes. Del análisis de nuestra historia económica surge que los picos de pobreza fueron precedidos por gobiernos conservadores o neoliberales, hayan sido estos de origen dictatorial o democrático. Conocidos analistas indican que, actualmente, alrededor del 60% de la población padece, o ha padecido, los efectos de la pobreza en los últimos tiempos, valor que no debería sorprendernos, habida cuenta que la crisis económica heredada del macrismo se vio agravada por la cruel pandemia que azota al mundo.

Lo que emerge claramente de la situación actual es que, con las recetas clásicas, el problema de la pobreza no se resuelve. Por ende, se requiere de organización, imaginación, fe en nuestras posibilidades y convicción. Organización que haga confluir todas las estrategias sociales en un combate franco contra la pobreza; imaginación para afrontar un camino distinto; fe en las potencialidades de nuestro país para generar recursos y distribuirlos adecuadamente y convicción para enfrentar los intereses mezquinos de los poderosos.

No hay duda que el combate contra la pobreza debe darse en distintos frentes, porque su origen obedece a múltiples causas. La educación, el trabajo formal y una adecuada distribución del ingreso nacional son los pilares en que debe fundarse el desafío de derrotarla.

Pero para emprender semejante reto es primordial determinar qué es, en realidad, la pobreza. Aunque usamos la palabra “pobre” infinidad de veces al día, su significado real está lejos de tener unanimidad de criterios. Mientras que para una persona poderosa, los sectores medios formarán parte de los pobres, para esos pobres, esos sectores medios serán ricos. Las personas asignan a esa palabra diferentes dimensiones, por lo que el concepto de “pobre” es algo subjetivo. Como dice el refrán: “Todo es según el color del cristal con que se mire”. Quizás, en el único caso en que existe cierto consenso es cuando los pobres son muy pobres.

Es tan curioso el concepto que, para la Real Academia Española, la palabra pobre tiene siete acepciones: necesitado, que no tiene lo necesario para vivir; escaso, insuficiente; humilde, de poco valor o entidad; infeliz, desdichado y triste; pacífico, quieto y de buen genio e intención; corto de ánimo y espíritu; mendigo. Es notable que casi todas las acepciones tienen connotaciones negativas.

La pobreza es, generalmente, interpretada como una característica de algunas personas que, como una enfermedad congénita, los condena a ser pobres. La Biblia destaca: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”. Es decir, no sería importante la cantidad de necesidades que afecten a una persona porque, de todas maneras, suyo será el reino de los cielos. Esta concepción ha llevado a que los pobres padecieran los más brutales tormentos: la esclavitud, la servidumbre, el derecho de pernada, la violación sistemática y mil atrocidades más, pero, sobre todo, hacer los trabajos más indignos a favor del señor o del patrón. Hoy sabemos que la pobreza no es una enfermedad congénita ni una maldición, su causa obedece, principalmente, a una incorrecta distribución de la riqueza.

Alrededor de la pobreza y con el objeto de justificarla, se han ido construyendo mitos donde los pobres son considerados seres inferiores sin capacidad de administración propia ni susceptibles de gozar de plenitud de derechos. Estas concepciones, de alto contenido discriminatorio, se visualizan a diario en los medios de comunicación. Allí vemos, y nos asombramos, de lo que ocurre con la represión que padecen los afroamericanos en Estados Unidos, pero nos cuesta ver que, con otros métodos, esa misma represión la padecen a diario millones de compatriotas pobres.

Existe una creencia generalizada respecto de que los pobres no saben manejar su dinero. Sin embargo, la prueba empírica demuestra lo contrario. Un pobre, con muy escasos recursos, logra sobrevivir, mientras que una persona de los sectores acomodados no podría, con esos mismos recursos, vivir ni un solo día. Pero esta manera de desmerecer al pobre tiene un alto contenido clasista. El mundo es de los ricos y eso no cambiará, proclaman de hecho. Es común escuchar a alguien horrorizarse porque ve una antena de televisión codificada en un barrio precario o espantarse porque los pobres logran mejorar su situación. Todavía resuenan con toda su brutalidad intolerante las palabras del economista Javier González Fraga con aquello de “me gustaría saber qué tan pobres son los pobres” o “le hiciste creer a un empleado medio que su sueldo medio servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior”, mientras concedía, desde un banco público, créditos impagables a los más ricos en una inmoralidad clasista explícita.

Resulta paradójico compulsar otra creencia difundida respecto de que “todo lo indeseable es producto de la pobreza” con las decisiones más importantes de las familias. Hay quienes creen que los pobres son los protagonistas de la violencia, de los robos, de las deficiencias de los sistemas de salud, que no tienen educación y son groseros. Sin embargo, esas mismas personas, cuando necesitan ayuda para las tareas domésticas, o requieren alguien que cuide sus hijos mientras trabajan, o necesitan reparar un caño, destapar el baño, hacer una zanja para desagotar la lluvia del parque, mantener los espacios verdes, o incluso cuidar el campo que representa su medio de vida, recurren al pobre. A pesar de todas esas creencias, ponen lo más importante de sus afectos (sus hijos) y de su patrimonio (su casa, su campo) en manos de quien estigmatizan. En ocasiones, cierta aprensión de clase hace que pidan referencias de la persona a contratar, de manera de sentir mayor seguridad. Pero aún esa confianza que le puede regalar la “recomendación” obtenida de patrones previos, no alcanza para brindarle a ese pobre un trabajo registrado y digno, manteniéndolo en la informalidad la mayoría de las veces, y asignándole el último cuartito de la casa o la tapera del campo, sin calefacción, con servicios básicos mínimos y obviamente sin Internet, porque los pobres no la necesitan. Pero, si por alguna razón, el pobre usa indebidamente algo del “señor” o de la “señora”, se lo humilla y se lo despide sin compasión, o lo que es lo peor, hasta se lo puede denunciar a la policía, a sabiendas de que lo menos que padecerá es una paliza. Es decir, el rico puede robar al pobre mediante la explotación laboral, pero al revés es intolerable.

La inseguridad urbana es vista por el conjunto de la sociedad como un mal de los pobres. Es real que quienes se crían y se educan en la marginalidad sean más proclives al pequeño delito, al arrebato. Esto se ve agravado por la circulación de drogas de muy baja calidad, que producen daños irreparables. Pero no es menos cierto que la inmensa mayoría de la gente pobre cumple en plenitud, a pesar de sus carencias, sus obligaciones como ciudadanos. Si se rompe el círculo vicioso que produce la marginalidad, dándole a cada persona un ingreso básico que cubra sus necesidades, sin duda esa percepción de que el delito es patrimonio de los pobres irá desapareciendo junto con la marginalidad.

Es cierto que a un país donde la mayoría de su población tiene dificultades para acceder al consumo de bienes se le dificulta construir una economía con capacidad de crecimiento. Los países desarrollados son aquellos cuyos habitantes tienen no sólo capacidad de subsistencia, sino capacidad de consumo. Por ello, es requisito esencial del desarrollo económico que exista un mercado dinámico donde puedan venderse productos y servicios a la mayor cantidad de personas, previendo la participación del Estado cuando este muestre cierta depresión o para ayudar a incorporar a aquellos que, por escasez de recursos, no pueden participar. En otras palabras, si a ese universo se le entrega dinero efectivo, rápidamente se incorporarán al mundo del consumo. Lo consumido generará impuestos que ayudarán a mejorar la distribución del ingreso, haciendo girar una rueda virtuosa que mejorará la situación de la pobreza, lo que hará que el empresario venda más, que mejore el empleo y que el Estado recaude más.

Una de las fantasías más arraigadas en los sectores medios es que si los pobres cobran “planes” sociales no van a trabajar y, por ende, los servicios que hoy prestan los tendrán que hacer ellos. Esta idea discriminatoria de la pobreza es falsa. Lo que ocurrirá es que esos trabajos se “dignificarán” y se pagarán los salarios que corresponden. Un ejemplo es lo que pasa con los peones del campo, a quienes los patrones ricos, a la hora de contratarlos, les ofrecen trabajar informalmente, a destajo y con un salario inferior al mínimo, dándoles viviendas precarias y con servicios básicos: todas condiciones laborales leoninas. En cambio, si el trabajador tiene cubiertas sus necesidades básicas, solo aceptará ir a trabajar si las condiciones son dignas y el salario razonable.

La atención de la pobreza es una de las funciones más importantes de la seguridad social. Así como la tarea básica del Ministerio de Educación es educar, el objeto de la seguridad social es cumplir con el primer párrafo del preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: lograr un piso básico que permita el “reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Pero a pesar de los 140 años de vida de los seguros sociales, los casi 80 años del nacimiento de la seguridad social universal y los 74 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el proceso de estigmatización de la pobreza se ve culturalmente asociado a idéntico concepto de estigmatización de la seguridad social en su conjunto.

Aún hoy en día, amplios sectores sociales asocian las prestaciones de la seguridad social con una dádiva del gobierno de turno en lugar de considerarlas como el reconocimiento efectivo de un derecho humano o de un derecho ciudadano, que se tiene por el solo hecho de vivir en una sociedad solidaria. No consideran a la seguridad social como una protección integral destinada a las personas, sino como una ayuda caritativa y ocasional que los gobiernos dan con cierta discrecionalidad. Una prueba valiosa de esta concepción clasista es el rechazo que han producido en los sectores de poder económico los planes de inclusión jubilatoria, al hacer una distinción entre aquellos que se beneficiaron de esos planes y de quienes no lo hicieron. A los primeros los consideran sin aportes, cuando en verdad completaron sus aportes a partir del pago de su moratoria. Sin embargo, no llama la atención que el grupo Clarín o la Nación no realizan aportes patronales por sus empleados.

El tiempo pasa, y día a día queda cada vez más de manifiesto la deuda creciente e intolerable que tenemos con los más necesitados. Evita nos enseñó que “donde hay una necesidad, nace un derecho”, y deseo fervientemente que falte poco tiempo para que los gobiernos, los jueces y la sociedad en su conjunto reconozcan que la seguridad social es un derecho humano inclaudicable y una herramienta eficaz para concretar el desafío de erradicar, de una vez y para todas, la pobreza de nuestra amada patria.

 

 

 

 

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