La roza y la quema
La destrucción del ecosistema se debe a que el trabajo humano está subordinado a los mega beneficios
Me dolían las retinas al mirar aquellas quemazones en las noticias de Brasil. Veía las columnas de fuego implacables que se meneaban, casi perversas, azotando el bosque amazónico en miles de focos y exhalando ese humo pastoso que llevaba un aire negro hasta la propia ciudad de San Pablo. Quise pensarme indio toromona y sentir, desde una esencia de selva milenaria, el calor de la tierra que crepita y el estruendo de los dos tractores unidos por una cadena tirante que avanzan arrasando el habitat de mi gente, pero no pude. Tendría que estar constituida por su sustancia para entenderlo desde sus ojos. Me queda mirar desde mi televisor y derivar sin rumbo fijo por los relatos de los sertanistas que vieron de cerca al indio, claro que siempre desde este lado de la soberbia civilizatoria. Y si usted se pregunta qué es un sertanista y qué es un sertão, le diré que tales términos han ido adquiriendo significaciones muy amplias para referirse, en el Brasil de la modernidad, a todas aquellas brasilidades que suceden lejos de las ciudades y que se centran en la sabana verde o en los caminos líquidos de la Amazonia.
Podría remontar esta particular historia de intromisión en el mundo indígena a los mediados del siglo XVI, cuando Francisco de Orellana se aventuró desde Quito, aguas abajo por un entrevero de ríos y de numerosas naciones indígenas que poblaban la selva tropical más extensa del planeta. Entre las tantas tribus que lo corrieron a flechazos para que no se acercara a la costa y las que lo regalaron con yuca y huevos de tortuga, apiadadas de su hambre, ensoñó aquella de puras mujeres atrevidamente desnudas y pintarrajeadas para la guerra que le dieron nombre a ese bosque inconcebible por el que avanzó sin mapa y sin GPS, preguntándose en cada confluencia, cuál arroyo seguiría el camino que buscaba hacia el Este. Eran más o menos los mismos tiempos en que, en algún otro lugar de América, fray Bartolomé de las Casas, de antiguo encomendero explotador de indios que había sido, se pasaba al bando de los que reconocían que el ser indígena no solo tenía alma, sino que esa alma era humana y merecía, en consecuencia, mejor trato del que recibía de los hijos de España.
Seductora pero recóndita, con sus arcanos demasiado insondables para ser requerida, la selva amazónica se tragó a los europeos audaces que la hollaron y se mantuvo ajena y callada hasta que la redescubrió la expansión capitalista del siglo XIX, con sus ojos golosos. Caucheros, garimpeiros, mineros, madereros de la caoba, recolectores de castañas, misioneros, botánicos piratas de los laboratorios ansiosos por patentar hierbas no documentadas, ganaderos y agricultores se fueron deslizando en sus adentros, con poco disimulo y un tanto de desamor por la vida que latía en sus entrañas desconocidas.
En esos años de cientificismo positivista y de república nueva que echaba al emperador Pedro II, el Mariscal Cândido Rondon, el militar pacifista –que lo fue— dio vuelta la percepción de la otredad indígena. Cândido Mariano da Silva Rondon nació pobre y caboclo –simplifiquemos en mestizo— en un pueblito del Mato Grosso, de madre india bororo y padre de enredadas ascendencias afroamericanas y portuguesas, de manera que la carrera militar era su casi exclusiva posibilidad de acceder al estudio. Era el tiempo en que la dirigencia brasileña de la costa Este emprendería la segunda conquista y colonización, ansiosa por sentar reales y negocios en las comarcas que he descripto.
Cândido Rondon fue llamado a ocuparse del tendido del moderno telégrafo hacia Cuiabá y así fue que se adentró en aquellas tierras ignotas y salvajes, empujando insumos, soldados y operarios así como observaciones geográficas y científicas, montado en pesadas carretas o a lomo de mula o a pie o embarcado en chalupas que se estrellaban en los rápidos, mientras los hombres desnudos pispeaban con recelo la invasión de su mundo y los más guerreros, incluidos los Bororo, cuyos genes bailoteaban en los cromosomas del propio Rondon, atacaban con sus flechas de puntas envenenadas.
La novedosa grandeza de Rondon fue tener clara la relación dialéctica entre el avance indefectible de la tribu blanca y los derechos de las naciones originarias que poblaban la selva. Morir si fuera necesario, matar nunca fue la frase con la que encaró su modo de acercamiento, dejando a criterio de las comunidades indígenas los tiempos que les fueran necesarios a su voluntad de integración, en fuerte contraste con la modalidad tradicional de atropellarlos a sangre y fuego, envenenarles los manantiales o el aguardiente que iba de regalo, dejarles como al descuido la camisa de un enfermo de sarampión para que un indio incauto se la probara y contagiara a toda una aldea que moriría sin remedio; maneras de despejar la tierra cuando ya la esclavitud había dejado de ser negocio.
En épocas de Getulio Vargas se inició la marcha hacia el Oeste con la expedición a la Sierra del Roncador y la cuenca del río Xingú. En esa caravana se enrolaron los hermanos Villas-Bôas que, al tiempo, no solo mostraron el atrevimiento y la templanza necesarios para quedar al frente de la empresa sino que el trato con las etnias contactadas a todo lo largo de aquella aventura les reveló nuevas lógicas para concebir el mundo indígena.
La propuesta de Getulio era la integración y el desarrollo económico de esas zonas del interior, mediante el asentamiento de colonias agrícolas. Pero los hermanos Villas-Bôas se habían asombrado ante la realidad de las naciones descalzas que habitaban la selva; habían descubierto mundos con otras identidades, con valores propios y éticas diferentes, culturas distintas y fascinantes asidas a una historia inconcebible por incógnita. Y apuntando la mirada hacia un costado con el rabillo del ojo, entrevieron cómo se agregarían incontrolables invasiones privadas a las tierras que ellos habitaban desde que bajaran del arca de su propio Noé. Entendieron que los derechos del indio no estaban en la integración indefectible y la consecuente aculturación que los convertía en ciudadanos de segunda clase destinados al trabajo manual, como decantaba la propuesta de Rondón, sino que les ofrecieron mantener sus formas de vida y la sustentabilidad de sus culturas.
Con el apoyo del propio Mariscal Rondon, de intelectuales como el antropólogo Darcy Ribeiro y el médico sanitarista Noel Nutel, Orlando Villas-Bôas logró del corto Presidente Jânio Quadros, en 1961, la concreción del Parque Nacional del Xingú: 27.000 kilómetros cuadrados a donde se invitó a trasladarse a las comunidades indígenas que así lo quisieran, para vivir cuidadas y protegidas. Claudio Villas-Bôas se instaló en el Xingú mientras su hermano Orlando conseguía los fondos y organizaba la logística necesaria para semejante –bienintencionado— emprendimiento.
A mediados de los años '50 los relatos y las fotos de los Villas-Bôas desfilaban por los medios. Navegaban ríos incomprensibles, abrazaban indios emplumados que tocaban su flauta de bambú o tensaban el arco para flechar un pez que nadaba invisible bajo el agua. Sopetones imprevistos con hombres pintados que brotaban de repente de entre la hojarasca, empuñando sus lanzas, flasheaban la mente adolescente de Sydney Possuelo y rebasaban su sed de aventuras. Con apenas dieciséis años, Sydney no dudó en tocar todos los días a la puerta de la casa de los Villas-Bôas en San Pablo hasta que alguno de ellos volviera de la selva, lo recibiera y él pudiera meterse en sus vidas. Así empezó la aventura de este último sertanista romántico, trabajando de che pibe para los Villas-Bôas. Como todos los nombres que he citado en esta historia, el corazón de Sydney, buscando la aventura de la selva, fue tocado por el indio. Cuando la Fundación Nacional del Indio remplazó al Servicio de Protección al Indio creado por Rondon, Sydney ocupó su lugar de funcionario en Brasilia y llegó a presidirla. Guarda recuerdos que marcan la evolución de su pensamiento, como cuando, en su carácter de especialista en primeros contactos, debió intervenir ante los Ararás —un pueblo que se creía desaparecido— porque atacaban a flechazos a los trabajadores de la carretera transamazónica o cuando un grupo de la etnia metyktire, que había elegido continuar viviendo como lo habían hecho sus antepasados, debió trotar por la selva durante varios días, para escapar de las balas de madereros y acercarse a una aldea de antiguos hermanos que habían preferido integrarse, para pedir ayuda. Podrían haber sido exterminados sin que el mundo se enterara de que existían.
Sydney se hizo cargo de que muchas poblaciones nativas aún no contactadas tienen su propio proyecto de vida, alejadas de la tribu blanca, y creó para ellas el Departamento de Indígenas Aislados. Desde 1987 pasó del contacto al no contacto, a la protección, a reconocerles su derecho al aislamiento como la mejor manera de preservarlos y, más aún, su derecho a un reconocimiento político y jurídico por parte de los Estados nacionales, a la propiedad colectiva de sus territorios, de sus recursos, de sus genes, de sus conocimientos culturales así como el acceso a la distribución equitativa de los beneficios que producen esos mismos conocimientos culturales. Parece tan lógico, ¿no? La información sobre sus vidas, su dinámica social y sus prácticas culturales es escasa o inexistente porque su misma búsqueda vulneraría su derecho al aislamiento o hasta podría producir efectos catastróficos. Se trata de unos álguienes que no sabemos si todavía existen, tocarlos es evanescerlos y conocerlos como objeto de estudio conlleva su destrucción.
Son el tesoro escondido que la Humanidad guarda casi sin saberlo y reflejan, como en una bola de cristal que fuera espejo del pasado, la historia de nuestra especie.
Me enredé en estos devaneos amazónicos recordando las explicaciones de Sydney Possuelo cuando describe las formas de cultivo de roza y quema tal como las practican las comunidades indígenas; un pequeñísimo espacio de bosque que se despeja bajo fuego controlado, se desbroza y se siembra con la ayuda fertilizante de las cenizas. El sembradío se repetirá hasta que la tierra, con la que viven en estrecha intimidad, les avise que necesita descansar, que es hora de abrir otro espacio, siempre reglado por los permisos que ella les dé. Porque la tierra sabia le enseñó al indio la página del materialismo dialéctico donde dice que la acumulación de cambios cuantitativos, inadvertidos y graduales, eclosiona de pronto en el cambio cualitativo, de manera que si no se la cuida, la selva, un día, derivará en desierto.
Pero el hombre blanco exportador maneja otras dimensiones de su derecho al fuego. En el descamino que lleva esta nota habrá una india con nombre asomándose al borde de la espesura para mirar acongojada los incendios que, para algunos limpian, pero para ella van ahogando su selva, y escuchará la risotada de un político sin nombre que importe –porque no es más que una de las tantas caras del fascismo neoliberal— diciendo que hay poco indio para demasiada tierra.
Más acá de la Amazonia no estamos exentos de los parecidos fuegos del negocio agrofinanciero y la especulación inmobiliaria en las islas del Delta, en los humedales santafecinos de Jaaukanigas, en los bosques del Chaco y del valle de Punilla, en zonas ribereñas de Corrientes y Misiones, que estremecen la biodiversidad y asfixian los pulmones del prójimo expeliendo aires ennegrecidos por las humaredas, requemados o fumigados, espesados de cenizas, un daño colateral que el Capital manda a ganancias y pérdidas.
Del equilibrio de esa relación dialéctica entre la cantidad y la calidad depende nuestro camino a la transmodernidad, desde la actual era geológica que estamos viviendo y que ese tal Jason Moore dio en llamar capitaloceno, haciendo hincapié en que la destrucción del ecosistema planetario no es culpa individual de los seres humanos sino de que todo el trabajo humano y no humano está subordinado a los mega beneficios, a la acumulación ilimitada del capital. Parafraseando a dos que solían hablar de economía: es la fase superior del capitalismo, estúpido.
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