La rodilla escéptica (tercera entrega)

Un tour-de-force médico-existencial que cala hasta el hueso.

 

Resumen de lo publicado. Una noche de julio me desperté con terribles dolores articulares y una rodilla inutilizada. En la guardia de reumatología me diagnosticaron con total certeza una artritis reumatoidea que no se confirmó en las pruebas de laboratorio. Me traté con todos los tratamientos naturales y antinaturales que conozco y otros tantos que me recomendaron. Ninguno tuvo éxito. Decidí consultar al jefe de los jefes de los reumatólogos por esa idea infantil de que los jefes saben más que los subalternos.

Para agosto había logrado bajar un grado en la escala de la invalidez pasando del andador al bastón. Usaba uno que encontré en casa. Siempre había estado en el perchero de la entrada mezclado con los paraguas propios y los olvidados y curiosamente nunca se nos había ocurrido preguntar cómo había llegado allí. Era muy antiguo, enorme, igual al que usaba Borges. A veces me encontraba distraída con las manos apoyadas en la curva de caña imitando sin proponérmelo el gesto de su foto más difundida. Entendí por qué lo hacía: una estructura tan sólida invita a que descanses en ella porque te transmite confianza y te hace sentir menos desprotegida.

En un mundo de bípedos con la corteza gris abducida por los celulares caminar con dificultad te arrincona como resaca en las orillas. Te parece que los jóvenes andan demasiado rápido y no te ven, que los chicos que corren apuntan con su cabeza directo a tu miembro flaqueante, que hay demasiados kioscos de diarios, mesitas de cafés, canteros y puestos de flores invadiendo las veredas. Cuando caminás despacio y torcida nadie te registra y si alguien lo hace es para tenerte lástima. Los taxistas en cambio se hacen mágicamente buenos; esperan con paciencia a que subas tu pierna al auto, manejan con suavidad y reemplazan los comentarios xenófobos, discriminadores, machistas y retrógrados por observaciones amables sobre el clima.

Todo lo que te parecía natural como tomar un colectivo, subir cinco escalones o caminar seis cuadras te parece una empresa que hay que encarar con mucho cuidado y antelación. Pero lo peor es la soledad. Cuando todos se van a una movilización, cuando tus amigos presentan libros, dan un recital o inauguran muestras, tu pierna te dice que te quedes en casa y al día siguiente Facebook te muestra que la pasaron en grande sin vos. No sé por qué, siempre es más divertida la fiesta a la que no fuiste.

Bueno, durante ese limbo de melancolía hasta los que más te quieren te dejan sola. Tu fiel bastón es el único que no te deja en banda. Algunos amigos criticaban el mío; decían que debía comprar por Amazon uno facetado traslúcido de fibra de vidrio ultraliviana, o uno de aluminio anodizado con extremo de titanio aerodinámico y abrazadera articulada para la muñeca. Se ve que habían estado googleando en sitios de ortopedia para aconsejarme. A esas sugerencias me resistí obstinadamente. Ponerte a elegir bastones te hace pasar de amateur a profesional y eso multiplica el riesgo de ser bastón-dependiente por el resto de tu vida aunque sea para amortizarlo. Además yo seguía confiando en que iba a mejorar aunque mi optimismo legendario se había ido deslizando hacia una fantasía negadora un poco obtusa.

En septiembre empecé a traicionar mis convicciones naturistas. Después de varios días de dolor insoportable me tomaba un ibuprofeno o un paracetamol o probaba algunas drogas de nombres tentadores, como flurbiprofeno o pridinol, siempre con el mismo resultado frustrante. La industria farmacéutica se burlaba de mí en venganza por todas las veces que yo me reí de ella. La rodilla seguía hinchada y mandando nuevos mensajes de dolor en distintas modalidades según la posición y la hora: una descarga eléctrica de 5000 volts en su cara posterior cuando pisaba, una brasa ardiendo bajo la rótula cuando dormía, un cuchillo Tramontina clavado hasta el mango en el lado interno cuando flexionaba la pierna.

Por fin llegó el día de la consulta con el reumatólogo en jefe. Cuando sumo las horas que pasé sentada en salas de espera con mi bastón y los grandes sobres de los estudios sobre la falda me entristece pensar que en el momento de morirme voy a querer que me devuelvan todo el tiempo que dilapidé esperando en los consultorios médicos. De todos modos cuando lo hago no lo sufro porque me gusta observar cómo esperan los pacientes. Algunos teclean con avidez y urgencia en su celular como si de ellos dependiera la paz mundial; otros se entregan a un estado de pasividad beatífica como bovinos en el camión hacia el matadero y cuando la espera es larga muchos se quedan dormidos con la revista Hola! entre las manos. Me encanta escuchar lo que hablan entre sí, imaginar qué sienten, qué piensan y qué temen. Y en todo caso si no hay nadie para mirar siempre tengo un libro a medio leer en la cartera que me permite pasar la espera en otro mundo.

El profesor me hizo esperar dos horas para atenderme sin contar las siete semanas transcurridas desde que había pedido el turno. Enseguida me pareció un poco perturbado. Se paró varias veces durante la consulta para a) apagar el aire acondicionado, b) enderezar un cuadro, c) abrir una ventana y d) correr la cortina. Sentado también hacía cosas raras. No terminaba de disponer el ángulo de su recetario en forma paralela con el borde del escritorio y su lapicera en simetría con el recetario aunque lo intentaba una y otra vez acompañando cada acción con un carraspeo ruidoso. Era uno de esos casos de trastorno obsesivo compulsivo que te pueden diagnosticar hasta en la farmacia. Una vez que logró escuchar mi relato (aunque sin mirarme nunca porque su mirada paranoica saltaba de un ángulo al otro como una lanzadera) confirmó el desdichado diagnóstico de artritis reumatoidea sin la menor vacilación y me dio a elegir entre las tres opciones que ofrece su especialidad: corticoides, metrotrexato o silla de ruedas. Opuse mis débiles argumentos como un reo que procura salvarse de la horca. Que no tenía afectadas las articulaciones de las manos. Que sólo se habían afectado las articulaciones grandes. Que el laboratorio había dado bien. Nada de eso alteraba su diagnóstico. Un 30% de los casos de artritis reumatoidea cursan con un laboratorio normal, me informó. Y todos esos detalles que le mencionaba sólo indicaban que se trataba de una artritis reumatoidea atípica. Para confirmarlo me indicó una nueva serie muy completa de estudios de imágenes. Resonancias magnéticas de rodillas y muñecas, ecografías y radiografías de rodillas, centellogramas de pies y manos y una densitometría, aunque me había hecho la última (con un resultado normal) seis meses antes. Cuando deslizó hacia mí en forma perfectamente paralela al borde del escritorio la pilita de recetas me pareció que estaba consternado por mi mala suerte. Pero enseguida lo descarté; sólo estaba molesto porque la brisa había vuelto a desordenar la cortina y tenía que pararse para volver a ponerla perfectamente vertical.

Toda la batería de estudios confirmó que tengo una salud alarmante. Tampoco eso pareció desanimarlo. Insistió en mi artritis reumatoidea atípica, pero examinando con una lupa la radiografía de mis manos le pareció además que mis huesos tenían un puntillado anormal, algo así como un apolillamiento generalizado. Eso complicaba el cuadro. A la enfermedad autoinmune se le podía sumar ahora un descalabro de mis glándulas suprarrenales que me provocaba una descalcificación de todo el esqueleto. Salí con una extraña sensación de fragilidad que me hizo sentir como Carlos VI de Francia, el rey que creía que estaba hecho de cristal. Me sometí a una nueva secuencia de estudios endocrinológicos sofisticados para detectar la causa de ese nuevo desastre. Los resultados no arrojaron ninguna desviación del eje normal: me conmovió ver que mis hormonas, mi calcio, mi fósforo y mi cortisol estaban armoniosamente colocados en el centro mismo de los parámetros indicados.

CONTINUARÁ

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