La rodilla escéptica (quinta entrega)

 

Resumen de lo publicado: Después de cuatro meses sufriendo un dolor intenso y constante en una rodilla ya había coleccionado cinco diagnósticos diferentes, uno por cada especialista que visité aunque todos trabajan en el mismo hospital. Cada diagnóstico fue acompañado por una propuesta de tratamiento tan agresivo o con tantos efectos adversos que preferí seguir rengueando y morirme por mi cuenta sin ayuda externa. Finalmente un traumatólogo me diagnosticó un simple desgaste de la articulación y me prometió que a la larga se curaría sola.

Un opiáceo es una droga que remeda los efectos analgésicos y narcóticos del opio (o de la morfina, que es su derivado principal) pero no lo es. Bloquea las señales dolorosas porque se une a los receptores del dolor ubicados en el cerebro y la médula y aunque la causa del dolor sigue su curso, la conciencia no se entera. Los opiáceos serían drogas maravillosas si no fuera porque rápidamente producen tolerancia (es decir que hacen progresivamente menos efecto) y porque tienen un enorme poder adictivo.

En diciembre vi al último traumatólogo. Este miraba y escuchaba como un ser humano y además desestimó los anteriores diagnósticos de sus colegas, lo que hizo que me cayera simpático. Para él se trataba sólo del desgaste de una articulación demasiado baqueteada; la fiel rodilla que me llevó corriendo una cantidad de kilómetros que suman tres veces y media la vuelta alrededor de la Tierra; la rodilla fuerte por dentro y linda por fuera con la que me entrené y corrí maratones durante veinticinco años. Sus palabras me hicieron recuperar la confianza en la profesión médica, hasta que me indicó que tomara un analgésico opiáceo dos veces por día. Cuando leí la receta me acordé de todos los pacientes que conozco que están luchando por superar su adicción a esas drogas y de los dos millones de norteamericanos adictos a ellas, por los que en octubre del año pasado se declaró en USA la Emergencia Nacional de Salud Pública. Esa crisis gravísima parece difícil de frenar. En 1992 los médicos extendieron 112 millones de recetas y 282 millones en 2012. La alarma que produjeron los casos de sobredosis y muertes hizo que en 2016 esa cifra descendiera a 236 millones, pero el problema de salud pública que representa el abuso irresponsable de prescripciones de opiáceos no es una pavada. En 2015 hubo allí más de 22.000 muertes por opioides recetados; tres mil más que en 2014.

—Preferiría no hacerlo—, dije como Bartleby mientras rechazaba la receta.

—¡Pero m´hija, a usted le gusta sufrir! ¡Vaya y tómese dos por día; me lo va a agradecer!—, jaraneó el doctor Humano palmeándome el hombro.

Me convenció con eso de que me gusta sufrir porque no era la primera persona que me lo decía y me sentí descubierta. En cuanto llegué a casa, tomé un comprimido y me quedé alerta esperando los efectos. No noté ninguna mejoría; en cambio sentí algo muy extraño: el dolor estaba ahí pero no me importaba. Era como si le doliera a otro. Ni siquiera a otro conocido sino a un extraño con quien no tenía ningún lazo afectivo. Entonces me acordé de lo que había aprendido en Farmacología: los opiáceos le quitan el componente emocional al dolor. Es increíblemente cómodo que tu rodilla le duela a un desconocido. Tendría que haber un remedio para que también la pena, la angustia y todo lo que no se puede resolver le duela a otro.

A la mañana siguiente tomé el segundo comprimido y se reinició la maravillosa sensación de desapego, pero además noté que estaba de muy buen humor y con una esperanza indestructible: me iba a curar. Ya no me sentía mal por caminar torcida; hasta le vi cierta gracia a mi modo de desplazarme inseguro y errático. En el ascensor me encontré con un señor tan cojeante como yo, equipado con unos regios bastones terminados en tres patas. Con una sonrisa llena de positividad le pregunté qué le pasaba. Me contestó con poco entusiasmo. Evidentemente no estaba tomando lo mismo que yo, de lo contrario nos hubiéramos quedado charlando sobre diagnósticos, tratamientos y especialistas y al final hubiéramos intercambiado falsos pronósticos de recuperación. Entonces me acordé de algo más: los opiáceos también suelen provocar un estado de leve euforia. Eso era lo que me estaba pasando. Por temor a volver a mi triste estado anterior de dolor, desesperanza y angustia, me autorreceté dos cajas más con la idea de seguir tomando no dos sino tres comprimidos por día.

A la mañana siguiente estaba mucho más dolorida. ¿Era algo objetivo? ¿O se me había ido el efecto durante la noche y el mismo dolor de antes ahora me parecía menos tolerable? Ese día tomé tres comprimidos. La vida así era magnífica; hasta me olvidé de que tenía una rodilla. Mi renguera parecía un rasgo de excentricidad que me hacía más misteriosa.  Ya no necesitaba bastón. Tiré las zapatillas deportivas que había usado desde el mes de junio y volví a mis tremendos zapatos con plataforma que me hacen llegar al metro ochentaidos, aunque mi delirio omnipotente aún me permitía comprender que si me caía desde esa altura la iba a pasar muy mal.

Una semana después tomaba cuatro comprimidos por día. Escribía la receta para comprar una nueva caja cuando me di cuenta: estaba entrando como un chorlito en una franca adicción a los opiáceos. Esa noche tomé la última tableta que me quedaba. Al mediodía siguiente empezó el mono. Mucho más dolor y una horrible desesperanza que me hicieron volver a las zapatillas y mirar con ansia el bastón. Me sentía como El Hombre del Brazo de Oro, sólo que era mujer y mi problema estaba en la pierna.

Los primeros días de diciembre fui a ver a mi médico homeópata. Poca importancia le dio a mi rodilla, pero insistió en hacerme recordar cómo fueron los días previos a esa noche en que me desperté gritando de dolor.

—No me pasó nada importante, en serio—, le dije cuando me lo preguntó por segunda vez. Pero en cuanto terminé de decirlo me acordé: sí me había pasado algo. Había visto a un amigo muy querido caminando con muletas y pocos días después supe que se había muerto de una enfermedad en los huesos. Esa noche, mientras dormía, mi rodilla se solidarizó con el esqueleto de mi amigo, se hinchó, se desarmó, se desgastó, se desestabilizó, se necrosó y se murió.

—Estaba seguro—, dijo con toda parsimonia. Y me indicó un remedio para mí, no para la rodilla.

Un mes después el dolor va disminuyendo en una forma tan gradual que casi no percibo el cambio, pero puedo salir sin bastón y caminar diez cuadras, con suerte doce, cuando hace pocas semanas no podía caminar ni una. Pienso en mí rebotando de consultorio en consultorio, manoteando diagnósticos y tratamientos, y no me explico cómo pude ser tan poco perspicaz. Es increíble cómo los médicos somos incapaces de curarnos a nosotros mismos. De todos modos fue una buena experiencia; mi rodilla y yo hemos madurado mucho en este medio año. Aunque estamos desencantadas de casi todo y no creemos en ninguna promesa, estamos contentas de estar vivas y sabemos que un día nos vamos a curar.

FIN

 

Foto Mónica Muller
Mónica Muller es médica, escribe y dibuja
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