La rodilla escéptica (cuarta entrega)

Resumen de lo publicado. Después de tres meses de sufrir terribles dolores en una rodilla que los reumatólogos diagnosticaron como artritis reumatoidea aunque todos los estudios dieron normales, el megajefe de los jefes de la Reumatología Nacional sumó una nuevo diagnóstico presuntivo: una falla suprarrenal que me estaba pulverizando el esqueleto.

Todos los estudios gritaban a voz en cuello que yo no tenía ninguna enfermedad autoinmune ni de ningún otro tipo, pero los mismos reumatólogos que me los habían pedido para confirmar su diagnóstico parecían no escucharlos. Ellos seguían recetándome sus drogas y yo seguía resistiéndome a tomarlas, no sólo porque tienen tantas contraindicaciones, advertencias, precauciones, efectos adversos y colaterales que su enumeración en letra microscópica apenas cabe en un pliego de papel biblia de 0.40 m por 0.60 m impreso a doble faz, sino también porque tanta inversión en marketing, packaging y publicidad las transforma en objetos de consumo de altísimo costo exclusivos para privilegiados. Mientras tanto trataba de sobrevivir al dolor tomando con la menor frecuencia posible los analgésicos y antiinflamatorios más probados, tal vez un poco menos peligrosos pero mucho más controlables. Como si se burlara de toda la industria farmacéutica, la rodilla me seguía doliendo sin pausa y sin alivio día y noche en una forma atroz.

—Te faltó probar aceite de cannabis—, me recordó una amiga que desde hace un año lo está tomando por recomendación mía con muy buenos resultados. Ese es otro fenómeno que nos sucede a los médicos: tenemos recursos ingeniosos y efectivos para los pacientes y nos quedamos tildados sin saber qué hacer cuando los pacientes somos nosotros. La verdad es que no se me había ocurrido—. Buena idea—, dije, y llamé al proveedor que tantas veces había recomendado durante los últimos dos años.

Me dijo que estaba muy ocupado y que no alcanzaba a producir el aceite necesario para abastecer a todos sus clientes, que en su mayoría eran derivados por mí. Hablaba con impaciencia, como los especialistas famosos con una agenda demasiado saturada. Es terrible el efecto destructivo que produce el éxito hasta sobre las personalidades más apocadas.

—En todo caso, cuando tenga un poco te aviso y te llevo—, prometió.

 

Diez días después me anunció que a las cuatro de la tarde pasaría por el consultorio a llevarme una botellita. Lo esperé hasta las diez de la noche y me fui a dormir. A las once me despertó el timbre. Se le había hecho un poco tarde, perdón. Lo cité nuevamente para el día siguiente a las cuatro. Llegó a las dos y media. Se me hizo temprano, perdón, es que es muy difícil calcular las horas. Yo no lo conocía personalmente, pero podría haber jurado que era él viéndolo a tres cuadras de distancia. Creo que pretendía pasar desapercibido pero tenía todo lo que el estereotipo indica que debe tener un proveedor de aceite de cannabis (CBD), incluyendo rastas, pañuelo en la cabeza, remera con agujeros, babuchas de colores, sandalias de neumático y una yisca de chaguar cruzada como bandolera. Tan bien caracterizado estaba que podría haber pasado por un policía disfrazado de proveedor de aceite de cannabis. Me entregó el frasco y me advirtió que no era la verdadera. Era una que me daba provisoriamente porque no quería quedar mal conmigo. No había tenido tiempo de preparar la buena.

La tomé según sus instrucciones durante dos semanas y me hizo tanto efecto como si tomara gotas de aceite de oliva de calidad mediocre. Con un atraso de dos horas y cuarenta minutos sobre el horario fijado y tres whatsapps en los que iba relatando su itinerario y los obstáculos que se interponían en su camino, llegó con un nuevo frasquito cuando le dije que el primero había fracasado. Mi rodilla no se enteró del cambio; seguía en lo suyo obstinada en dolerme en una forma infernal. Aunque para ser justa tengo que decir que el aceite sí me hizo algo: me provocó un deseo irrefrenable de quedarme acostada mirando pasar las nubes. En un momento de introspección entre un cirrus y un cumulo nimbus, tuve una epifanía: comprendí que mi error había sido seguir la flecha hacia la derecha, donde funciona el servicio de Reumatología.

Así que a la mañana siguiente volví al hospital y tomé el pasillo de la izquierda, donde la flecha señalaba el servicio de Traumatología. Te confieso que esa es una de las dos o tres especialidades que no me simpatizan. De hecho, cuando la cursé estuve a punto de abandonar la carrera y no voy a entrar en detalles para no impresionarte. Me atendió un traumatólogo joven muy cool con unos zapatos de punta larguísima color dulce de leche o algo peor. Sin mirarme tomó una de las resonancias y señaló un detalle que para mí, como para los especialistas anteriores, era algo normal.

—Esto es una osteonecrosis de acá a la China. Todo ese pedazo de articulación está muerto, finiquitado—, dijo con un poquito de desprecio.

Ahora que él lo decía me parecía evidente que había una mancha negra donde debía haber una zona blanca. Volvió a señalar una parte de mi hueso, que a pesar de estar difunto me seguía pareciendo tan esbelto y elegante, y con tono impersonal me comunicó su plan de acción.

 

—Te saco este pedazo, ¿ves? Corto acá, abro acá, te pongo una prótesis de titanio, la fijo acá, cierro acá, un mes de reposo en cama, tres meses sin pisar, seis meses de kinesio y antes del año estás 0 kilómetro.

Mientras yo planeaba pedir un turno en el servicio de Psiquiatría él escribió una receta, me la extendió y dijo:

—Tomate esto. Es un fijador de calcio. En dos semanas no tenés más dolor. Y organizate tus tiempos a partir de marzo para la cirugía.

Nunca digo que soy médica cuando consulto a un colega. Me gusta experimentar las emociones que afrontan los pacientes cuando reciben diagnósticos y medicamentos como cachetazos de payaso sin explicaciones. A pesar de mi larga práctica como paciente, confieso que la indicación del fijador de calcio me dejó atónita. En primer lugar porque es una droga que puede provocar reacciones adversas severas. Tan peligrosa que después de tomarla hay que permanecer vertical como si te hubieras tragado un pedazo de Plutonio 239, sin sentarte ni acostarte durante por lo menos media hora para que no te haga una úlcera en el esófago. Y te estoy hablando sólo de los efectos sobre el aparato digestivo.

En segundo lugar porque tarda varias semanas en empezar a ejercer su acción, así que la promesa de que en dos semanas no tendría más dolor era francamente ridícula, una engañapichanga para niños crédulos.

Y en tercer lugar, porque su única función (calcificar los huesos desmineralizados) no tenía nada que ver conmigo, porque no tengo el menor signo de desmineralización ósea. Suponiendo que reparara la partecita muerta de mi hueso, ¿qué le pasaría al resto de mi esqueleto sobrecalcificado como un armazón de cemento armado?

Para llevar el experimento a su máximo punto de desarrollo, al día siguiente volví a enfilar por el pasillo de Traumatología llevando el gran sobre que contenía mis estudios, que ya había logrado el aspecto ajado y manoseado del de un verdadero enfermo crónico. La variedad de diagnósticos y propuestas de tratamiento parecía no tener fin y me había aparecido un ansia irracional de seguir coleccionándolos. Esta vez me atendió un hombre grande, alto, ancho, que me miró, me dio la mano y me ayudó a sentarme. Su actitud fue tan parecida a la de un ser humano que algo se quebró dentro de mí. Haciendo un esfuerzo para no llorar le conté la historia de mi rodilla. La escuchó con mirada de comprensión y gestos de asentimiento. Después observó los estudios y ofreció su diagnóstico, que venía a ser el quinto desde el mes de julio:

—Lo que usted tiene es un simple desgaste articular. El menisco interno está fisurado y doblado hacia dentro; por eso tiene tanto dolor. Eso se arregla solo a lo largo del tiempo o con cirugía en pocas semanas. Pero no le recomiendo que se opere, porque el menisco no está roto. Es mejor darle tiempo a que vaya mejorando solo.

—¿No tengo artritis reumatoidea ni artritis reumatoidea atípica ni una enfermedad descalcificante ni una osteonecrosis? ¿De verdad me voy a curar sola?— pregunté con los ojos llenos de lágrimas.

Me aseguró que sí y me aconsejó que caminara por lo menos cinco o seis cuadras todos los días para conservar el tono muscular de las piernas. Y mientras escribía con una letra tan grande y calma como él, me dijo que tenía que tomar dos veces por día un analgésico potente. Leí la receta: era un opiáceo, el medicamento mágico que por lo menos veinte pacientes míos están tratando de dejar sin éxito y al que dos millones de norteamericanos son adictos perdidos.

CONTINUARÁ

 

Foto Mónica Muller
Mónica Muller es médica, escribe y dibuja
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