La revolución de la belleza
Nos vendieron una realidad virtual casi perfecta, pero olvidaron un detalle
Quienes amamos el arte por las razones que sean —el simple placer, la necesidad de analizarlo y desbrozarlo, la compulsión de crear (y las permutaciones que derivan de combinar estas opciones)— caemos siempre en la misma trampa: buscamos la belleza en todo. Tiene que haber algo de belleza, por fugaz que sea, en cada cosa que encaramos. No nos basta con que se encuentre contenida por su envase oficial: una música, un libro, un cuadro. La necesitamos derramada sobre cada aspecto de la vida, por prosaico que parezca. Por eso la buscamos en los gestos de la gente durante el viaje en bondi, en el ritmo que alguien adopta para llevar adelante una tarea rutinaria, en la combinación de luces artificiales y sombras naturales con que el mundo se crispa cuando cae el día. En esto tenemos razón: la belleza no es patrimonio del arte sino del universo, y por eso su versión envasada termina por saber a poco. La idea es hallarla y beberla en todas partes, porque de otro modo uno se desacostumbraría a sus encantos y dejaría de estar en condiciones de reconocerla. Y no deberíamos perderla de vista porque es una gran maestra de vida. Su espíritu es democrático —debe ser de las pocas cosas que sigue estando al alcance de todos— y su naturaleza indómita: hace lo que quiere con los elementos que se le cantan, menefregándose en todo dogma.
La belleza es del universo, que la creó primero y la ubicó entre cosas que nada tienen de bellas para que advirtamos la diferencia. Desde que el arte existe, los artistas no han hecho otra cosa que tratar de destilar ese gesto galante que ven repetido a diario, con infinitas variantes, en todos los órdenes de la existencia. Dentro de su marco —los minutos que dura una canción, las páginas de un libro, la extensión del lienzo pintado—, cada obra intenta alcanzar la proporción adecuada entre sombras y luz que el universo enseñó a valorar como perfecta.
Nos resulta indispensable porque es lo que marca el punto de equilibrio. Nadie pretende que todo sea bello todo el tiempo, del mismo modo en que no se aspira a una felicidad absoluta y constante: sería una negación de las divinas proporciones que propone esta existencia. Sabemos que es necesario lidiar con la fealdad, con el dolor, con el desconcierto: son parte del combo, vienen con la cajita aunque uno no quiera. Pero la ausencia de belleza y de un mínimo de felicidad supone un escándalo. Si no asoman su rostro al menos fugazmente durante el día, es porque el equilibrio está roto. La elegancia innata del universo es nuestro metro patrón: si no se respetan las medidas que establece significa que algo anda mal y debe, en consecuencia, ser revisado y resuelto con urgencia.
Por eso el inicio de Historia de dos ciudades de Charles Dickens sigue conmoviendo: "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría y era la edad de la estupidez... lo teníamos todo por delante y no teníamos nada ante nosotros". Dickens plasma la tensión dramática en que vivimos, entre la conciencia de las cosas terribles que nos rodean o sobrevendrán y la felicidad que sepamos obtener de la vida que nos tocó o que construyamos a fuerza de voluntad. La belleza no es ausencia de fealdad, sino el amuleto que forjamos con los materiales que el universo concede—un artificio, siempre— para neutralizar lo horrible.
Este todavía puede ser el mejor de los tiempos. Pero necesitamos contrapesar sus peores características, produciendo belleza a carradas.
No todo está en venta
Cuando hablo de belleza, no me limito a sus cualidades estéticas. Lo estético es un segundo momento, una añadidura; algo que se desprende de formas de ser y estar en el mundo que constituyen la belleza original. El refrán sostiene que la belleza está en la mirada de quien contempla y todos damos fe de esa experiencia. No sólo porque —por ejemplo— nuestro ánimo tiñe el modo de leer todo lo que nos pasa por delante. Podemos estar ante una persona de indiscutible belleza física pero, en el instante en que comprendemos que piensa y hace cosas horribles, su belleza se desintegra en nuestra mente y sus rasgos comienzan a batallar entre sí, volviéndose incongruentes. Del mismo modo, a cierta gente la vemos fea porque proyectamos sobre su físico lo desagradable del alma que expresa. (Nadie es tan feo por naturaleza como Baby Etchecopar. "Baby Etchecopar" es un compuesto que fabrica nuestra mente, al mezclar el modelo de arcilla original con los rasgos lamentables de la personalidad que lo moldean.)
Así como estúpido es el que hace cosas estúpidas, la misma lógica sugiere que feo sería quien hace cosas feas. (Y su reverso especular, claro: ¿o no tendemos a encontrarle cierta gracia, un elemento de dignidad que embellece, a los convencionalmente feos que hacen cosas loables?)
Subyace aquí —se habrán dado cuenta— la idea de que la belleza sería un subproducto de la ética, de una forma de existir-en-el-mundo. Todas nociones relativas, lo admito. Mi ética no tiene por qué parecerse a la que observaban los pescadores de perlas de Ceilán. Pero la Historia prueba que prácticamente todas las culturas coincidieron en principios que facilitan el armado de un territorio común. Por ejemplo: el bien general está por encima del bien individual, y por eso a la persona generosa se le concede una dignidad que el egoísta nunca obtiene. Ustedes dirán: pero el capitalismo es la exacerbación de un egoísmo que está llevando a la especie al filo de la extinción. Y tendrán razón, pero al mismo tiempo esos señores capitalistas saben que conviene disimular su ambición asesina porque está mal vista y por eso arman fundaciones y desvían algún vuelto para subvencionar causas progres. Algunos llegan al extremo de meterse en política y prometer pobreza cero. Pero lo que gritarían si se permitiesen ser honestos sería el credo que Gordon Gekko profesaba en Wall Street (1987) de Oliver Stone: "La codicia es buena". Si los apretásemos un poco, gritarían incluso: "La codicia ilimitada es el bien absoluto".
Y ese credo no puede estar más lejos de lo que creemos y sentimos en el fondo de nuestra alma. Es lógico defender el derecho a practicar cierto grado de egoísmo (privilegiamos a nuestra comunidad, a nuestra familia por sobre otras), pero entendemos que la codicia irresponsable es lo más parecido al horror con que lidia el mundo de hoy. Esas fortunas adquirieron proporción demencial a través del ejercicio irrestricto de la mentira en todas sus formas: estafas, sobornos, competencia desleal, propaganda engañosa... Y por eso no se dota a estos Cresos modernos con la virtud que creen merecer, como extensión de su talento para ganar guita. Al contrario, semejante avidez nos resulta vergonzante. Nosotros vibramos todavía con el poema de Keats así como Keats vibraba con la urna griega que lo inspiró: "La belleza es verdad, la verdad es belleza — eso es todo / Lo que sabéis en esta Tierra, y todo lo que necesitáis saber".
Esa gente carece por completo de belleza, verdad y virtud, porque carece de todo lo que no se puede comprar.
Los discípulos del Profesor Neurus
Días atrás me cuestionaba sobre el desierto cultural del ciclo Cambiemos. Lo predecible era lo que hicieron: retirar todo apoyo real al ejercicio material de la belleza, que es lo que hacen los artistas. El cine argentino está parado. La industria editorial sobrevive en pulmotor y se viene la temporada de cortes de luz. Quizás el gesto que congela en una foto el desprecio de Macri & Co. por este afán sea la degradación del Ministerio de Cultura a la condición de Secretaría. Para la administración Cambiemos, el pueblo no merece educarse, conservar la salud e iluminar su alma; eso es algo que sólo corresponde a la fracción de la sociedad que está en condiciones de pagar por ello a prestadores privados.
Pero lo que me desvelaba era algo menos evidente. Todo régimen intenta comunicar el modo de vida que promulga de un modo exultante, o cuanto menos positivo: en 1998, Gasoleros le ponía buena cara a la debacle a que nos conducía el fin de ciclo menemista. Sí, no había dinero, pero tampoco era para morirse. Los argentinos nos sabíamos los reyes del rebusque, y en medio de la malaria hasta podía ocurrir el amor. Ese intento de invitar a ver el vaso medio lleno no tiene equivalente en las ficciones de hoy, sólo (y esto en sí mismo constituye un signo) en los denodados esfuerzos de Clarín y Nación por convencernos de que hoy lo cool es caminar al trabajo, vivir en un armario y jugar a Cocó Chanel diseñándonos ropa "nueva" a partir de retazos.
Lo que me preguntaba era: ¿se trata apenas del natural desprecio del nouveau riche por la cultura, un desprendimiento de su visión amarreta de la vida? Porque los advenedizos —y eso son los Macri, sin dudas— creen que el justo orden del universo es aquel que expresaba el Profesor Neurus en Las aventuras de Hijitus: "Uno para tí, otro para tí, cien para mí". ¿O se trata en cambio de un designio, de una operación consciente en el terreno de lo cultural?
Las aristocracias locales de antaño entendían el valor de la belleza; usaban su fortuna para viajar a París y, entre otros menesteres, asistir a la ópera y al teatro; y alentaban a aquellos de los suyos que tenían talento para el arte, sabiendo que reflejarían su circunstancia bajo una luz piadosa. Borges fue un buen hijo de la clase a que aspiraba pertenecer, y como tal fue bendecido. Pero los aristogatos de hoy emplean sus dineros en peregrinar a Miami y reventar tarjetas en los malls. (Hay lujos, diría un amigo, que apestan a vulgaridad.) Difícil que algún artista salido de sus entrañas los haga quedar bien. Aquellos que militan en Cambiemos son de una mediocridad tan apabullante como reveladora: no podrían rendir un buen servicio aunque quisieran. En algún momento deberían preguntarse por qué, de Borges para acá, ningún artista de dimensiones míticas salió de otra cantera que no sea el campo popular.
Yo creo que Macri y sus minions no necesitan de ficciones que apuntalen su cosmovisión porque ya le ofrecen a su núcleo duro la más grande y elaborada de todas las ficciones: lo que los medios grandes de la cadena de desinformación —Walsh dixit, 1956— nos venden como realidad.
La belleza no perdona
Piénsenlo un instante. El grupo que actuó como motor de la oposición al kirchnerismo y sigue siendo el principal sostén local de Macri es (no, no iba a decir Mordor: no sean malos) Clarín, dueño de más de una usina de contenidos ficcionales: además de Canal 13 ha tenido siempre productoras de cine y demás contenidos orbitando como satélites. Y sin embargo, su producción ficcional es en estos años la más pobre e irrelevante de las últimas décadas. ¿A qué atribuir esta estrategia de Magnetto? (Quien, ahora que lo pienso, podría ser descripto tranquilamente como una cruza de Sauron con Walt Disney.)
Existe —es evidente— una arremetida bestial de la maquinaria político-económico-cultural, tendiente a arrasar con el fenómeno del peronismo. Quieren borrar de la faz de la Tierra al sector político que representa al mejor legado del peronismo histórico —o sea, el kirchnerismo— y dejar una cáscara a nombre de dirigentes que, aun diciéndose peronistas, sean capaces de seguir transando con el FMI y administrando la miseria en nombre del "realismo". Por eso no les alcanza con producir pelis y tiras de ficción que sugieran el éxito del modelo propuesto. (Uno que sugiera que hay vida, y además provechosa, después del peronismo.) Y han decidido jugarse a fondo, con todo su peso y sus fierros, a crear la ficción más grande de todas. Una que no parezca ficción. Una que ocupe el lugar de la realidad misma y la desplace, relegándola a la oscuridad como el mapa 1:1 del cual hablaba un personaje de Lewis Carroll: un diseño cuyas dimensiones coincidan con las de lo representado no simbolizaría la realidad, sino que la cubriría por completo — la asfixiaría, la reemplazaría.
Se han desentendido de la creación y difusión de cultura formal —obras de arte y entretenimiento, digamos— porque se han abocado a la creación de cultura a gran escala: una versión oficial de la historia en curso, un set de presuntos valores a ser defendidos, un escenario político, un Poder Judicial a su medida. Por eso ya no hay estrellas en nuestro país, como se las entiende en el sentido tradicional: ni actores ni actrices (salvo Darín, por su prestigio internacional) a los que se venere por su excelencia y que creen moda —trends— por su forma de moverse, hablar, cantar, vestirse, cortarse el pelo y defender ciertas causas. Las estrellas de nuestro firmamento —los nombres que son moneda común en tantas conversaciones— son tan sólo formadores de opinión profesionales, o sea a sueldo: gente que nos dice qué debemos pensar y decir pero a la que no imitaríamos en nada más, porque su aspecto y su actitud son desagradables. (No hace falta que se lxs nombre, saben bien de quiénes hablo.)
Se podría pensar que están triunfando. Después de todo, consiguieron que se votase a candidatos que ya eran impresentables antes de lanzar jueces a través de la ventana de la Corte. Mucha gente cree en cosas que le juran que son verdaderas cuando no lo son —si se menciona la expresión el cuerpo del delito, pensarán en la fotocopia de un cuaderno inexistente antes que en el cadáver de Maldonado— e ignora tantas otras porque se cuidan de decírselas. Y el paisaje de la imaginación, que hasta no hace tanto nos era natural, hoy se muestra recesivo: ya no hablamos de películas ni de ficciones televisivas en los pasillos y el transporte público, ni descubrimos músicas nuevas que se vuelvan omnipresentes. (Hablo de producción nacional, por supuesto. Netflix y Katy Perry no cuentan.) Por eso estamos más cerca de la Salem histórica que de la Argentina en la que crecimos: sólo podemos hablar día y noche de brujas —o al menos de LA bruja— y del poder satánico al cual, tan ingenuamente como aquellos colonos, soñamos desterrado para siempre de estas tierras.
En cualquier momento la revista Gente titulará: Estamos ganando. Porque no lo están. No porque hayan hecho del todo mal las cosas: al contrario, su sustitución de aspectos insoslayables de la realidad por placebos ha sido magistral. (Me corrijo, a Magnetto le quedaría mejor el rol del Agente Smith en The Matrix: tan anodino como peligroso y convencido de ser la gran cosa — aunque no sea más que un sargento al servicio de la verdadera inteligencia artificial.) Pero su construcción monumental prescindió de un detalle en el que no podían reparar, porque por naturaleza son ciegos a su encanto: carece por completo de belleza. Y si no hay belleza, los humanos —incluso los más torpes e ignorantes de nosotros— percibimos que ocurre algo contranatura y que están tratando de vendernos un buzón en plena era del mail.
El sueño en el cual pretenden embarcarnos no es bello, apenas aséptico y funcional. (Uno va a McDonald's porque la hamburguesa es relativamente barata, pero nadie querría vivir allí.) Las justificaciones que urden para explicar los porrazos actuales tampoco son bellas, y ni siquiera funcionan. Y las distracciones ya no causan efecto, porque menospreciaron el valor del arte y de la cultura popular —de la belleza en sus envases formales— y la única historia que saben contar pierde impacto con cada giro desesperado que le inventan. Ya son demasiadas temporadas de House of Kirchner y el público está perdiendo la paciencia. A esta altura sabemos que cuando un personaje parece estar muerto (como José López, por ejemplo), resucitará en la temporada siguiente; los productores son capaces de cualquier cosa con tal de llamar la atención. Pero cada vez menos gente los sintoniza. En cambio las historias que filtran por las grietas de ese decorado —aquello que. intuímos, está pasando más allá de ese mundo virtual— pintan más emocionantes y genuinas. A esta altura está claro que la gente tiene ganas de ver otra cosa.
Estos poderosos de los que hablamos son gente horrible y erigieron una ficción que los pinta de cuerpo entero. Aun cuando les saliese bien, no eludirán las consecuencias: en el mejor de los casos terminarán impunes y más ricos de lo que ya eran, pero al precio de haber convertido su apellido en algo infame y condenar al escarnio a su descendencia, contaminada por una culpa ajena. Ni siquiera estarán protegidos dentro de su casta, porque no han dejado estamento social sin traicionar. Sólo el anonimato les prestará alivio circunstancial; mucha fortuna malhabida sangrará a cuenta de cirugías estéticas, nuevas identidades y relocación en puntos ajenos al circuito de turistas argentinos.
Es que la belleza no perdona. En su canción Came So Far For Beauty (del disco de 1979 Recent Songs), Leonard Cohen articula una fábula que cuenta el destino de alguien que la persigue, sin ser nunca del todo honesto con ella:
Llegué hasta acá en pos de la Belleza
Yo dejé tanto atrás
Mi paciencia y mi familia
Mi obra maestra sin firmar
Pensé que sería recompensado
Por haber tomado una decisión única
Y que ella respondería sin dudas
A una voz tan desprovista de esperanzas
Practiqué mi santidad
Le di a uno y a todos
Pero los rumores de mi virtud
No la conmovieron en absoluto
Cambié mi estilo al plateado
Cambié mis ropas al negro
Y donde antes me rendía
Ahora atacaba
Asalté al viejo casino
En busca de dinero y de carne
Y yo mismo decidía
Qué estaba podrido y qué era fresco
Y (tuve) hombres que apostaban por mí
Y huesos rotos para enseñar
El valor de mi perdón
La sombra de mi alcance
Pero no, no pude tocarla
Con una mano tan brutal
Su estrella más allá de mi orden
Su desnudez sin tripular.
Llegué hasta acá en pos de la Belleza
Yo dejé tanto atrás
Mi paciencia y mi familia
Mi obra maestra sin firmar.
Si la belleza es así de cruel con quienes la subestimamos o cortejamos con malas artes, ¿cuánto más lo será con aquellos que se dan el lujo de ignorarla?
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