LA REPÚBLICA DEL CIELO
Philip Pullman desmiente —y reescribe— la mayor obra de la literatura fantástica universal
¿Cuántos siglos tardamos en permitirnos pensar que una vida plena —en la cual ya no sufriésemos necesidades, reinase la concordia y existiese la posibilidad de contemplar largamente el fenómeno de la existencia, aspirando a dar con la mejor versión de nosotros mismos— no era algo imposible en esta Tierra, ni en esta encarnación? ¿Cuántos milenios se nos fueron entre los dedos creyendo que esta vida era para sufrir y obedecer, y postergando todo buen placer para esa otra existencia ulterior que, según se prometía, tendría lugar en ese otro plano celeste llamado Cielo al que sólo accederíamos si practicábamos la (presunta) virtud de la sumisión?
Según la histografía, los primeros cinco libros de esa obra magna de la literatura fantástica llamada Tanakh o Antiguo Testamento ya tenían la forma que le conocemos hace dos milenios y medio. Es decir que hace al menos 2.500 años que este subgénero narrativo cristalizó alguno de los trucos que tanto valoramos desde entonces: seres superpoderosos, animalitos que hablan, varitas mágicas. Ese relato pretendía explicar por qué habíamos venido a esta Tierra a sufrir y detallaba exhaustivamente los mandatos a obedecer para, una vez liberados de aquello que Hamlet definió como este envase mortal, esquivar la tumba y vivir una vida eterna.
Parece mentira, pero en efecto tardamos dos lucas de años y pico para que otra obra de la literatura fantástica desmintiese (casi) por completo a aquel libraco que tantos quisieron creer sagrado. Me refiero a una trilogía que el inglés Philip Pullman publicó entre 1995 y 2000 bajo un título genérico que tomaba una expresión de John Milton en El Paraíso perdido: His Dark Materials, y que en nuestro idioma se conoce como La materia oscura. Lamentablemente La materia oscura no tiene aún el prestigio ni la difusión que otros paradigmas del subgénero como El señor de los anillos obtuvieron en el mundo. Con un poco de suerte, la adaptación al formato serie que HBO acaba de estrenar —la primera temporada concluyó con 2019, y desde entonces está disponible— revertirá el desconocimiento que la rodea y que nadie en su sano juicio creería ingenuo, desde que entre otras cosas la trilogía es una crítica feroz y sistemática a las religiones institucionalizadas. A las que, de hecho, ataca en la raíz. Porque lo que cuenta en esencia es algo a lo que podríamos llamar La (Re)Creación: la historia de un par de nuevos Eva y Adán, que sucumben a la tentación y precisamente por eso se adueñan de su destino y acceden a la posibilidad de vivir una vida plena en sus propios términos.
Para la mayoría de los académicos, la literatura fantástica es un suburbio de la narrativa que se considera seria porque está amasada con condimentos populares, que hasta los niños pueden disfrutar. En este sentido, La materia oscura —cuyos volúmenes han sido traducidos sin demasiada gracia como La brújula dorada (The Golden Compass), La daga (The Subtle Knife) y El catalejo lacado (The Amber Spyglass)— no es una excepción. Es fácil imaginar que Pullman la ha llenado de elementos que lo fascinaban desde niño: acá también hay animalitos que hablan, osos guerreros, globos y zeppelines, heroicas tribus gitanas, brujas literales y no tanto (están las que vuelan y dominan la magia pero también está la señora Coulter, que se comporta como una bruja malvada de manual), dagas con poderes sobrenaturales, seres del tamaño de duendes y aparatitos que, si aprendés a decodificarlos, te dicen el futuro y/o la verdad. Para inclinar aún más la balanza, los protagonistas —Lyra Belacqua y Will Parry— son dos niños al filo de la adolescencia.
La historia arranca en un mundo que no está tan alejado del nuestro como para inquietarnos, pero que a la vez se diferencia lo suficiente como para fascinarnos con su exotismo: una versión alternativa de la ciudad universitaria de Oxford que Pullman conoce bien porque se formó allí y allí ejerció como docente; un tanto más atrasada en materia tecnológica que la de nuestro mundo —esa Oxford tiene cierto sabor steampunk, otro suburbio (en este caso de la ciencia ficción) que transcurre en civilizaciones donde la tecnología imperante sigue siendo la basada en el vapor— y donde la vida se organiza a partir de una diferencia esencial respecto de la nuestra: todos los seres humanos tienen un doble animal que es una suerte de corporización de su conciencia, o si se quiere de su verdadera naturaleza.
Durante la infancia, esas criaturitas pueden cambiar de forma a voluntad: pasan de ser un conejo a una luciérnaga a un búho en cuestión de segundos. Pero una vez que llega la adolescencia y la persona se desarrolla sexualmente, adoptan una forma fija que suele ser expresiva respecto de la personalidad humana; de hecho, el de la señora Coulter es un mono dorado con cara de turro, que entre otros hobbies practica el de arrancarle las alas y las patas a los murciélagos. Pullman se inspiró en esa suerte de espíritu guía que según los griegos antiguos todos teníamos, y al que llamaban daimon. (Las obras de arte de aquella época solían representar a cada personaje con su daimon, hasta que la cristiandad triunfante, convencida de que nuestras almas sólo debían dialogar con Dios o sus representantes oficiales sobre la Tierra, decidió borrarlos de cada vasija y destruir esa parte de cada pintura y escultura. Que Pullman haya decidido dar nueva vida a aquel rasgo de la cultura clásica tampoco es casual, se imaginarán.) En este mundo de La materia oscura, los llamados daemons no pueden alejarse demasiado de sus contrapartes humanas: si van demasiado lejos ambos empiezan a sentir dolor físico, y si uno de los dos muere el otro también.
Este escenario parece mandado a hacer para que nos relajemos y disfrutemos de una aventura que pinta para pura evasión. Pero con el correr de los capítulos se va imponiendo la noción de que Pullman echó mano a un género popular para discutir algunos de los temas más relevantes de nuestro tiempo.
Sobre el final se cuenta que una ángel —porque es mujer— llamada Xaphania definió la historia de la vida humana como "una lucha permanente entre la sabiduría y la estupidez". ¿Quién que esté atento a las noticias que hablan de asesinatos a distancia en nombre de la democracia disentiría con Xaphania?
Empezar otra vez
Pronto se percibe también que los elementos fantásticos de la trilogía están basados en las teorías vigentes en el campo de la física cuántica, desarrolladas por científicos como Hugh Everett III y David Deutsch: aquellas que dicen que nuestro universo no es único, sino uno entre infinitas variaciones — lo que se ha dado en llamar multiverso. (En la trilogía, el lector se sorprende cuando el segundo libro arranca no en el mundo de Lyra, sino en el nuestro, al que Will Parry pertenece. Este efecto dramático pierde potencia en la serie, cuando la narración arranca casi desde el vamos pivoteando entre el universo conocido y el desconocido.) Parte de la narrativa cuestiona así la esencia de nuestro mundo físico, y las posibilidades —y potenciales consecuencias— de la comunicación entre los universos que coexistirían sin tocarse.
Pero Pullman es más ambicioso. Hasta acá está jugando con las figuritas que más le gustan y especulando a partir de los postulados de las vanguardias científicas de nuestro tiempo, pero su objetivo va más allá del simple entretenimiento. Lo que hace a través de La materia oscura es cuestionar los pilares mismos de la cultura occidental, que son los que determinan —muchas veces de manera acrítica— que vivamos del modo en que vivimos, y no de otro.
En el mundo de Lyra, el poder político está en manos de una aristocracia religiosa a la que se llama La Autoridad. Es una suerte de Iglesia varada en el Antiguo Testamento, que por ende está más obsesionada por la cuestión del pecado que por la de la redención, que es la especialidad de Jesús y el tema central de los Evangelios; en consecuencia, usa su poder "moral" para controlar la vida privada de los ciudadanos y contener el desarrollo científico para que no incurra en desvíos heréticos. (¿Suena familiar?) Esta es la razón por la cual la trilogía ha sido condenada por los sectores religiosos más conservadores del Hemisferio Norte, al punto de considerarla —literalmente— material "digno de la hoguera". (En un gesto que demostró que no perdería ni la elegancia ni el buen humor, Pullman le pidió a sus editores que publicaran esa condena del Catholic Herald en la contratapa de sus libros. Lejos de amedrentarse, entendió que se trataba de la mejor de las campañas publicitarias.)
Pero Pullman no está en contra de la religión per se. El lectorado de La materia oscura puede dar fe de que la historia reivindica virtudes que —por ejemplo— el cristianismo considera esenciales: la generosidad, la solidaridad, la justicia, la defensa de los derechos de cada miembro de la especie más allá de su color de piel y condición. Lo que Pullman desprecia es el poder de tenor oscurantista que, hay que admitirlo, ha estado en manos de dignatarios religiosos y monarcas que se confesaban devotos durante buena parte de nuestra existencia como especie. Y por eso empleó sus artes de escritor para escribir una obra que diese una vuelta de campana a esta tendencia humana que caracterizó varios de los períodos más terribles de nuestra historia — y que por cierto, tal como se percibe echando un simple vistazo a los presentes de los Estados Unidos y Brasil, experimenta una suerte de restauración. Ya hemos matado, guerreado, oprimido, reprimido y embrutecido a múltiples generaciones en nombre de un libro fantástico que habla de un poder que viene desde lo Alto para ser ejercido por hombres de notable bajeza. Pullman propone desarrollar una nueva cultura, a partir de principios opuestos: "Lo que se cierra al conocimiento y lo limita, lo que alimenta la estupidez, está mal", dice en su libro de ensayos Daemon Voices, "mientras que lo que incrementa el entendimiento, lo que profundiza el entendimiento, está bien".
Por eso La materia oscura trabaja en la clave del célebre poema de Milton, en el cual —en esto coinciden Pullman y críticos como Harold Bloom— el personaje de Satán es tanto más interesante que el de Dios. Su intención es trabajar con la misma imaginería fundante de nuestra cultura, pero para cuestionar su sentido y preguntarse si la historia no nos ha llegado mal contada, o sea tergiversada. Por eso apela a una de las herejías a la que le tengo más cariño en términos narrativos: el gnosticismo, aquella que sostiene que nuestro mundo no es el real, sino una creación secundaria obra de una deidad menor, el Demiurgo. Para los gnósticos, todo lo que creemos real y material es trucho, un velo que el Demiurgo desplegó entre nosotros y el Reino Celestial para que lo glorifiquemos a él y no al Dios verdadero. Para Pullman la herejía gnóstica es útil en términos narrativos, porque le permite a las huestes de Lord Asriel —el padre de Lyra— enfrentarse a ese dios menor y su ángel defensor, Metatrón, en una batalla bien miltoniana. Y además es fácil identificarse con ella porque explica en términos simbólicos esta sensación que todos compartimos de estar exiliados en nuestro propio mundo; de que la existencia contemporánea está armada para ocultar cierto tipo de fraude, al estilo Matrix; de que detrás de todo existe una conspiración que pretenden ocultarnos. Pero Pullman se desprende del gnosticismo en el punto en que coincide con la ortodoxia cristiana: su tendencia a menospreciar a este mundo, a esta carne, a esta vida, como la mera antesala de una existencia eterna más elevada — como si esto que estamos experimentando ahora no fuese la posta, sino apenas la versión Manaos de la vida.
Por eso Pullman se atreve a reescribir el mito de la Creación: para persuadirnos, mediante el uso de los mismos arquetipos fundantes de nuestra cultura, de que vinimos a este Paraíso no para ser expulsados ni crear una cuenta corriente de buenas acciones que permita comprar una vida ulterior, sino para disfrutarlo a fondo ahora y ejercer la responsabilidad que nos cabe de convertirlo en aquello que debería ser — un Cielo, pero en la Tierra.
"No hemos tenido más que mentiras y propaganda y crueldad y fraude durante la totalidad de los miles de años de la historia humana", dice John Parry, el padre de Will, en las páginas finales de The Subtle Knife. "Es hora de que empecemos nuevamente, pero esta vez del modo apropiado".
El velo rasgado
Lo que hace Pullman a través de La materia oscura es mezclar las cartas del mazo de la tradición cultural y proponer que juguemos de otra manera. Ni siquiera se cierra a la potencial existencia de dios. Su narración lidia con el Demiurgo y su hombre (ángel) fuerte, Metatrón, pero nada dice respecto de la deidad verdadera que al final de la historia podría haber quedado más cerca de su variante humana. En esto Pullman se comporta como un agnóstico: no niega intelectualmente que dios puede existir, tan sólo dice que no cuenta con evidencia alguna que apunte a esa conclusión. En términos científicos, no existen más indicios que sustenten la tesis de la existencia divina que los que apuntalan la pretensión de que Nisman fue asesinado.
Lyra y Will emprenden lo que en la teoría narrativa suele llamarse el camino del héroe, que entre otros desafíos supone atravesar la muerte aunque más no sea de modo simbólico, para emerger renovados —"resucitados"— al otro lado. En este caso, el paseo por la muerte es literal: Lyra y Will descienden al Inframundo, donde dialogan con el barquero (Caronte, tanto en la mitología como en Dante) que lleva a los difuntos al Otro Lado. Y el barquero se aviene a contarles quiénes, en su larga experiencia, son los que tienen las almas más recalcitrantes. "Los peores son los ricos", dice, "gruñendo, salvajes, maldiciéndome, despotricando y gritando: ¿quién me creo que soy? ¿No han acopiado y ahorrado todo el oro que estuvo a su alcance? ¿No aceptaría parte de ese tesoro, para volverlos a la orilla original? Ellos tienen la ley de su lado, tienen amigos poderosos, conocen al Papa y al rey de esto y al duque de aquello, están en una posición que les permitirá castigarme y penalizarme... Yo los dejo llorar y delirar; no tienen modo de lastimarme; al final todos se quedan mudos".
A través de Lyra y Will, Pullman desconoce los postulados esenciales de la cultura occidental —es decir, les niega Autoridad— y propone una (re)creación de la experiencia humana. La idea es eliminar la distancia que la cultura, a través de la religión y su imaginario, impuso entre la posibilidad del goce pleno —siempre asexuado, y pateado hacia una vida ultraterrena respecto de la cual carecemos de evidencia alguna— y la realidad de este mundo. Desde este punto de vista, no deja de ser sorprendente con cuánta naturalidad hemos aceptado durante milenios un orden que se nos vendió como divino, y que justifica como inevitables injusticias que no deberíamos tolerar.
Según la narrativa de la Creación, estamos en esta vida para sufrir porque un ser superior nos lo dio (casi) todo —en el origen, la Tierra era el Paraíso— y nosotros arruinamos el pastel al incurrir en la humanísima iniciativa de la desobediencia. (O, si prefieren, del pensamiento independiente). Uno puede imaginar que en los orígenes de la cultura ese relato era persuasivo, porque además de estar vehiculizado a través de un libro magnífico explicaba la indefensión del hombre primitivo ante las fuerzas naturales y a la inescapabilidad del sufrimiento, que así dábamos por merecido. Pero, ¿cómo es posible que hayamos tardado tanto en entender que esa narración presuntamente divina —que nos condenaba a trabajar con el sudor de la frente, a parir con dolor y después morir sin más, apostando a ciegas por una recompensa ultraterrena— justificaba desde el vamos una estructuración social donde las mayorías laburaban como esclavas y parían sin anestésicos, mientras que las castas superiores (¡elegidas por dios a dedo!) se quedaban con los frutos del trabajo y esclavizaban a los hijos que los pobres concebían a destajo?
Nuestra ficción original es aristocratizante y racista. Racionaliza la idea de que las mayorías vienen a este mundo a sufrir y servir, sin cuestionar la explotación humana. (Para los ricos, esta Tierra es el Cielo; para los pobres, el Cielo sería la estación siguiente). Pullman cuestiona la autoridad de la Autoridad —y por extensión, todos los poderes que proceden del mismo modo— porque sólo puede autopreservarse en la medida en que la humanidad siga sin pensar a fondo y se ofrezca servil a un orden que se pretende dictado desde arriba. (Desde más arriba, en una suerte de teoría del derrame del poder, que caería directo desde la copa divina a los cristales Baccarat de la clase dirigente... y, como de costumbre, no llegaría nunca a los vasos de plástico del pueblo.)
La materia oscura cuestiona las raíces de ese modo de entender la vida, que pregona resignación y obediencia, y de paso critica las ficciones fantásticas más populares de las que se someten a esos principios. Empezando por la saga de Narnia de C. S. Lewis, que le niega la salvación a una de sus protagonistas, Susan, porque ha llegado a la edad en que "nada le interesa más que las medias de nylon, el rouge y las invitaciones a salir". Según Pullman en Daemon Voices, para Lewis "el comportamiento humano normal, que incluye la creciente conciencia del propio cuerpo y su efecto sobre el sexo opuesto, es algo que le produce horror". Y también la emprende contra el libro del otro católico amigo de Lewis, J. R. R. Tolkien. Para Pullman, El señor de los anillos no es una historia republicana, porque excluye alguna de nuestras virtudes y tentaciones esenciales. "En la Tierra Media nadie tiene relaciones sexuales", asevera. "Creo que todos sus niños son entregados por correo".
Por eso en La materia oscura cuestionarlo todo y también cuestionarse no es incurrir en pecado alguno, sino algo deseable. El ideal es republicano, porque "la república es un lugar donde los niños aprenden a crecer, y donde la alegría y el coraje marcan la diferencia". El grito rebelde de Pullman, tan tributario del Satán miltoniano que reivindicó el derecho a la disidencia, es tan simple como resonante: si el experimento humano prosperó en un planeta que ofrece casi todo lo que necesitamos y cuya teta podría seguir alimentándonos sin necesidad de que la hagamos mierda, ¿por qué no reclamar ahora el ideal de una vida plena, de un Cielo en la Tierra?
Para eso habría que dejar de denigrar esta existencia y, en cambio, reivindicar sus glorias, sobre las que hay evidencia a raudales. Pullman sostiene que deberíamos ver nuestro mundo "como un lugar de delicias infinitas, tan intensamente bello e intoxicante que si pudiésemos verlo realmente tal cual es, no querríamos nada más... Se trata de un lugar hermoso, de complejidad inimaginable; en el cual nuestra conciencia es uno de los tesoros más grandes — quizás el más grande; donde promover la comprensión y el conocimiento debería ser la tarea prioritaria... Donde el conocimiento no proviene tan sólo de la parte racional de nuestras mentes sino también a través de nuestras emociones y nuestros cuerpos; donde no hace falta invocar lo sobrenatural para explicar la existencia del universo ni para comprenderlo ahora... La evolución puede habernos traido hasta aquí por azar y accidente, sin que hubiese un propósito detrás, pero a partir del hecho de que ahora somos conscientes sí existe un propósito, y ese es trabajar para construir una República del Cielo — esto es, un estado de las cosas en este mundo, en esta vida, que sea todo lo pleno y libre y rico y gozoso que podamos hacerlo, y para todos".
El último ensayo de Daemon Voices se llama La República del Cielo, precisamente, y es una gloria. No sólo porque une con gran elocuencia democracia y utopía, descorriendo el velo milenario que la cultura impuso entre vida presente y la justificación interesada de la postergación del ideal; sino además por el poder profético (el artículo es del año 2000) con que describió la más grande encrucijada de nuestro tiempo. (Yo creo en el poder profético del arte, sí. Y Pullman parece tenerlo más que claro. Sobre el final de la trilogía, Xaphania habla de "esa facultad que ustedes llaman imaginación, pero que no significa inventar cosas. Es una forma de ver".)
"Estos atisbos de la República del Cielo que he tratado de señalar no constituyen un lujo", dice Pullman. "Si no nos comportamos con absoluta seriedad respecto de la república, recordemos que está lleno de otra gente que sí es mortalmente seria respecto del Reino (de dios). De todos los peligros que nos amenazan al comienzo del tercer milenio —la degradación del medio ambiente, el poder tan creciente como antidemocrático de las corporaciones, las continuas amenazas a la paz en regiones llenas de armas nucleares en decadencia—, uno de los más grandes proviene de las religiones fundamentalistas".
Esta semana el New York Times saltó de dedicarle su título principal al modo en que Trump desfinancia la ciencia de su país a cronicar el asesinato a distancia de un líder extranjero. (A esta altura, la única diferencia entre el rayo fulminante de dios y el drone del Agente Naranja es tecnológica, porque la razón que los pone en marcha es igualmente caprichosa.) En este contexto que se expresa de modo cada vez más ostensible, la advertencia de Pullman no exagera ni un pelo. Australia se incendia mientras en Israel, los Estados Unidos y Brasil los fundamentalismos religiosos se aproximan al poder absoluto y, en su delirio, niegan la crisis ambiental que nos aproxima al Apocalipsis que —se supone— deberían visualizar mejor que nadie. "Dios está de nuestro lado", llegó a decir Trump, borrando las distancias que lo separan de un monarca de la Baja Edad Media dispuesto a pasar a degüello a una población civil de "infieles" — siglos de evolución, negados de un tweetazo.
La denuncia profética vale, y debemos amplificarla. Porque el peligro es real ("Esto es parte de lo que quiero decir a través de la idea de la República del Cielo: nosotros somos responsables, somos ciudadanos, esto es una democracia; pero si abjuramos de nuestras responsabilidades, entonces la tiranía podría resurgir fácilmente", dice Pullman), pero precisamente porque todo está en crisis la hora se presta a las soluciones audaces. En términos de sabiduría y de desarrollo tecnológico, nuestra especie ha desarrollado la capacidad de producir riquezas sin arruinar el planeta de modo de saciar las necesidades esenciales de su población. La única decisión que nos separa de la posibilidad de empezar a emparejar Tierra y Cielo no será divina, ni económica, ni tecnológica — será humana por definición, y política.
"Esa es la forma en la que las cosas ocurren en la República del Cielo", concluye Pullman. "Nos proveemos a nosotros mismos. Podemos hacerlo".
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