Imagen principal: obreros de La Forestal entre los quebrachos, alegría y rebelión. Año posible: 1919. Archivo de Carlos Méndez.
El pequeño no tiene más de doce años. Está sentado, cruzado de piernas. Con una mano se agarra el tobillo. Con la otra sostiene un vaso de vidrio. Su amigo, de la misma edad, le sirve algún líquido de la botella. Son los más jóvenes del grupo. Ambos sonríen. Un hombre de unos cincuenta y pico enseña una guitarra detrás suyo. Hay dos guitarras más. También Winchesters, monturas de caballo, sombreros negros ofrecidos al cielo y ropa muy clara. El bosque de quebrachos da el marco de la toma. En el medio, Liborio Méndez, con el cinto sosteniendo los pulmones, levanta su revólver. La mayoría morochos, criollos, algunos bigotudos. Son los rebeldes de La Forestal.
La fotografía tiene cien años o casi. Pudo haber sucedido en 1919 o en 1921. En diciembre de 1919, los obreros del tanino y los hacheros del monte del norte santafesino se rebelaron contra la compañía británica La Forestal. Se organizaron en toda la cuña boscosa, armaron sindicatos, consiguieron el respaldo de las centrales obreras nacionales y le presentaron a la compañía un pliego con 35 demandas. La última exigía mayor respeto de los ingenieros, empleados y altos directivos. Comenzaban la primera gran huelga en los casi quince años de explotación que llevaba esta empresa.
A poco más de una semana de alzados, el diario La Nación (que hace poquito denunciaba la presencia de una guerrilla kurda-mapuche en la zona barilochense), informaba a la población porteña:
Se ha constituido un verdadero soviet, armándose brigadas de obreros que recorren las poblaciones imponiendo su voluntad, siendo considerados los gerentes de fábricas como prisioneros de guerra […] Si las depredaciones continúan y aquel grotesco soviet logra imponer sus exigencias y sus métodos, se habrá creado un gran estímulo para que cuadros análogos se reproduzcan en otros puntos del país, tomando el fenómeno una extensión total.
Esta fotografía ofrece hoy un cuadro mucho más completo que el que tenía cuando escribí hace unos años sobre el ciclo de protestas que comenzó en 1918 y terminó con la masacre de 1921. En tiempos de Yrigoyen y de la revolución rusa, los obreros no sólo exigían mejores condiciones de vida, mayor remuneración y más respeto; el “grotesco soviet” no sólo estaba armado. Además estaba profundamente feliz.
No es la única fotografía que me envía Carlos Rubén Méndez desde Santa Fe. En otra vuelve a aparecer Liborio, de pie junto a cinco dirigentes obreros más. Carlos es nieto de Liborio y muestra ahora las fotos que conservó su abuelo primero, luego su padre y ahora él.
Liborio tuvo siete hijxs. Se llamaron Aurora, Albor, Floreal, Alborada Blanca, Flor, Celda e Idilio. El papá de Carlos se llamaba Luz de Vida. Liborio era anarco-comunista, criollo entrerriano de San José de Feliciano. En la época de las fotos tenía unos veintisiete años. Había sido hachero y carrero cachapecero. De familia humilde, se fue a buscar suerte al norte santafesino, tuvo distintos trabajos en los campos y montes. El anarquismo primero y la alfabetización después le llegaron de la mano de un arriero a quien acompañó una temporada, antes de llegar a tierras de La Forestal. “V” con “A”, “VA” y “C” con “A”, “CA”, “VACA”, le gritaba el instructor.
Este son algunos de los relatos que escuchó Carlos Méndez directamente de su abuelo y que ahora transmite, como dice, “para que los jóvenes sepan la verdad y qué es lo que queremos para el futuro”.
Pero si escribo estas líneas no es por pura anécdota. Sorprendentemente, del mismo modo que lo hizo Carlos, me escribieron recientemente Rubén y Graciela Lafuente. Ambos son nietos de Teófilo Lafuente, primer secretario general del sindicato del tanino de La Forestal, un siglo atrás. La historia de Teófilo es maravillosa. En 1911 encabeza la organización de una sociedad de socorros mutuos, de la cual es desplazado por presión de la compañía unos años más tarde. Pero en 1918 reaparece encabezando el sindicato. Teófilo recorre todos los pueblos tanineros, los obrajes, los puertos y las playas ferroviarias en territorio de La Forestal. Se maneja en medio de fuertes disputas entre anarco-comunistas y sindicalistas revolucionarios. Lo único claro es que la compañía lo manda a castigar como a pocos. Sufre de la misma forma que lo hace Liborio. El último registro suyo que identifiqué hasta la comunicación de sus nietos es en la estación central de la policía santafesina. Su esposa ruega que no le peguen más, porque ya lo han destrozado de por vida.
Liborio y Teófilo sobrevivieron. No así unos seiscientos obreros de La Forestal, “cazados como aves” —según denunciaba la prensa— y masacrados por la Gendarmería Volante, policía montada creada ad hoc por el gobernador radical Enrique Mosca para reprimir bajo las órdenes y el financiamiento de la compañía británica. Rubén y Graciela cuentan que su abuelo Teófilo falleció cuando ellxs eran niñxs, que nunca lo escucharon hablar de esta historia y que sus padres tampoco lo hicieron. Lo único que sabe Rubén es que Teófilo anduvo por Margarita, escapando de la policía y “seguía organizando los distintos gremios para reivindicar a los pobres hacheros”. Terminó sus días en Corrientes capital. Liborio habría escapado a Uruguay y también habría pasado por Margarita. Luego vivió en San Justo unos años, hasta que se asentó en Santa Fe capital.
Junto a Teófilo y a Liborio se encontraba Juan Giovetti, mecánico electricista, establecido en Villa Guillermina y a quien el gran escritor Gastón Gori transformó en un ícono de la rebelión de los trabajadores del quebracho porque su publicación Añamembuí ("Hijo del diablo", en guaraní) al parecer molestaba demasiado a los directivos de la compañía inglesa. Giovetti fue perseguido y encarcelado, antes de la masacre de enero de 1921. Supe por su nieta, Alejandra, que Giovetti se refugió en el sur, en Río Negro, donde rehizo su vida. Hace poco tiempo, el colega Hernán Scandizzo encontró su foto en los archivos de la policía rionegrina. Esta última semana volvió a enviar información. Según el periódico El Obrero Ferroviario, apenas llegó Giovetti a San Antonio Oeste participó del proceso de reorganización del sindicato ferroviario local y en la segunda mitad de 1923 ya era el secretario del mismo. El periódico La Verdad, orgánico de los trabajadores de esta localidad rionegrina, decía entonces:
La fuerza de la organización es comparable a la resistencia de los cables metálicos. Un simple alambre de acero no ofrece mayor resistencia del que la misma lógica admite, pero unidos y entrelazados varios alambres de acero forman esos poderosos cables metálicos que por intermedio de grúas levantan pesos enormes y fabulosos.
Las mujeres estuvieron de pie junto a estos hombres y sus niñxs, en medio de la represión, sin separarse, como Hermelinda, la compañera de Liborio. Ellas apenas aparecen en los relatos y las fotografías, sin embargo su presencia llega a través de la historia oral. Luciano Sánchez, director de la revista Añamembuí (sí, igual que Giovetti), recuperó algunas de estas historias, como la de Eloína Martínez, que el año pasado la narradora Alicia Barberis retrató brillantemente en la novela Monte de silencios. Luciano es historiador, oriundo de Villa Ana, y junto a varios colegas de los distintos pueblos forestales toman el guante, investigan su (nuestra) historia y agitan las memorias. Es injusto no poder mencionarlxs a todxs acá.
Este año se cumple un siglo de estas historias. Lo que siguió a la masacre en territorio de La Forestal estuvo lejos de ser una historia rosa, como a veces se piensa el desarrollo de esta compañía. Todo es mucho más complejo. La conflictividad con la empresa no cesó nunca, ni cuando estuvieron los comunistas, ni cuando estuvieron los peronistas, hasta que los capitales británicos deslocalizaron la producción por completo en los primeros años '60 del siglo pasado. En esa misma década de “desindustrialización temprana” del norte santafesino, cuando José Alfredo Martínez de Hoz integraba el directorio de La Forestal, cobraron protagonismo las ligas agrarias y muy pronto, allí cerquita, sobre la ribera del Paraná, tuvo lugar el “Ocampazo”. De esta última historia este año se cumple medio siglo.
Marcela Brac, antropóloga, oriunda de la zona e involucrada en la investigación de las comunidades del norte santafesino desde hace quince años, piensa que es imposible separar ambas historias entre sí y del propio presente, desde el cual se siguen redefiniendo:
Recordar el centenario de las huelgas obreras y el cincuentenario del Ocampazo es una invitación a ejercitar la memoria, es una propuesta que pretende contribuir a reforzar sentidos presentes, y también a construir otros, los que surgen cuando las generaciones jóvenes desafían, con nuevos interrogantes, el hermetismo de silencios centenarios que perduran en torno al pasado.
La semana pasada, Viviana Gravano, italiana, curadora de arte que trabaja sobre la memoria, dijo en El Cohete que la manifestación del 24 de marzo, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, le pareció maravillosa porque fue una fiesta: “Aquí estamos hablando de derechos humanos, de tortura y de desaparecidos, pero el pueblo contesta con una fiesta”, señaló. A Marcela Brac le inquieta saber por cuánto tiempo y con qué efectos habrá perdurado el terror tras la masacre de La Forestal en aquel territorio clausurado del norte santafesino.
Si de alguna forma se conectan las luchas populares de La Forestal y las de Villa Ocampo, a cien y cincuenta años de sucedidas, como las del Rosariazo y del Cordobazo, de las que también se cumplen medio siglo, es porque también hay una conexión entre la alegría de la rebelión y la fiesta como forma de memoria y resistencia frente al terror impuesto por las clases dominantes. Son las sonrisas de los niños rebeldes de La Forestal y son también las de Elisa, Arcelia y Gabriela, que lucharon 43 años y consiguieron la condena de los directivos de la Ford.
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